Diario de Pepín. Día 123

La hora de la siesta es un problema. ¡Con lo que a mí me gusta pegar un brinco y ponerme encima de mamá! Pero esa es la cuestión, encima de mamá. Y es que Sofía también quiere dormirse encima de mamá, y mamá no tiene tanto trozo para repartir…

Al final, nos acomodamos, unas veces yo me pongo entre sus piernas y Sofía en su pecho, otras al revés, y otras nos queremos quitar el sitio uno al otro y mamá se enfada porque no la dejamos dormir.

Mamá dice que yo soy un listo, porque me subo primero, e intento ocupar todo el sitio posible para no dejar espacio a Sofía, y luego me  hago el distraído, como si no fuera conmigo la cosa, cuando ella empieza a remolonear alrededor buscando un hueco. A veces nos olisqueamos como si nos estuviéramos poniendo a prueba, y hasta me enseña los dientes y me levanta la mano, pero la cosa no llega a mayores. Mamá, cuando nos ve así, nos acaricia a los dos a la vez, una mano para cada uno, y nosotros acabamos poniéndonos de acuerdo. Eso sí, algunos días, a mamá ya no le da tiempo a dormirse.

Diario de Pepín. Día 102

A mí no me hace ninguna gracia que, cuando mamá se tumba en el sofá para echarse la siesta y yo me tumbo encima de ella, llegue Sofía y también quiera subirse. Que somos tres  y el sofá es pequeño… Yo me estiro todo lo que puedo para ocupar mucho y que apenas quede sitio libre, pero no sé cómo se las apaña ella que mamá le dice que suba y, ¡zas!, se coloca encima de su pecho. Y  luego ya no se mueve de allí, ni siquiera como hoy, que he estado lamiéndole el culo a ver si le fastidiaba y se bajaba, pero no, la muy sinvergüenza ha aguantado sin pestañear.

Mira que la cama es grande y Sofía ha dejado de acostarse con nosotros y luego, en el sofá, que es mucho más pequeño, tenemos que estar los tres apretujados… Y no me queda más remedio que aguantarme, claro…

Diario de Pepín. Día 99

Sofía es un poco rarita, o, a lo mejor, es que los gatos hacen cosas raras. Cuando mamá está en el baño, se sube al lavabo para beber agua del grifo. Que luego, la muy tonta, bebe tanta, que, a veces, vomita. El caso es que también bebe del bebedero donde bebo yo. Yo creo que lo del grifo lo hace por darse importancia, para que yo vea cómo es capaz de subirse a los sitios y yo no. Cuando Sofía bebe del bebedero mete primero la mano, y, cuando se la moja, la sacude y luego ya bebe. ¡Como si no supiera que está lleno de agua limpia, que por eso no la ve, porque está limpia y es transparente!

Otra cosa que hace Sofía es salir corriendo al rellano de casa cuando nosotros vamos a salir. Que ella ya sabe que no puede salir a la calle, pero se da una vuelta hasta las escaleras y luego vuelve. Lo que pasa es que, de vez en cuando, intenta subirse a otro piso y nosotros tenemos que estar muy atentos para no dejarla hacer, que luego le da miedo y empieza a maullar y se pone en la puerta que está encima de nuestra casa, como si se le olvidara que ha subido. Los días normales se conforma con dar una vueltita, pero muy lenta, tanto que, si no es por mí, que la meto en casa a la carrera bajo amenaza de subirme encima, nos quedaríamos nosotros sin salir por su culpa, nada más que mirando cómo ella se pasea en nuestras narices.

Lo de las siestas ya lo hemos arreglado; al final yo me quedo entre las piernas de mamá, debajo de la manta, y ella se sube sobre su pecho, mirándola a la cara, y sobre la manta. Así los dos sabemos que estamos, pero, al no vernos, es como si se nos olvidara en seguida.

Diario de Pepín. Día 96

Dice mamá que ya ha caído la primera helada del invierno, sin ser invierno. Yo, hasta ahora, no sabía lo que era eso del invierno, pero ahora ya sé que quiere decir ese frío que me saca lágrimas de los ojos cuando ando por la calle. Yo no puedo ver los tejados de la ciudad porque soy bajito y, además, casi siempre voy mirando al suelo buscando qué olfatear, pero dice mamá que algunos tejados están blancos. Lo que sí he visto, y he probado –aunque mamá no me deja chupar- son unos granos blancos sobre el suelo mojado. Eso debe ser también cosa del invierno, como el abrigo rojo que mamá me pone desde hace días cada vez que salimos a la calle, que, bien es verdad, yo no lo quería al principio e, incluso, cuando me lo quita en casa, la ayudo a quitármelo mordiendo por un extremo para tirar de él, pero también es verdad que, el otro día, que llovía bastante, yo no quise salir hasta que mamá me lo puso, que parecía que estuviera dudando y maldita la gracia que me hace a mí ponerme pingando de agua.

