Remedios

Remedios duerme poco. Desde la madrugada Remedios espera pacientemente en la cama a que las auxiliares vayan a levantarla; pero en realidad no espera. Remedios no conoce ya la diferencia entre el día y  la noche, entre comer y no comer, entre sus hijos y los extraños, y por eso ya no espera nada de nada ni de nadie. Remedios pasa el día sentada junto a la ventana, las manos sarmentosas descansando sobre la falda, el rostro girado hacia el cristal y la mirada ausente que no reconoce nada allí fuera.

Tan sólo hay un momento, cada día, en que los ojos de Remedios vuelven a brillar y algo que asemeja una sonrisa se dibuja en su boca. Cada tarde, una joven desconocida vestida de blanco, se le acerca y deja sobre la mesa un plato con dos rebanadas de pan frito. Y Remedios vuelve a comer el pan que su padre acaba de freír para el desayuno.

Muletas

Dijo que su marido tenía Alzheimer. Nadie le preguntó por qué llegaba tarde, pero ella, para justificar su tardanza, dijo que su marido tenía Alzheimer.

Cuando tenía veinte años se casó con él para salir de casa de sus padres; cuando tomaba café con sus amigas, él y los maridos de ellas eran su diversión entre cuchicheos y risitas; cuando los niños eran pequeños su marido era el monstruo vengador de las travesuras; cuando tenía que comprometerse con algo, mejor su marido que ella no entendía de esas cosas; cuando había que pagar las facturas,  su marido era el fracasado que nunca pudo darle el nivel de vida que ella se merecía… Y ahora, que ya no podía reprocharle nada porque él ya ni siquiera la conocía, ahora, que una chica rumana se ocupaba de cuidarlo durante 24 horas al día, ella, por fin, era su víctima indiscutible. ¿Por qué, si no, la miraban con esa cara de lástima cuando la gente lo sabía?

Alzheimer

Lleva el bastón en avanzadilla, tambaleante como sus propios pasos, segura solo la mano izquierda, que apoya sobre él, mientras busca con la derecha el respaldo de la silla donde va a sentarse. Me mira un momento con ojos como canicas, inexpresivos y brillantes, que en seguida enfocan lejos, detrás de mí y detrás de todo.

Está. Permanece callada, como a la espera de no se sabe qué, con las manos sarmentosas sobre la mesa, la alianza estrangulando el dedo, y los surcos como de rastrillo en la tez morena. Se deja llevar y responde, obediente, cuando percibe el tono interrogante de los otros,  aunque en seguida notas la fatiga que la invade, la falta de interés.

-¿Cuántos años tienes?

– ¡Uy, muchos…!

-Pero, ¿cuántos tienes? ¿En qué año naciste? ¿Qué día naciste?

Por un momento, los ojos cristalinos parpadean y se mueven al unísono de un lado a otro, buscando algo, la respuesta a tanto interrogante, y, al cabo de unos segundos me mira a mí, tranquila ya, y responde:

-No sé, yo era muy pequeña entonces, y no me acuerdo.