Nunca

Él nunca le dijo que la quería. Ella nunca se lo preguntó; tenía miedo de que le dijera que la quería mucho, y, en el amor, querer mucho es siempre querer menos de lo que hay que querer.

Ahora ya nada importaba, tan solo quedaba este desgarro que no le dejaba vivir: ¿y si ella nunca llegó a saberlo? ¿y si, en el momento de su muerte, no tuvo la certeza de cuánto la había querido? Y, apretando los puños, volvía a gritar en silencio: “Te quiero. Lo sabes ¿verdad? Te quiero.”

El encuentro

Por aquel entonces empecé a salir a la calle casi a diario. Me lo impuse como una disciplina porque la casa se me caía encima cuando no estaba trabajando. Tu ausencia lo llenaba todo; el hueco que tú habías dejado se comportaba como un agujero negro que todo lo engullía, los espacios, el tiempo, la memoria… Me acostumbré a deambular sin prisa –nadie me esperaba ya a mi vuelta-, forzándome a ver prestando atención, a mirar a mi alrededor, a la gente que pasaba sin prisa, a los turistas que se agolpaban alrededor de su guía, las fachadas de las casas solariegas o las iglesias en las que yo nunca entraba.

Una tarde estaba observando la huella del tiempo en las piedras de la fachada de una pequeña iglesia, aledaña a un convento de clausura. Eran piedras blandas, mermadas por la humedad y por los siglos. Pasé la mano por las que quedaban a la altura de mis ojos y los dedos pulverizaron la superficie con un roce mínimo. Aquella fragilidad, manteniendo la iglesia en pie durante siglos, me pareció una alegoría de mí mismo, tan frágil, tan sensible y, sin embargo, la imagen viva de la resiliencia.

Cuando ya me marchaba vi que, entre dos piedras, había un papel blanco, doblado y colocado en el fondo de la angostura. Hundí la mano tanto como pude en la hendidura y llegué a él con la punta de los dedos. Me costó maniobrar un poco para poder cogerlo pero, finalmente, me hice con él. Era un trozo de papel recortado con torpeza de otro más grande y doblado cuidadosamente en cuatro. En él alguien –no sé si hombre o mujer, no tenía una letra característica- había escrito torpemente una fecha -tres meses antes de aquel día- y, debajo, una confesión de pesimismo, de desesperanza, de despedida. Parecía la nota de un suicida, de hecho, parecía despedirse de alguien o de todo. Me sorprendió encontrarla allí. Pensé que, si era broma, se trataba de una broma macabra, y, de ser sincero aquel escrito, por qué dejarlo allí, donde nadie podría leerlo, o quizás, con la esperanza de que, precisamente, alguien anónimo y ajeno lo leyera. Pensé que esa misma nota, encontrada en otro lugar, en la casa o en el lugar de trabajo, sería la forma de despedirse de un hombre o de una mujer solos y desesperanzados, pero, en la pared de una iglesia, era un grito desgarrador por una fe que habían perdido -el hombre o la mujer- o que nunca habían tenido; un reproche, un reparto de culpas, quizás, por haber buscado refugio allí y haber fracasado.

Que yo encontrara aquella nota tres meses después de ser escrita no solucionaba nada, al contrario, provocaba en mí una tormenta interior, un mar de dudas, sobre lo que finalmente habría ocurrido con su autor o autora; si se habría suicidado, como daba a entender en ella, o habría encontrado un resquicio de esperanza y de valor para seguir viviendo, para seguir luchando. No sé por qué pero no fui capaz de devolver el papel a su sitio –el sitio donde lo había encontrado-; quizás pensé que su sitio cierto estaba conmigo, como si me hubiera estado esperando durante tres meses, hasta mi llegada, como si, de entre todos los pobladores de la ciudad y todos los que solo pasan por ella, me hubiera señalado a mí, como su destinatario. Sentí que debía quedármelo, protegerlo –quizás intentaba proteger a su autor o autora-, como un depósito, como si, al guardarlo yo, algo de la memoria de aquel desconocido o desconocida permaneciera aún en este mundo, en mi propia memoria, sin recuerdos previos, como un intruso invasor que ya siempre me acompaña.