Además de esto del invierno, ha pasado algo extraordinario. Yo estaba comiendo un poquito de yogur que mamá me había puesto en el comedero pequeño y, cuando quise darme cuenta, Sofía estaba a mi lado, tan tranquila, bebiendo agua. Yo hice como que no me enteraba porque, si le digo algo, con la alegría que me dio, sale pitando a subirse a algún lado donde yo no la alcance. A ver si, al final, vamos a acabar siendo amigos… aunque aún es pronto, porque hace unos días me subí encima de ella para abrazarla y tardó nada y  menos en salir corriendo. Lo que sí hemos conseguido es dormir la siesta con mamá –Sofía en su pecho y yo en sus piernas- aunque, para eso, mamá tiene que repartir sus manos y tocarnos a los dos a la vez todo el tiempo. Y parece mentira, pero conseguimos dormir un ratito.

Diario de Pepín. Día 91

Los tres tumbados en el sofá somos demasiada gente. ¡Y mira que mamá tiene paciencia con nosotros! Y es que, cuando mamá se tumba para la siesta, yo me acomodo entre sus piernas. Pero luego llega Sofía y se sube sobre su pecho y se queda allí, tan tranquila, y, entonces, a mí me entran unas ganas terribles de estar donde está Sofía en lugar de donde estoy yo. Y empiezo a mirarla como si no quisiera mirarla, y empiezo a arrimarme para ver si así ella se va… pero no se va, solo rezonga, mamá se da cuenta –yo creo que se da cuenta desde el principio- y entonces me riñe a mí y me dice que siga donde estoy. Pero es que yo ya no quiero seguir donde estoy, y me bajo del sofá para que se den cuenta las dos, que Sofía ni se inmuta, y, luego, me pongo de manos en el borde del sofá para que mamá vea que quiero subirme otra vez pero hago como que  no puedo para que ella me ayude… A veces, llegados a este punto, mamá ya se echa a reír, o se enfada un poco –poco-. Total, que, al final, Sofía se baja porque le molesta que yo le huela el culo cuando está así de relajada y yo me bajo a la camita grande, por si acaso ella quiere ponerse allí.

Y mamá suspira y cierra los ojos…

Diario de Pepín. Día 57

Yo esperaba a mamá en el sofá después de comer -cuando ella se sienta en el sofá yo me pongo a su lado, pero, en cuanto se levanta a por algo, me estiro todo lo que puedo y me coloco, justo, justo, donde ella estaba-. Mamá llegó a tumbarse y yo corrí a por un muñeco para llevarme a la boca mientras ella fuera a dormir la siesta; porque la ciencia de la siesta es ponerme atravesado sobre mamá y seguir jugando con un peluche pequeño, que no sé yo cómo puede dormirse si yo no paro. Sofía, que ya tiene muy poquitos reparos, vino como una bala en cuanto nos vio y, como no se atrevió a ponerse encima también, se subió al sofá y se colocó al ladito justo de mamá. Yo creo que lo que quería Sofía era estar donde yo estaba y hacer lo que yo hacía porque al cabo de un ratito de nada se bajó y nos dejó solos; que lo mismo hace por la noche en la cama, que, si se acuesta con nosotros no aparece con nosotros por la mañana. Luego le dará envidia de mí, pero no se da cuenta de que yo siempre estoy con mamá, solo si ella se marcha y me deja en casa estoy lejos de ella, si no, siempre estoy a su lado o muy cerquita.

Menos esta mañana cuando salimos a caminar. Como no dejo de dar vueltas, a menudo mamá tiene que cambiar de mano la correa y en una de esas, se le cayó la caja esa donde queda recogida automáticamente. Yo me asusté muchísimo con el ruido y empecé a correr despavorido y la caja me perseguía todo el tiempo. Mamá me llamaba a voces y me decía que me parara –tenía miedo de que me perdiera o me pillara un coche- pero yo era incapaz de hacerle caso hasta que la dichosa caja esa se estrelló contra una pared y se paró. Y yo también pude pararme al final. Mamá me cogió en brazos y me dio muchos besitos, pero el susto fue morrocotudo.

