Instantánea.

Mi madre camina con pasos tartamudos, balbucea con los pies y levanta un poquito los brazos, como los polluelos las alas, buscando apoyo en el aire. Mi madre mira mucho al suelo, mira mucho a todas partes, con los ojos abiertos y la frente fruncida por el esfuerzo, pero no ve todo lo que mira, no le da tiempo a ver…. y se deja llevar sin protestar; más bien espera, aunque no lo dice, que la tomes del brazo y la lleves un poquito por delante, ahora que ella ya va detrás de casi todo….

Esbozo en blanco y negro.

Señores, permítanme los DNIs, por favor.
Le vino a la memoria la conversación con su sobrino, cuando le planteó por qué seguía diciendo DNI, si ahora ya en todas partes figuraba el NIF. Se lo había explicado, que el DNI seguía siendo el documento nacional de identidad de las personas, y sólo el número de ese documento era también el NIF. Curioso. Su sobrino apuntaba maneras; no es que pensara que lo de ser Notario se llevara en la sangre, incluso hay quien piensa que los notarios andan escasos de ella, que se mantienen, más que en el mundo, al lado mismo del mundo, observando a los demás y dando fe de lo que observan; pero, sin duda, ese poco de sangre corría también por las venas de su sobrino. Tendría algo que ver que los dos se llamaran igual; llamándose Servando, se puede ser pocas cosas en esta vida, aparte de notario.

Es posible que pasarse la vida leyendo escrituras aburridísimas, legalizar usuras en forma de préstamos, o comentar los entresijos de las voluntades del muerto, o del que piensa que se va a morir, le obligara a poner esa cara de póker que de joven ensayaba delante del espejo. Con el tiempo, tanta seriedad le había parecido insoportable y por eso había empezado a firmar adornando su rúbrica con un caracolillo, un zarcillo juguetón que se enganchaba al final del apellido.

El asunto de la firma le parecía divertido, al fin y al cabo, él vivía de eso, de firmar, de modo que bien podía permitirse alguna licencia que aligerara un poco el rigor del despacho. Bueno, lo de la firma y lo de las gominolas. Ninguno de sus empleados lo sabía, y, por supuesto, ninguno de sus clientes. Sólo Servandito sabía que, cada mañana, se llenaba los bolsillos de gominolas que se comía a escondidas entre caracolillo y caracolillo.

Algún día iba a tener un disgusto. Seguro.

En el médico…

El viejo se queja de dolor de barriga, y de que ha tenido que ir ya tres veces al water; primero un retortijón y luego todo líquido, como si descarrilara, dice…
Antes de que el médico le diga que se tumbe en la camilla el viejo tiene ya las manos sobre la hebilla del cinturón, dando por hecho que tendrá que aflojarlo y bajarse los pantalones. Este médico es de los que miran, no es de los que recetan sin mirar, y sin preguntar más que «¿qué le pasa?», de modo que es normal que el viejo empiece a desnudarse cuando él le señala la camilla.
La mujer, delgada y oscura toda ella como un sarmiento se acerca solícita cuando el marido se tumba, para ayudar a desnudarlo, como terreno conocido, y el viejo se queda ya en la camilla, como desvalido. Los pantalones están manchados de salpicaduras de barro en los bajos, y las botas de labor llenas de tierra seca, y, puesto que es verano, y no hay barro en los caminos, debe ser que ha estado regando en el huerto antes de venir, quizás por la mañana. La mujer se afana en sacarle la camisa sin desabrochar, y sin quitar el cinturón aún, y levanta los faldones de tela amarronada por el sudor y el polvo acumulados durante días. El viejo se deja hacer mientras ella, resuelta, deja al descubierto los calzoncillos, demasiado blancos bajo aquella ropa de trabajo, demasiado nuevos comparados con la camiseta de bordes raídos que asoma bajo la camisa de cuadros.
Mientras espera a que el médico haga, ella se retira satisfecha, y se queda de pie al otro lado de la camilla, con los brazos a lo largo del cuerpo y las manos recogidas como en el regazo, tranquila, orgullosa por haber hecho que el viejo se cambiara de ropa interior antes de salir de casa. Ya se lo decía ella…

