El lápiz no obedeció. Volvió la mano y miró la punta para ver si se había roto, pero estaba intacta. Había escrito la A y la M y la O, pero la R, no. Volvió a escribir en el renglón siguiente y el lápiz se volvió a parar en el mismo sitio. Y la tercera, y la cuarta vez. “AMO”, leyó para sí, y se estremeció. Miró a su alrededor y vio las cosas de él dispersas por la habitación; “AMO”, pensó, y tragó saliva con dificultad. Las paredes se movieron hacia ella y temió ahogarse. Se levantó movida por un resorte y corrió hacia la ventana como un asmático, y así estuvo unos minutos, la cabeza afuera, hasta que el aire fresco le devolvió la conciencia. Buscó entonces las llaves de casa y las dejó sobre la cama, junto a la hoja de papel escrito, recogió el lápiz y salió a la calle con lo puesto, hacia la libertad.
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Nunca
Podría dudarse de quién ganó –nunca debió haber guerras ni batallas-. Me has cosificado, me has puesto cadenas y has cercenado mis posibilidades de crecer, pero eso no me convierte en esclavo; esclavo, nunca. Aunque el dolor sea tan profundo que ya forme parte de mí, sigo vivo. Sigo vivo para poder cicatrizar mis heridas, para dar testimonio de mi rebeldía, para demostrarte que podrás destruirme pero nunca, nunca, podrás dominarme.
Leer
Fue el ruido de la puerta al cerrase de golpe lo que la devolvió a la realidad. Incluso se asustó un poco y levantó bruscamente la cabeza mirando alrededor con temor. Cerró el libro y esperó. De nuevo iba a repetirse la misma escena de siempre, su madre, reprochándole que no hubiera hecho las tareas que le había encargado; su hermana, mirándola con un aire entre la reprobación y la conmiseración, y ella, sin saber qué decir, sin entender por qué debía justificar que no quisiera convertirse en una mujer de su casa, por qué odiaba tener que limpiar o coser cuando en los libros la acechaban tantas cosas interesantes, tantas vidas por vivir sin moverse de aquella habitación que era una ventana abierta al mundo, hasta que había llegado su madre son sus estúpidas normas de educación y la había convertido en una cárcel.
Locura de amor.
Cómo no iba a amarla, si nunca me pidió que la dejara libre. Como no iba a amarla, si cada día lucía su traje más brillante para mí y me regalaba lo mejor de sí misma sin esperar nada a cambio, sin exigir una caricia o un gesto de ternura. Ni siquiera ahora, cuando me ahogo en el remordimiento y el alcohol, puedo olvidar sus ojos, esos ojos siempre tan abiertos, y esa mirada que me traspasaba el alma.