Una historia de violencia.

 -¡Elvirita, no te acerques al perro!

El padre de Elvirita grita para que el grito frene a la niña, que corretea descuidadamente alrededor del animal llamando su atención, el perro se asusta un poco al oír aquel vozarrón con tanta premiosidad y abre los ojos y mueve la oreja libre mientras sigue sesteando tumbado en el porche, sin reconocerse amenaza para nadie y, menos aún, para aquella criaturita volandera, y  Elvirita, sorprendida también, se queda en off, con los bracitos levantados como las aspas de un ventilador, con el brinco a medias, y, tras un momento de desconcierto, se aleja de puntillas y algo encogida, retrocediendo con el índice en los labios, en demanda de un silencio cómplice.

Elvirita tiene cuatro años, y no tiene miedo de los perros ni de nada, aunque, cuando su padre grita y se enfada nota que la ropa se le afloja algo y el ombligo se le mete para adentro, un poquito. Cuando pasa esto, ella se queda muy quieta, en medio de cualquier sitio y de cualquier cosa que estuviera haciendo, y el tiempo pasa a su lado, y con el tiempo el peligro, y todo vuelve a la normalidad.

El padre de Elvirita tampoco tiene miedo de los perros, aunque haya gritado a la niña para alejarla de allí. El padre de Elvirita tiene miedo, mucho, muchísimo, de que a la niña le pase algo malo, e intenta protegerla de todo y de todos porque todo puede ser una amenaza para ella. Si un día le pasara algo, sería capaz de cualquier cosa. De cualquier cosa.

El perro no tiene nombre, porque, en realidad, no tiene dueño. Tuvo uno hace unos años, que lo dejó abandonado en un camino cuando aún era un cachorro desorientado, y ahora, cuando erraba por las afueras de aquel pueblo, unos jóvenes desaliñados, recién llegados como él, le dieron comida y agua y él se sintió feliz de merecer atención una vez y movió el rabo muchas veces para demostrarlo, y se quedó allí, por fin en un hogar.

El bochorno de agosto levanta flama sobre el asfalto y el canto de las chicharras penetra en las casas a pesar de los postigos echados. Elvirita y su primo Enrique, tres años mayor que ella, también se han echado la siesta, a la fuerza, como cada día, y aprovechan la ausencia de los demás para trastear a gusto. Juegan al escondite y luego salen al porche desierto, donde el perro duerme, la piel aleteando sobre sus costillas, la lengua asomando en la boca entreabierta. Corretean alrededor del animal pero no consiguen que despierte de su letargo, por lo que Enrique coge una rama tronchada y empieza a azuzar al perro con ella mientras Elvirita observa desde cerca. Cuando la punta de la rama se clava entre las costillas, el perro gruñe y da un rabotazo contorsionándose. Antes de poner las cuatro patas sobre el suelo la boca ya ha enganchado el brazo de Elvirita pero en seguida cede y suelta, solo la marca de los colmillos, como un aviso.

El padre llega desencajado, el llanto de la niña lo ha despertado y aún no sabe ni dónde está. Elvirita llora aunque el brazo no le duele, llora porque se ha asustado al ver la reacción del perro y porque, de inmediato, ha entendido que lo que Enrique estaba haciendo era una de esas cosas que no se deben hacer. Su padre la zarandea como para comprobar que sigue viva, sólo ha sido un susto, dice alguien, pero los alaridos de su padre tapan todo lo demás, incluso el canto de las chicharras ha dejado de escucharse. El perro también se ha asustado y ha reculado un poco esperando que vuelva la calma, y no se resiste cuando el padre de Elvirita lo agarra por el cogote y lo arrastra hacia fuera, ya le ha pasado más veces; sólo gruñe un poco cuando nota la presión en la garganta, cuando se da cuenta de que la cuerda aprieta demasiado y tiran de ella, y lo levantan del suelo. El padre de Elvirita vocifera “¡Te lo dije, te lo dije, que no te acercaras al puto perro!”.

Todos miran, incapaces de reaccionar, mientras el perro bate desesperadamente el aire con las patas, buscando un apoyo inalcanzable. Elvirita no puede moverse, no puede llorar ni puede dejar de mirar ni a su padre enfurecido ni al perro, que se ha dejado morir, exhausto.

Elvirita tiene un agujero inmenso donde debería estar su ombligo. Ni siquiera se da cuenta de que sus sandalias están empapadas porque se ha orinado encima.