San Fermín

El encierro, es decir, los toros, los cabestros y un número incontable de personas, se dirige hacia la plaza atropelladamente. Como siempre, en los días del fin de semana, más gente de la recomendable, si es que este  criterio tiene cabida en estas fiestas, se suma a la calle, al alcohol, a la adrenalina, a los cinco minutos de gloria, y, como cada día de fin de semana de fiesta torera, más atropellos, más apuros, más codazos, más golpes contra las empalizadas, más puntazos…y más confianza en que el santo protegerá a los mozos extendiendo su manto para ellos. Demasiado pequeño el manto; demasiada paranoica la fe en esa protección cuando una de las puertas de la plaza permanece cerrada y, primero los mozos, y luego los animales, se estrellan contra ella y contra el amasijo de gente que tapona la entrada.

 

El hombre está en el tendido, de modo que puede ver bien la llegada a la plaza y la entrada en los toriles. Está llegando muchísima gente, no demasiado rápido, pero son tantos, que, desde lejos, queda bonito el baile de los trajes blancos y los pañuelos rojos en la cintura y el cuello. Parece una coreografía bien ensayada, hasta que unos cuantos caen, ya en la arena; quizás el primero resbaló, o tropezó, o, simplemente, se dejó llevar por el agotamiento de tantas  noches de alcohol e insomnio, y los demás acaban tropezando y cayendo también sobre él. Parecen autómatas, porque no dejan de llegar y de caer, y, son tantos, que no se puede abrir la puerta contra ellos y no se puede deshacer el nudo de brazos y piernas que va creciendo y creciendo entre el desconcierto de la gente. Algunos, en los tendidos, gritan desaforadamente como vía de escape para sí mismos, porque el griterío llega a los que vienen por el callejón, y a la propia manada, pero nadie sabe entender el por qué de tanta algarabía desesperada para avisar a nadie de lo que está pasando. Algunos gritan y otros no pueden abrir la boca.

 

El hombre no puede ni pestañear, tiene la mirada fija en la entrada de la plaza y no se atreve ni a  respirar, como si con cada inspiración suya, fuera a quitarle el aire a los que, dentro del montón, son incapaces de moverse. Algunos gatean por encima de las cabezas, aferrándose a los brazos de los que intentan escalar el vacío y nadie los sostiene. Los toros y los cabestros solo empujan, tampoco ellos encuentran la salida; no embisten, pero pisotean a todos hasta que alguien consigue abrir una puerta lateral y los bichos escapan por ella.

 

El hombre solo puede pensar en la cantidad de toneladas que están soportando los que están debajo del montón; están tan apretados que tiene la sensación de que los que tiran de ellos para sacarlos van a acabar descuartizándolos, sin conseguir liberarlos. Él sabe lo que se siente, él sabe lo que es querer respirar y no poder hacerlo, lo que es sentir que tus pulmones son negros y están vacíos y compactos y tú quieres que se llenen de aire y de luz y se vuelvan blancos. Siempre lo ha vivido así, negro, oscuridad, asfixia, ahogo, muerte… Se encuentra tan paralizado que piensa que sus costillas tampoco pueden moverse para darle un poco de aliento; ha comenzado a sudar, tanto, que innumerables gotas han empapado ya su piel y su ropa. Nota una presión en el pecho, pero no es nada comparado con el frío que le invade, como si estuviera desnudo sobre mármol…

 

Cuando de la montonera sacan a un joven desvanecido y pálido,  el hombre lleva ya quince segundos con una puñalada en el pecho. Le queda vida suficiente para aferrarse al brazo del hombre que tiene al lado en el tendido, sin hablar, sin gritar. Su expresión de angustia lo explica todo; y escucha, desde muy lejos, como piden ayuda a los sanitarios.

 

El balance de la jornada es de 23 heridos, 19 de ellos con lesiones por aplastamiento, de los cuales dos están muy graves. Hay que señalar, también, un infarto en la grada.

