Un hombre corriente

Soy un hombre corriente

que camina

y se alimenta

y trabaja

como todos los demás;

que quiso

creer en Dios

pero no fue posible;

quizá Dios pensó

que no merecía la pena

llegar al fondo de

un hombre tan corriente…

Soy un hombre corriente

que quiso vivir

enamorado

para sentirse inmortal,

y quiso mucho, y,

probablemente,

a él también lo amaron,

pero camina solo,

al lado o delante o detrás

de su sombra…

La sombra de un hombre corriente.       

De las memorias de Ismael Blanco

Los tiempos

Hubo un tiempo, Isabel, al poco de marcharte, en que el dolor era tan intenso que, por momentos, sentía que no podría resistirlo. La angustia lo ocupaba todo. Quizás éramos demasiado jóvenes entonces, demasiado jóvenes para enamorarnos, o, quizás, demasiado jóvenes para soportar tanto dolor…

Las rutinas me permitieron sobrevivir, caminaba por la calle como un autómata, pasaba los semáforos cuando la gente se movía, sin comprobar que, efectivamente, estuvieran en verde, comía lo primero que pillaba, a la hora que tocaba y porque alguna regla interior me forzaba a ello. Creo que el instinto de supervivencia me dictaba lo que debía hacer, sin preguntarme. Si hubiera tenido que tomar decisiones en aquellos momentos, no habría podido hacerlo; sencillamente, estaba bloqueado…

Tardé un tiempo en poder reaccionar, en tomar perspectiva. Y, cuando lo hice, me di cuenta de que solo tenía, teníamos, pasado. En el tiempo pasado ya, habíamos sido muy felices pero el presente fugaz, había destruido nuestro futuro. Y eso era lo más doloroso, Isabel, perder el futuro común que habíamos imaginado.

Porque el pasado feliz no nos servía aún de consuelo, y el futuro solo era una nube negra que todo lo envolvía, un pozo tenebroso desde el que me llamaban las voces de las sirenas…

De las memorias de Ismael Blanco

El piano

Ya no soy un piano, en el sentido estricto de la palabra. Soy un mueble viejo y oscuro, con teclas que no saben sonar.

Después de tu partida me trajeron a esta Academia, no sé para qué. La señorita Ortiz lo intenta cada día, y, también cada día, un gesto de desagrado desbarata su sonrisa natural. El afinador no sabe qué más hacer, mueve la cabeza de un lado a otro, se muerde los labios y se desespera.

Y ninguno entiende que la música ya no tiene sentido porque no eres tú el que la siente en mí.

La muerte de Aniceto Pi

El día en que Aniceto Pi decidió morirse fue un día normal. Unos se habían levantado muertos de sueño, maldiciendo su suerte, o su desgracia, que los obligaba a trabajar; otros se habían despertado en los brazos de su amante y volvieron a enlazarse en un abrazo infinito, en espera de que la espera ante una nueva oportunidad de verse fuera corta; otros acariciaron la cabecita del bebé insomne, al fin dormido, y otros, sin más, apagaron la alarma y se fueron a la ducha.

Para Aniceto Pi tampoco fue un día extraordinario; tomar la decisión de morirse no era nada del otro mundo, era una consecuencia normal que casi se veía venir. En los últimos días había pensado en su madre, un “sargento cocina” que confundió toda su vida el orden con el amor a sus hijos; en su exmujer, que cumplió adecuadamente con las expectativas del primer amor y se había ido desinflando, poco a poco, hasta llegar a ser solo una buena amiga, luego, una amiga sin más, y, en estos momentos, una conocida amable con la que tenía intereses en común, sus hijos. También había pensado en ellos, y le reconfortó darse cuenta de que había hecho todo lo que estaba en su mano para que fueran buenas personas, y, ahora, ya talluditos, se veía libre de cualquier responsabilidad. En todo caso, él seguía ofreciéndoles su hombro pero no encontraba en ellos un hombro recíproco. Será lo normal, había pensado también, nos separan muchos años, yo casi estoy de vuelta y ellos empiezan el camino.

Aniceto Pi pensaba mucho y en muchos, pero, a veces, se dejaba adormecer en la playa de sus días mientras veía venir las olas. No se estaba mal así, tomar decisiones era, en ocasiones, demasiado cansado. Hasta que un día, de pronto -todo pasa de pronto, en un único momento, aunque se haya ido fraguando durante días o años, basta un momento para que, al final, suceda- se dio cuenta de que su vida era buena, pero no era la vida que había soñado; se dio cuenta de que, cuando se sentía mal o, por el contrario, era muy feliz, añoraba siempre a quién no estaba con él para compartirlo, se dio cuenta de que aún le quedaban sueños por cumplir, casi olvidados…

La vista de las olas mansas lamiendo la arena de la playa le había dado paz pero, poco a poco, la paz se había ido tornando en hastío. Por eso decidió morirse, dejar de ser lo que era y como era. Decidió ser valiente y arriesgarse ante los juicios ajenos sabiéndose coherente con su propio juicio. Morirse y renacer asiendo las riendas de su vida.