De “Las memorias de Ismael Blanco”

Papeles

Rebuscaba papeles para destruir -nos van a comer los papeles, decías a veces-, y era como si cada uno de ellos, de los que iba seleccionando para la chimenea, me fuera arrancado en algún punto de su agonía, como cuando tú saneabas las plantas en casa y arrancabas las hojas muertas que, aun exangües, no habían llegado a caer.  

No fueron muchos, aún no podía desprenderme de todos ellos. Necesitaba primero dejar de sentirlos para luego dejar de verlos. Bajo la portada de un libro viejo, asomando una esquina desgastada, encontré este poema.  Lo leí dos o tres veces, recordando el momento exacto en el que lo escribí y lo guardé de nuevo, cuidadosamente, en aquel viejo libro, en aquella memoria vieja que me ayudaba a vivir.

«Llegó el otoño a mi valle y todo

lo cubrió de rojos,

de ocres y de sienas…

Después, el invierno dibujó los grises

y el viento ululó entre los árboles,

el frío dibujó estrellas

de hielo

y la noche quiso ser eterna…

Pero ya no tuve miedo

porque yo vislumbré

tu nombre entre la niebla».

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

El baile

Por la tarde a ella le gusta tomarse un té verde, sentada a la mesa que está junto a la ventana. Antes tomaba café, solo y sin azúcar, corto y fuerte, pero el café, como otras tantas cosas, aguanta mal el paso del tiempo, y se enfría rápidamente y pierde sabor y esencia, y se convierte en un brebaje apto solo para los que no les gusta el café. Por eso, como cada vez le lleva más tiempo ver la vida desde la ventana en esa hora mágica, decidió, años atrás, decantarse por el té verde, que le calienta las manos y el estómago durante mucho más tiempo, pero de una forma tan tenue, tan desvaída, que, irremediablemente, le trae el recuerdo del sabor intenso, amaderado y ardiente del café expreso.

Él, mientras ella se asoma a la ventana, lee el periódico. En papel, siempre le gustó el olor de la tinta y la amplitud de miras del papel escrito; siempre tuvo la sensación de que leer en un libro digital o en una pantalla era demasiado restrictivo, demasiado plano, demasiado poco. De vez en cuando, levanta la vista del periódico para observarla. Han pasado los años pero sigue siendo tan guapa, tan serenamente bella, que mirarla siempre le sosiega, incluso cuando la sorprende con la mirada perdida, lejos de él y lejos de todo. A veces, con bastante frecuencia aún, el hecho de que él la observe tiene un efecto mágico, y ella se vuelve como si hubiera escuchado su llamada muda, y le sonríe con los ojos y con los labios, como cuando, muchos años atrás, corría hacia él al verse, y se abrazaban y se besaban sin saber cuándo parar.

Él se levanta con torpeza del sofá; le cuesta empezar a andar, su cuerpo, escrupuloso y desafiante, se empeña en llevar la cuenta del tiempo vivido. Se acerca al viejo tocadiscos y escoge uno de los vinilos que se ordenan al lado. Le gusta escuchar el rascado de la aguja antes de que la música llegue. Cuando empieza a sonar se acerca a ella para invitarla a bailar, su brazo derecho rodeando una cintura imaginaria, y la mano izquierda elevada, esperando otra mano que se apoye allí. Entonces, ella retorna, sonriendo, al instante certero en el que él está, se encierra en el anillo de su brazo, apoya la cabeza sobre su hombro y acuna su mano en la mano de él. Y se deja llevar hasta los rincones de su memoria. Y se besan como entonces, como si el tiempo no fuera capaz de destruir el aroma del café.

Niebla

Cada día le cuesta más bajarse de la cama y ponerse en marcha, diríase que tiene que recomponer el esqueleto antes de dar el primer paso. La artrosis ha ido agarrotando sus articulaciones y los años han ido haciendo mella en su cabeza. Solo sus ojitos brillantes siguen siendo los mismos de entonces, la misma chispa de aquel tiempo, cuando aún era joven.

