Diario de Pepín. Día 5

Esta mañana, cuando hemos salido a pasear, en los jardines estaba lloviendo desde abajo, y dos palomas se metían bajo el agua y separaban las plumas para mojarse. Pero yo no soy una paloma, y no me gusta pisar los charcos que se forman en la calle. Por eso me paré al borde y mamá tiró de mí hasta que me mojé, porque no había por dónde pasar si no era por encima.

Hoy me ha llevado a otro jardín diferente, yo creo que ella se aburre de ver todos los días el mismo, pero yo no porque cada vez hay algo nuevo o se puede mirar desde más cerca. El caso es que venía un hombre hacia nosotros, andaba despacio y llevaba un bastón, y, al llegar adonde estábamos, me ha mirado y le ha dicho a mamá “¡seguro que lo lleva para defensa personal!” y se ha reído. Yo creo que se ha reído de mí, pero, como mamá no se ha enfadado, y también se ha reído, supongo que no  lo ha dicho de malas.

Luego, mamá me ha llevado otra vez a la veterinaria. Siempre es lo mismo, se mete unos tubos largos en las orejas y me pone una cosa en el pecho, me toca los huevos y me pincha. Yo no me quejo porque me hago el grande, pero no es una cosa para disfrutar. Mamá dijo que pesaba 3 kg y 100 gramos y la veterinaria dijo que se veía desde el principio que yo era muy listo. Hoy no, pero el próximo día que vuelva a verla le voy a hacer unos mimos.

Aunque yo soy muy listo, no puedo cambiar mi naturaleza de perro, y, al entrar en casa, antes de que mamá se diera cuenta, salí corriendo hasta el arenero de Sofía y me metí sus cacas en la boca. Es que, las cacas de Sofía huelen muy bien, como una golosina de las ricas, pero mamá se puso a reñirme y yo las solté y ella las recogió con un papel y me dijo, muy seria, que me iba a lavar la boca con jabón. No sé muy bien qué es eso, pero sonó mucho peor que ir a la veterinaria.

El principio de las cosas.

Ya de chica, cuando su abuela la llevaba al parque, no paraba quieta ni un momento, correteaba con el bolsito colgando, el bolso con forma de perro que le trajeron los Reyes Magos hacía dos años, cuando era tan pequeña que pensó que era un perrito de verdad y lo llamaba y le ofrecía golosinas sin que el perro se inmutara, hasta que, una mañana, al cabo de seis o siete días sin respuesta, vio que el animal tenía la panza abierta y mamá metía allí su merienda para la guardería. Debió ser la primera vez que se dio cuenta de que nada es lo que parece.

Por eso, se dejaba rodear de palomas en la plaza, y las oseaba para que se alejaran volando, no fuera a ser que tampoco fueran palomas, y se pasmaba, aguantando en cuclillas sobre la hilera de hormigas, tan pequeñas y tan ordenadas, medio ocultas bajo cargas tambaleantes, y levantaba luego la vista para reconocerse de nuevo entre gente que pasaba sin mirar a ninguna parte, sin ver palomas, ni hormigas, ni niñas que querían tocarlo todo y mirarlo todo y aprenderlo todo.

SETUBAL 6

A veces lo hago…

A veces lo hago; perderme –literalmente, perderme-,  entre la gente de la ciudad. Salgo sin rumbo fijo, sin nada en particular de qué ocuparme, y camino por las calles del casco antiguo, o, por el contrario, me dirijo a las calles más comerciales, llenas de gente dispar que conversa y carga con bolsas, como anuncios andantes. Camino entonces como un sonámbulo que trata de orientarse, mirando todo y a casi todos, como si pasara las hojas de un libro para echar un vistazo rápido, dispuesto a sorprenderme siempre de los ojos que me devuelven la mirada al pasar. Mirar gente desconocida y que esa gente repare en mí me produce siempre una sensación de nudo en el estómago, me parece que quieren decirme mucho más de lo que yo soy capaz de percibir durante los pocos segundos que dura el contacto. De hecho, cuando esto sucede, cuando yo miro a alguien de forma aparentemente distraída, y ese alguien me mira a mí, se desdibuja todo lo demás, la ciudad misma, el aire, la luz, los otros, y solo tomo conciencia de sus ojos profundos, habladores, interrogantes.

Los días en que las calles están demasiado llenas, no; no soporto los codazos o los empujones, me agobian muchísimo, sobre todo si pienso en los niños pequeños que caminan de la mano de sus padres y lo hacen perdidos en un bosque de piernas, sin llegar a ver nunca, desde tan abajo, las caras de los transeúntes con los que se cruzan, esquivando los bolsos de mujeres descuidadas, que siempre se balancean a la altura de sus cabecitas.

Puesto que la ciudad cambia constantemente, he decidido que me gusta verla recién levantada, medio dormida y medio despierta, con la cara lavada y las ventanas abiertas para dar paso a esa luz dorada de las primeras horas del día, la que apenas calienta aún, la que no agobia,  la que lo baña todo de dulces promesas. Me gusta estrenar el día en las calles desiertas, donde solo me cruzo con algún estudiante en bicicleta, o con la gente que prepara las terrazas de las cafeterías para la invasión que les espera –en invierno, no, en invierno, los pocos que se atreven a caminar “bajo cero”, ahuecan los hombros para proteger la cabeza entre las solapas levantadas de los abrigos, mientras el aliento gélido camina por delante de las bocas-. Me resultan familiares los sonidos y los olores de esas primeras horas, puedo escuchar el zureo de las palomas y el canto enloquecedor de los pardales que atosigan los árboles y enmudecen cuando das una palmada al aire; y el sonido de las mangueras a presión rociando las aceras para devolverlas pulcras otra vez y arrastrar las huellas de la vida nocturna. Me gusta el olor a pan reciente, y a café recién hecho, y a churros calientes y tostadas –en cada sitio, un olor, siempre el mismo, como una identidad flotante y acogedora que me envuelve y mece y adormece mi cerebro como una nana intemporal-.

Sí, a veces lo hago; me siento inmortal por estas calles, mirándome en los ojos de los desconocidos…

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