Versos

Tengo el corazón lleno de versos,

atropellan mi sangre

en los circuitos de mi cuerpo,

y van llenando de poesía

mis ojos, mi cerebro, mi piel,

hasta, diría yo,

que también esos órganos,

anodinos cada día,

que, de pronto,

en una fecha aciaga,

se hacen notar, y entonces,

te mueres de eso,

de un fallo en una parte de tu cuerpo,

desconocida.

Y, entonces,

desbordan de tu corazón

los versos

que no escribiste

y se derrama, también,

por  la muerte, tu poesía.

En la estación

Los dos pasaban de los sesenta. Podría decirse que estaban aún en esa etapa de la vida en que, siendo mayor, aún no eres viejo, pero, en cuanto te descuidas, pasas esa frontera imperceptible y te caes de bruces al otro lado.

Ella, maquillada, informal en el atuendo, vivaz; él, discreto, más bien oscuro, pensativo…

Los dos toman café y algo más, uno frente a otro, sentados a una mesa de la cafetería. Ella se le acerca para hablarle bajito, pone su mano sobre el brazo de él y le pregunta qué tal está. Hablan en voz baja, íntima, y luego él también, ya más animado, pregunta ¿Y, tú, qué tal?

Se sonríen con los ojos, incluso él parece ahora un poco menos gris. Se tocan las manos en un gesto fugaz, se buscan, y, al final, él gira su silla y se sienta al lado de ella, y, entonces, se toman de la mano y se hablan muy bajito, mientras no dejan de mirarse. “estabas nervioso”, “yo creo que ha salido bien”, “ya pasó”, «qué iban a decir»…

Dos maletas pequeñas siguen frente a ellos. La de ella, con un bolso encima, con una mochila encima la de él. Aún mantienen equipajes independientes para una vida en común recién estrenada.

Al cabo de unos minutos, ella mira su reloj y los dos asienten, se levantan, recogen sus equipajes y se alejan.

Quizás en unos años vuelvan a estar en la misma estación, una maleta grande y única para ambos, sin mucha conversación, sin tocarse furtivamente, un poco apagada la mirada de ella y más aún la de él.

Quizás.

Pero no hoy

El repartidor

Yo sé que son las siete y cuarto porque me cruzo con él. Todos los días, siempre a la misma hora. Incluso cuando yo no madrugo estoy segura de que él hace el mismo recorrido, con la cabeza gacha, la cara inexpresiva y la mano llena de llaves de los portales de comunidad. Poco a poco, va dejando periódicos en los buzones y, poco a poco, el fardo de prensa que lleva bajo el brazo izquierdo va mermando. Si llueve, lo cubre con un plástico mientras él se va mojando, pero, ni siquiera entonces, cambia el ritmo.

Y nunca ha contestado a un “buenos días”.

Debe ser muy duro madrugar para repartir malas noticias: noticias de violencia, de estafas o de corrupción, y luego, además, afrontar tus propias batallas. Hay que ser un superhombre o un insensato para mantener la sonrisa y el gesto alegre después de eso.

Ahora entiendo que este hombre espere Navidad y Año Nuevo como si fuera un crío la noche de Reyes, porque esos dos días, los únicos en todo el año, él puede quedarse en la cama y pensar que, al menos dos días al año, cargará solo con sus propias sombras, sin repartir por cada casa las miserias del mundo.

El beso

No dijo nada; no fue capaz. Le echó los brazos al cuello y se dejó abrazar. Algo de tibieza comenzó a difundir por su pecho, como cuando te acercas a la chimenea con las manos abiertas buscando ahuyentar el frío desolador del invierno. El hueco protector de su hombro volvió a ejercer la magia y el mundo se vació para llenarse solo con ellos dos.  Una eternidad después él se separó un poco y posó sus labios sobre los de ella, apenas un suave aleteo de mariposa, casi imperceptible, y tan extraordinario a la vez, que despertó la tormenta perfecta en la que sucumbir. Él la besaba con los ojos cerrados; por eso no pudo ver cómo las lágrimas desbordaban los ojos de ella.