Cada día friega los cacharros del desayuno y sale al porche, se sienta en la mecedora y se balancea despacio, las rodillas bajo una mantita que le da el calor que ya le falta. Y pone en marcha su gimnasia mental. Intenta recordar nombres, anécdotas, caras amigas – hace ya tiempo que olvidó las caras de los que no lo son-, pero se da cuenta de que la niebla es cada vez más espesa y más cercana. Aun así, hay algo que recuerda con absoluta claridad: sus manos. Aquellas manos recias, acostumbradas a trabajar, grandes, masculinas; aquellas manos que eran su fortaleza, que descansaban leves en su cintura cuando dormía a su lado, aquellas manos dulces que enmarcaban su cara para besarla con tanta delicadeza que a ella le parecían alas de ángeles ayudándola a volar.

Eso sí que lo recordaba. Eso sí se lo llevaría a la tumba, huyendo de la niebla.

El lago

Cuando escribo estas páginas me doy cuenta de que escribo para ti, Isabel, aunque tú nunca llegues a leerlo.  

Todo lo que guardamos dentro de nosotros puede aflorar sin previo aviso. Todo lo que hemos vivido queda dormido en nuestro interior, incluso creemos que ha muerto, pero despierta de golpe cuando alguien presiona el interruptor adecuado.

Ayer, como muchas veces antes, me acerqué paseando hasta el lago. Me gusta sentarme en un banco, con un libro, y, de vez en cuando, levantar la vista y embeberme de aquella tranquilidad, es como un bálsamo para mi corazón maltrecho.

Yo creía que estaba solo, el agua como una lámina de plata al atardecer, pero, cuando levanté la vista, vi que una mujer joven se había acercado a la orilla y miraba, inmóvil, la cabeza erguida, no lejos de mí, hacia el horizonte. Vi también que un hombre se acercaba, caminando despacio, mirando en su dirección y al lago. Se quedó detrás de ella y la abrazó por la cintura, la mujer se acurrucó amoldando su espalda al cuerpo de él y recogió con sus brazos los brazos que la abrazaban. Él escondió su cara en el hueco de su cuello y comenzó a besarla, una, dos, tres veces…, hasta que ella se volvió y se besaron en los labios, muy, muy despacio. Al poco se alejaron, abrazados, y, seguro que ni siquiera se dieron cuenta de que yo los observaba.

Aún me quedé unos minutos allí, esperando suavizar el arañazo que me hería la garganta. Luego, ya en calma, seguí recordando, recordándote, seguí cogiéndote por la cintura y besando el hueco de tu cuello, como tantas otras veces, cuando estabas a mi lado.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

En la madurez

A veces pienso si no miraré demasiado, demasiadas veces, atrás. Pero me doy cuenta de que no es la frecuencia, sino la forma de recordar, lo que importa. El pasado me ayuda a entender mi vida, me ayuda a saber cómo he llegado hasta aquí. No está mal repasarlo, como en las clases repasábamos lo ya aprendido para afianzar los conceptos.

Soy consciente del paso del tiempo. Cuando joven, parecía que todo se daba por añadidura, que la vida era inacabable o el fin estaba tan lejos que nunca llegaría a verlo. Ahora, sé exactamente el lugar que ocupo, en el filo de la navaja.

Ahora cuenta cada minuto, porque cada minuto es un grano de arena en mi reloj.

Ahora es cuando no puedo permitirme tiempos muertos, cuando, en lugar de beberme la vida a tragos, he de saborear cada gota, cada momento, he de mantener todos mis sentidos despiertos y alerta.

No, no tengo miedo a la muerte, si acaso, tengo miedo de morir sin haber vivido.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

El pueblo

No fui feliz allí, pero no me di cuenta hasta mucho tiempo después. En realidad fue la pregunta de Pablo la que me hizo despertar. Me preguntó si, ahora que ya no trabajaba, iba a volverme al pueblo. Y le dije que no.

Me sorprendió la pregunta, me pareció fuera de lugar, una ocurrencia desafortunada. Pero el único que estaba fuera de lugar era yo. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza algo así, y, ahora que la pregunta de Pablo me obligaba a recapacitar, me daba cuenta de que nunca había pensado en volver, de que nunca había querido volver allí.

Cuando era niño me sentía fuera de lugar. Probablemente me habría pasado lo mismo en cualquier otro sitio, pero era allí donde estaba. No encajaba bien entre los otros niños, que me hacían sentir diferente. Y la gente del pueblo… Siempre los he visto como fuego amigo, tan peligroso que puede matarte. Siempre tuve la sensación de que me acechaban, de que, a cada paso o con cada gesto, una doble sombra me seguía, la mía y la que ellos dibujaban. Siempre bajo su mirada crítica; siempre bajo su juicio inapelable.

