Rebuscaba papeles para destruir -nos van a comer los papeles, decías a veces-, y era como si cada uno de ellos, de los que iba seleccionando para la chimenea, me fuera arrancado en algún punto de su agonía, como cuando tú saneabas las plantas en casa y arrancabas las hojas muertas que, aun exangües, no habían llegado a caer.
No fueron muchos, aún no podía desprenderme de todos ellos. Necesitaba primero dejar de sentirlos para luego dejar de verlos. Bajo la portada de un libro viejo, asomando una esquina desgastada, encontré este poema. Lo leí dos o tres veces, recordando el momento exacto en el que lo escribí y lo guardé de nuevo, cuidadosamente, en aquel viejo libro, en aquella memoria vieja que me ayudaba a vivir.
«Llegó el otoño a mi valle y todo
lo cubrió de rojos,
de ocres y de sienas…
Después, el invierno dibujó los grises
y el viento ululó entre los árboles,
el frío dibujó estrellas
de hielo
y la noche quiso ser eterna…
Pero ya no tuve miedo
porque yo vislumbré
tu nombre entre la niebla».
(De «Las memorias de Ismael Blanco»)