(De las memorias de Ismael Blanco)

El encuentro

Por aquel entonces empecé a salir a la calle casi a diario. Me lo impuse como una disciplina porque la casa se me caía encima cuando no estaba trabajando. Tu ausencia lo llenaba todo; el hueco que tú habías dejado se comportaba como un agujero negro que todo lo engullía, los espacios, el tiempo, la memoria… Me acostumbré a deambular sin prisa –nadie me esperaba ya a mi vuelta-, forzándome a ver prestando atención, a mirar a mi alrededor, a la gente que pasaba sin prisa, a los turistas que se agolpaban alrededor de su guía, las fachadas de las casas solariegas o las iglesias en las que yo nunca entraba.

Una tarde estaba observando la huella del tiempo en las piedras de la fachada de una pequeña iglesia, aledaña a un convento de clausura. Eran piedras blandas, mermadas por la humedad y por los siglos. Pasé la mano por las que quedaban a la altura de mis ojos y los dedos pulverizaron la superficie con un roce mínimo. Aquella fragilidad, manteniendo la iglesia en pie durante siglos, me pareció una alegoría de mí mismo, tan frágil, tan sensible y, sin embargo, la imagen viva de la resiliencia.

Cuando ya me marchaba vi que, entre dos piedras, había un papel blanco, doblado y colocado en el fondo de la angostura. Hundí la mano tanto como pude en la hendidura y llegué a él con la punta de los dedos. Me costó maniobrar un poco para poder cogerlo pero, finalmente, me hice con él. Era un trozo de papel recortado con torpeza de otro más grande y doblado cuidadosamente en cuatro. En él alguien –no sé si hombre o mujer, no tenía una letra característica- había escrito torpemente una fecha -tres meses antes de aquel día- y, debajo, una confesión de pesimismo, de desesperanza, de despedida. Parecía la nota de un suicida, de hecho, parecía despedirse de alguien o de todo. Me sorprendió encontrarla allí. Pensé que, si era broma, se trataba de una broma macabra, y, de ser sincero aquel escrito, por qué dejarlo allí, donde nadie podría leerlo, o quizás, con la esperanza de que, precisamente, alguien anónimo y ajeno lo leyera. Pensé que esa misma nota, encontrada en otro lugar, en la casa o en el lugar de trabajo, sería la forma de despedirse de un hombre o de una mujer solos y desesperanzados, pero, en la pared de una iglesia, era un grito desgarrador por una fe que habían perdido -el hombre o la mujer- o que nunca habían tenido; un reproche, un reparto de culpas, quizás, por haber buscado refugio allí y haber fracasado.

Que yo encontrara aquella nota tres meses después de ser escrita no solucionaba nada, al contrario, provocaba en mí una tormenta interior, un mar de dudas, sobre lo que finalmente habría ocurrido con su autor o autora; si se habría suicidado, como daba a entender en ella, o habría encontrado un resquicio de esperanza y de valor para seguir viviendo, para seguir luchando. No sé por qué pero no fui capaz de devolver el papel a su sitio –el sitio donde lo había encontrado-; quizás pensé que su sitio cierto estaba conmigo, como si me hubiera estado esperando durante tres meses, hasta mi llegada, como si, de entre todos los pobladores de la ciudad y todos los que solo pasan por ella, me hubiera señalado a mí, como su destinatario. Sentí que debía quedármelo, protegerlo –quizás intentaba proteger a su autor o autora-, como un depósito, como si, al guardarlo yo, algo de la memoria de aquel desconocido o desconocida permaneciera aún en este mundo, en mi propia memoria, sin recuerdos previos, como un intruso invasor que ya siempre me acompaña.

De “Las memorias de Ismael Blanco”

Relativizando

No es hora punta, pero el metro, en Madrid, va lleno igualmente. Todos los asientos están ocupados y hay gente que viaja de pie, apoyándose en las paredes del vagón o asiendo las barras verticales para no caer. Al cabo de un rato, escucho a mi espalda que alguien le dice a una chica –veo que es una chica cuando me vuelvo a mirar- que debe ponerse la mascarilla porque es obligatorio y, además, porque los de seguridad del metro la van a obligar a ponérsela. Supongo que, por casualidad, una pareja de hombres uniformados con llamativos trajes amarillos y verdes, con un logotipo en la espalda de empresa concertada para la seguridad de Metro Madrid, viajan en el vagón. No sé si es por prurito profesional o porque se ven aludidos por el comentario, pero se dirigen, al unísono, vigilantes siameses, hacia la chica de cara descubierta.  No es necesario nada más, la amenaza y la inmediatez de su cumplimiento, son suficientes para que la viajera rebelde se tape la boca, como todos.