Guantánamo

Me desayuno esta mañana con la noticia de que Estados Unidos va a respetar el Ramadán para los presos de Guantánamo, y, por este motivo, no va a forzar la alimentación durante el día ni a los presos que mantiene atados ni a los que están en huelga de hambre… Qué detalle, qué considerados!!!.

La náusea me dura aún, a pesar del café solo que me ayuda a despertar cada mañana y me prepara el estómago para tragar sapos como éste. ¡¡Diez años ya, qué corto se me ha hecho a mí, que estoy fuera y soy tan inconsciente que no me siento amenazada!!! Diez años de privación de libertad, a espaldas de toda legalidad nacional o internacional, atropellando los derechos de unos pocos, y de sus familias, y de sus amigos, que ya no tendrán, y de sus conocidos, que quizás renieguen de cualquier relación y de cualquier trato con ellos…

La comunidad internacional no ha hecho ni hace nada al respecto. O peor aún, no solo consiente con una aquiescencia servil, sino que premia al representante del Tío Sam con el Nobel de la Paz.

Alfred Nobel destinó gran parte de su riqueza, adquirida gracias a la enorme destrucción que generaron sus invenciones sobre explosivos, a la Fundación Nobel, en un intento hipócrita de redención. No ha pasado tanto tiempo, ni somos tan diferentes.

Políticos

Ante el gravísimo accidente de autobús en Ávila, el ministro del Interior anuncia que se plantean establecer el límite de 70 km por hora para los autobuses que no llevan cinturones de seguridad.

El ministro visita la zona, y habla. No sé si piensan los políticos que sufrimos que esa es la actitud que esperamos de ellos con arreglo a su cargo.

No se le ocurre mejorar el transporte de viajeros por ferrocarril, que todos sabemos tiene un índice de siniestralidad muchísimo menor, salvo si hablamos de atentados, ahora que se están empleando a fondo para destrozar lo que queda de Renfe y tienen que salir los vecinos de los pueblos afectados a protestar porque sus niños se pasan la vida en el camino si les quitan el tren.

No se le ocurre que se instalen cinturones de seguridad en todos los autobuses que no los llevan por ser más antiguos que la normativa que les obliga a ello, o impedir que circulen si no están adaptados a dichas normas.

No se le ocurre pensar que un autobús que circula a 70 km/h por la carretera estorba al resto de vehículos que circulan por la misma vía, en el mejor de los casos.

No sabe el señor ministro, ni lo pregunta, ni parece que sus asesores sean capaces de informarle, de que un accidente de tráfico a 70 km/h en el que una persona sale despedida del vehículo por no llevar cinturón de seguridad, tiene también muchísimas probabilidades de ser mortal.

Cuando se conoce que el único responsable del accidente ha sido el conductor, que se ha quedado dormido al volante, el ministro, raudo y veloz, tiene la solución, restrictiva, como ocurre siempre en este país que no acaba de salir de la cultura del post-franquismo, donde parece que es mejor prohibir que educar, poner límites en lugar de practicar responsabilidades.

Deberíamos exigir a nuestros políticos que fueran medianamente inteligentes, que respetaran nuestra inteligencia, que la tenemos, y que tuvieran un mínimo de sentido común. Sólo eso.

Por fin, la vida…

Siempre fue el miedo. El miedo a los otros, o, quizás, simplemente era el miedo a verse a sí mismo tan desnudo y tan indefenso. Miedo a salir del refugio que le proporcionaba vivir en la sombra, siempre con la tentación de escribir lo que pensaba o lo que sentía, y siempre resistiéndose a caer en ella.

En algún momento indefinido, en algún momento sedimentado por muchos momentos previos, la muralla a su alrededor empezó a derrumbarse, la fortaleza que le protegía fue ya una cárcel, y se emborrachó de viento fresco y de luz para dejarse ir hacia la vida que le esperaba. Había necesitado muchos años, muchos caminos recorridos, muchos temores, muchas renuncias hasta asumir que había llegado el momento de ceder, de dejar de resistirse. Había llegado el momento de ser él mismo a pesar de todo, a pesar de sí mismo también.