Me marché en cuanto pude, y creo que nunca sentí nostalgia ni del lugar ni de los momentos. Volví muchas veces, claro. Mientras vivieron mis padres volví a menudo, pero nunca paré lo suficiente como para que algo o alguien me hicieran cambiar de opinión. Por eso ahora, que puedo disponer del tiempo, podría regresar a cualquiera de los otros pueblos donde viví después y dónde fui feliz a veces. Pero al mío, no.

(De las memorias de Ismael Blanco)

Escribir

Escribir para redimirse, para ser uno mismo.

 

Fíjate que, llegado este momento, no recuerdo si, cuando tú y yo estábamos juntos, yo ya escribía. Supongo que sí, porque esto de escribir fue siempre conmigo –desde chiquitito, diría mi madre, que escribía en los cuadernos sin copiar de ningún sitio, y, cuando le preguntabas que qué estaba escribiendo, siempre decía, “cosas”…-.  Pero yo no lo recuerdo, Isabel. ¿Recuerdas, acaso, el hecho de respirar o de comer o de dormir cada día desde que eras niño? No, sabes que has tenido que respirar y has tenido que comer y has tenido que dormir; pero solo recuerdas el día que pasaste hambre o la noche que tuviste una pesadilla y creíste que te ibas a morir…

Algo así debe sucederme a mí. Echo la vista atrás y me veo…, en realidad no me veo, no acierto a distinguir mi imagen, no alcanzo a verme como el protagonista de mi vida ni tampoco me veo como un mero espectador. Ni dentro ni fuera de mí. Recuerdo, eso sí, las decisiones que he tomado en la vida, las importantes, claro, las que te hacen elegir un camino y dejar los otros, y, sobre todo, recuerdo las que otros tomaron por mí: no es lo mismo caminar que hacer el camino arrastrado por otro.

Quizás ahí radique todo, en que vivo mi vida cada día igual que respiro, como o duermo y solo recuerdo los momentos en que el aire se enrarece a mi alrededor, y yo boqueo y el aire no me llega adentro, y, cuando ya me parece que ni siquiera soy yo, emerge la memoria de mi vida, de la vida que alguna vez he elegido, y vuelvo a escribir. Porque solo escribir me reconcilia conmigo mismo, con lo que he querido ser y con lo que soy.

Por eso no guardo memoria de si escribía cuando estábamos juntos, Isabel, pero sí recuerdo la necesidad inevitable de escribir después.

(De las memorias de Ismael Blanco)

De la memoria

Hace dos años la llevaron al hospital. Esa fue la primera vez de muchas veces después. Estaba tomando un café en un bar y vio en la mesa de al lado una mano masculina que movía la cucharilla al revés. Y todo desapareció a su alrededor. Luego dijeron que estaba ausente, sin moverse, sin hablar, y  los camareros llamaron a una ambulancia porque tuvieron miedo de que le hubiera dado algo. Ella no entendía por qué tanta preocupación, tan solo había estado recordando la primera vez que lo vio, hacía tanto tiempo ya; otra mano, en otro bar y en otra primavera, moviendo al revés la cucharilla del café y cambiando su vida solitaria por una vida entre dos.

Después siguieron algunos hospitales más, y más médicos manoseando su cerebro, buscando no se sabe qué para ponerlo en un largo informe; y nuevas consultas y nuevos medicamentos que ella, cuidadosamente, ordenaba como un puzle en el cajón de la mesilla.

En los últimos meses había conseguido volver a él  con mucha más frecuencia. Cualquier cosa le servía para llevarla al fondo de su memoria juntos y quedarse allí las horas muertas. Apenas salía ya de casa porque si el recuerdo la asaltaba en medio de la calle o entre gente, siempre había alguien que llamaba a una ambulancia. Y vuelta a empezar.

Hasta hoy. Hoy, un portazo por una ventana abierta le trajo a la memoria otros portazos con las ventanas cerradas, y súplicas, y lágrimas, y soledad. Y abrió el cajón de la mesilla y sacó la caja intacta de la última receta y vació en su mano y en su boca todas las pastillas. Y tragó despacio los momentos amargos, y se tumbó en la cama para que él supiera donde encontrarla si volvía.