Diario de Pepín. Día 24

Mamá ha salido riéndose de la ducha porque yo la estaba esperando echado en la alfombra del baño y Sofía se había metido en el cesto de las toallas, que estaba vacío. Los dos allí, esperando a que ella saliera, y sin reñir ni nada. Y con las chanclas a mi lado, que no se las quité como otras veces. ¡Menuda diferencia con la otra noche, que, como no podía entrar y salir del arenero de Sofía, conseguí moverlo hasta la mitad de la cocina, y así ya tuve sitio para entrar y salir cómodamente! ¡Cómo se enfadó mamá cuando vio todo el suelo lleno de caca…!

Me gustan los domingos; ahora que sé que vienen después de los sábados y tampoco vamos a la oficina. Quizás por eso de no tener que ir a la oficina, hoy hemos dado una vuelta larguísima, he ido por sitios que nunca había olido, y  mamá estaba contenta porque, como no tenía que oler cada centímetro, íbamos más de prisa que otras veces. Lo único malo de la vuelta de los domingos es que, mientras caminamos, ella va hablando siempre con una mujer que habla igual que mamá pero que no es mamá, y entonces me hace menos caso. Bueno, en realidad sí me hace caso, porque esta mañana quise aprovechar y echar a correr lejos y mamá en seguida me llamó porque cerca pasaban coches.

Luego, como es domingo, mamá ha estado mucho tiempo en casa y yo he estado a su lado en el sofá, o vigilando si caía algo de la encimera cuando cocinaba. Los domingos mamá cocina más que el resto de la semana y la cocina huele muy rico, pero a mí me ha puesto las mismas bolitas de siempre en el comedero. Eso sí, como premio, me ha dado un trocito de zanahoria.

Conversaciones

Hablaban de cocina. De las recetas nuevas que cada uno se aventuraba a probar o de las recetas antiguas heredadas de madre. A veces comentaban anécdotas del día a día, y, muchas otras, relataban como una aventura la espera en la caja del supermercado o el saludo de la vecina del quinto, que apenas habla con nadie. Todo, con tal de llamarse por teléfono todos los días. Cualquier conversación para poder decir después: “Te llamo mañana, ¿vale? Te llamo mañana y te cuento”.

Y ella se queda mirando el teléfono apagado como si él siguiera allí, con esa tibieza que le queda en el pecho cada día después de hablar con él, cuando deja anidar allí el deseo de que llegue mañana y el temor de que él reconozca cuánto amor esconde ella tras aquellas nimiedades. El temor de que no vuelva a llamar ni a responder a sus llamadas.

Y él sopesa el teléfono apagado en la mano, dudando de si mañana será capaz de decirle al fin cuánto la necesita a su lado, no vaya a ser que ella se asuste y no vuelva a llamarle. O no vuelva a responder a sus llamadas.

Cocinillas.

Como pudo se empinó y alcanzó el libro de la estantería. La última vez que mamá buscó en él una receta lo colocó en la balda de abajo y ahí llevaba ya más de tres meses.  Le picó la curiosidad para ver si ella sería capaz de cocinar algo para papá y para mamá, bueno, y también para Quique, aunque no parecía que Quique fuera capaz de comerse cualquier cosa que nadie fuera capaz de cocinar, a no ser esos purés asquerosos con aspecto de caca. Hojeando, hojeando, se fijó en una receta que tenía una llamativa etiqueta con la palabra “Muy fácil” y una enigmática palabra que no conocía, “papillote”.

Leyó con atención y entonces se dio cuenta. De cuando en cuando, mamá andaba por casa con la cabeza envuelta en papel de aluminio, apareciendo después con un aspecto completamente cambiado. Eso era, mamá se hacía la cabeza al papillote, seguramente esa era la razón de que mamá fuera capaz de adivinar todo lo que pensaban o podían pensar papá, ella misma o Quique; incluso Sixto, el gato, parecía previsible para el cerebro “al papillote” de mamá.

De nuevo, al cabo de unos días, mamá salió del baño con la cabeza brillante y plateada. Ella le preguntó y mamá dijo que se teñía el pelo, pero ella sabía que eso sólo era una disculpa.