La escena, como mínimo, me intimida. Viajamos todos aborregados, resignados ante el ritmo odioso de la gran ciudad, y, cuando alguien saca los pies del plato, siempre hay un ciudadano ejemplar que acusa –no piensa que se le ha olvidado la mascarilla, directamente da por hecho que se está sublevando ante la norma- y unos voluntariosos guardias de seguridad procuran que nadie se salga del redil. Todo bajo control, como debe ser.

¿Quién decide la importancia de las cosas? En su empresa, en la ciudad, en la sociedad entera, ¿quién decide lo que es relevante o no en cada momento? ¿Quién relativiza los asuntos y en función de qué lo hace? Es posible que tenga una respuesta, pero no me gusta.

Porque hace algo más de treinta años –sí, treinta- yo iba a coger un metro en la estación de República Argentina, a las 9,30 de la noche. La entrada se alargaba a través de un espacio largo, larguísimo, y, a esa hora, apenas había gente –parece que en Madrid debiera haber mucha gente a todas horas-. Llegó un momento en que solo yo caminaba hacia la entrada efectiva del metro. Los pasos empezaron a sonar detrás de mí, armónicos y rápidos. Sonaban demasiado en aquel espacio vacío. Las mujeres siempre somos conscientes de las miradas furtivas, de una presencia masculina en la semioscuridad, de unos pasos que nos siguen y no suenan a tacones, sino a las pisadas firmes y pesadas de un hombre que puede seguirnos. Las mujeres siempre nos hemos sentido amenazadas por hombres desconocidos y, demasiadas veces también, culpables por haber podido ser una provocación involuntaria. Culpables, eso nos hicieron creer los que relativizan los asuntos.

Cuando yo había llegado más o menos a la mitad del recorrido todo sucedió muy rápido; los pasos se aceleraron y sonaron junto a mí, y un empujón me hizo girar y me colocó de espaldas a la pared. Un hombre joven, desconocido, por supuesto, me apretaba el cuello con algo que llevaba en su mano derecha –podía ser un cuchillo o una navaja, pero nunca llegué a ver ese objeto, solo notaba la presión y la amenaza en la garganta y eso era lo suficiente como para no intentar comprobar si, en realidad, era un arma blanca o cualquier objeto inofensivo utilizado para la ocasión-. Me empujaba contra la pared, su pierna entra las mías, y, con la mano libre, la izquierda, empezó a desabrocharme el vestido que llevaba. Yo estaba muerta de miedo, no temía que me violara, temía que me matara. Recuerdo el manoseo torpe y apresurado, y la presión sobre mi boca de una boca dura y fría, como de mármol. Yo solo deseaba que llegara alguien, pero el tiempo se me hacía eterno y nadie quería coger ese metro, de modo que lo único que se me ocurrió para salvar mi vida fue hablarle, intentar dejar de ser para él una cosa  y que me reconociera como una persona, ensayar algún nexo de unión con él; con mi posible asesino, con mi probable violador.

Cuando empezaron a oírse pasos, al inicio de aquel pasillo inmenso y desierto, él desapareció corriendo y yo me apresuré a recuperar la compostura, a colocarme otra vez el sostén y a abrocharme el vestido. No recuerdo si vi pasar ante mí a los viajeros que, involuntariamente, acababan de salvarme la vida, pero sí recuerdo, como si fuera ahora, que me dirigí al interior del metro y, en la taquilla, les dije –me costaba hablar- a los dos empleados que allí había, un hombre y una mujer, en charla amigable, lo que me había pasado. Ellos estaban protegidos por la mampara de cristal, protegidos de todo lo que les era ajeno, ya fuera ese violador de mierda que campeaba por los pasillos desiertos o, incluso, yo misma. Y así siguieron, ajenos a todo, tan solo comentaron que intentara buscar a algún guardia de seguridad -no sé si es que ellos no podían o no querían avisar a ninguno-, y la empatía máxima a la que llegaron fue a dejar de charlar y poner cara de circunstancias. Y yo me fui sola, con mi miedo a morir y el alivio de que eso no hubiera sucedido. El asco llegó más tarde.

Hace treinta años no habíamos dejado atrás una pandemia y no era obligatorio llevar mascarilla y, quizás por esa razón, los guardias de seguridad, a las 9:30 de una noche otoñal en Madrid, estaban lejos de cualquier sitio y, por supuesto, muy lejos de mí. Nadie los llamó, yo no los busqué y tampoco los vi en el recorrido que debí hacer, a pie o en el vagón. Mi razón era muy importante para mí, pero supongo que, para otros, para los que relativizan, este tipo de razones no lo son tanto.  Nada comparable a saltarse a la torera la norma de llevar mascarilla en el metro.