Diario de Pepín. Día 77

Cuando yo veo que mamá se pone la chaqueta y coge su mochila me pongo siempre alerta, por si puedo salir con ella. Pero no, esta vez me acarició la cabecita y me dijo que me quedara, como todas las mañanas cuando ella y el chico de la gorra salen un ratito y luego vuelven a la oficina y ya trabajamos todos hasta mediodía y nos vamos. Mamá se fue sola a media mañana y  no volvió, y yo me quedé con el chico de la gorra. Reconozco que me puse bastante empachoso, aunque él no tenía la culpa, porque yo quería que mamá volviera y no volvía. Es que, a veces, aunque ya soy casi grande, no puedo dejar de comportarme como un bebé, y los bebés quieren estar siempre con mamá.

El chico de la gorra me sacó a mediodía, y el señor que me llama perrete me sacó por la tarde y yo, a ratos, ya pensaba cuánto tiempo iba a pasar hasta que mamá volviera. Eso sí, por la tarde conseguí estar más tranquilo y no dar guerra, yo creo que, porque, más que nervioso, estaba ya un poco triste.

Cuando mamá volvió era muy de noche -yo nunca había estado en la oficina hasta tan tarde-, y me puse como un loco, sin control ninguno, dando brincos y chillando, que hasta la gente que pasaba por la calle se quedaba mirando. Yo creo que no se puede ya ser más feliz. Bueno, sí, yo habría sido más feliz aún si no hubiera visto que mamá cogía otra vez la maleta esa que llena de papeles cuando se va sin mí; porque, me temo que eso significa que me va a tocar esperarla otra vez.

Diario de Pepín. Día 31

Yo no sé si los perros tenemos adolescencia, son cosas sueltas que oigo por ahí, pero sí sé que me pasan cosas que no controlo muy bien, que, de pronto, me entra la revolución y no paro y muerdo todo y brinco y me pongo de manos y me puede la necesidad de actividad y, de pronto, me entra un sueño terrible que me deja KO. Mamá dice que parece que tengo un interruptor y que funciona por su cuenta.

Todo el mundo dice que he crecido mucho. Yo creo que sigo siendo pequeño, porque mamá me midió el pecho para comprarme el arnés nuevo y dijo que casi no llegaba a la talla más pequeña. La gente, en la calle, siempre le pregunta a mamá si soy bebé y de qué raza soy, y mamá les dice que cuatro meses y que soy un cruce de razas, pero que no sabe de cuáles porque nací en una perrera. Yo sé que mamá me quiere mucho, muchísimo, pero también sé que mamá quería un perro pequeño y tengo miedo de que, si crezco mucho, ya no me quiera. Aunque, por otro lado, yo creo que no, que me querría igual o parecido porque el otro día le dijo al señor de las tardes que me llama perrete que dormíamos juntos la siesta en el sofá y, cuando él le dijo “mira que los perros crecen y luego no cabe…” ella se puso muy seria y  le dijo: Pues compro otro sofá. Y eso, creo yo, significa que, aunque yo crezca mucho y sea un perro grande, mamá y yo vamos a seguir juntos siempre y nunca me va a llevar a la perrera.

Los silencios

Lo peor de todo siempre han sido los silencios. El silencio de papá y mamá, que casi nunca hablaban y, por supuesto, nunca me susurraron al oído; el de aquella niña con trenzas y calcetines blancos que me miraba y me miraba y me sonreía, pero nunca me dijo que sí; el de Juan, cuando le pregunté si estaba enamorado de mi novia de entonces, que poco después dejó de ser mi novia y se casó con él; el del hijo puta de mi jefe en mi primer trabajo, que me despidió sin una palabra…; el del bebé, que nació sin llanto, y sin voz, y sin vida, y aún me despierta cada noche desde la habitación de al lado de mi mente, por donde también vaga sin rumbo su madre, desde entonces; y me mira a veces, y me grita con el más desgarrador de los silencios.

Brindis

Levantó una copa de vino y, mirando a la familia, mintió al brindar por todos ellos. Y mintió también al desear que su bebé recién nacido se pareciera a cualquiera de ellos. Su padre, tan temeroso de Dios que siempre tenía el infierno en los ojos y en la boca; su madre, tan temerosa de su padre, que ni siquiera levantaba la mirada en su presencia, y sus hermanos, tan reprimidos siempre, tan mermados…

Alzó la copa de nuevo y deseó, casi gritando, que su hijo jamás, jamás, sintiera miedo. Todos lo miraron como alucinados y él, por primera vez en su vida, se sintió un héroe.