Relativizando

No es hora punta, pero el metro, en Madrid, va lleno igualmente. Todos los asientos están ocupados y hay gente que viaja de pie, apoyándose en las paredes del vagón o asiendo las barras verticales para no caer. Al cabo de un rato, escucho a mi espalda que alguien le dice a una chica –veo que es una chica cuando me vuelvo a mirar- que debe ponerse la mascarilla porque es obligatorio y, además, porque los de seguridad del metro la van a obligar a ponérsela. Supongo que, por casualidad, una pareja de hombres uniformados con llamativos trajes amarillos y verdes, con un logotipo en la espalda de empresa concertada para la seguridad de Metro Madrid, viajan en el vagón. No sé si es por prurito profesional o porque se ven aludidos por el comentario, pero se dirigen, al unísono, vigilantes siameses, hacia la chica de cara descubierta.  No es necesario nada más, la amenaza y la inmediatez de su cumplimiento, son suficientes para que la viajera rebelde se tape la boca, como todos.

La escena, como mínimo, me intimida. Viajamos todos aborregados, resignados ante el ritmo odioso de la gran ciudad, y, cuando alguien saca los pies del plato, siempre hay un ciudadano ejemplar que acusa –no piensa que se le ha olvidado la mascarilla, directamente da por hecho que se está sublevando ante la norma- y unos voluntariosos guardias de seguridad procuran que nadie se salga del redil. Todo bajo control, como debe ser.

¿Quién decide la importancia de las cosas? En su empresa, en la ciudad, en la sociedad entera, ¿quién decide lo que es relevante o no en cada momento? ¿Quién relativiza los asuntos y en función de qué lo hace? Es posible que tenga una respuesta, pero no me gusta.

Porque hace algo más de treinta años –sí, treinta- yo iba a coger un metro en la estación de República Argentina, a las 9,30 de la noche. La entrada se alargaba a través de un espacio largo, larguísimo, y, a esa hora, apenas había gente –parece que en Madrid debiera haber mucha gente a todas horas-. Llegó un momento en que solo yo caminaba hacia la entrada efectiva del metro. Los pasos empezaron a sonar detrás de mí, armónicos y rápidos. Sonaban demasiado en aquel espacio vacío. Las mujeres siempre somos conscientes de las miradas furtivas, de una presencia masculina en la semioscuridad, de unos pasos que nos siguen y no suenan a tacones, sino a las pisadas firmes y pesadas de un hombre que puede seguirnos. Las mujeres siempre nos hemos sentido amenazadas por hombres desconocidos y, demasiadas veces también, culpables por haber podido ser una provocación involuntaria. Culpables, eso nos hicieron creer los que relativizan los asuntos.

Cuando yo había llegado más o menos a la mitad del recorrido todo sucedió muy rápido; los pasos se aceleraron y sonaron junto a mí, y un empujón me hizo girar y me colocó de espaldas a la pared. Un hombre joven, desconocido, por supuesto, me apretaba el cuello con algo que llevaba en su mano derecha –podía ser un cuchillo o una navaja, pero nunca llegué a ver ese objeto, solo notaba la presión y la amenaza en la garganta y eso era lo suficiente como para no intentar comprobar si, en realidad, era un arma blanca o cualquier objeto inofensivo utilizado para la ocasión-. Me empujaba contra la pared, su pierna entra las mías, y, con la mano libre, la izquierda, empezó a desabrocharme el vestido que llevaba. Yo estaba muerta de miedo, no temía que me violara, temía que me matara. Recuerdo el manoseo torpe y apresurado, y la presión sobre mi boca de una boca dura y fría, como de mármol. Yo solo deseaba que llegara alguien, pero el tiempo se me hacía eterno y nadie quería coger ese metro, de modo que lo único que se me ocurrió para salvar mi vida fue hablarle, intentar dejar de ser para él una cosa  y que me reconociera como una persona, ensayar algún nexo de unión con él; con mi posible asesino, con mi probable violador.

Cuando empezaron a oírse pasos, al inicio de aquel pasillo inmenso y desierto, él desapareció corriendo y yo me apresuré a recuperar la compostura, a colocarme otra vez el sostén y a abrocharme el vestido. No recuerdo si vi pasar ante mí a los viajeros que, involuntariamente, acababan de salvarme la vida, pero sí recuerdo, como si fuera ahora, que me dirigí al interior del metro y, en la taquilla, les dije –me costaba hablar- a los dos empleados que allí había, un hombre y una mujer, en charla amigable, lo que me había pasado. Ellos estaban protegidos por la mampara de cristal, protegidos de todo lo que les era ajeno, ya fuera ese violador de mierda que campeaba por los pasillos desiertos o, incluso, yo misma. Y así siguieron, ajenos a todo, tan solo comentaron que intentara buscar a algún guardia de seguridad -no sé si es que ellos no podían o no querían avisar a ninguno-, y la empatía máxima a la que llegaron fue a dejar de charlar y poner cara de circunstancias. Y yo me fui sola, con mi miedo a morir y el alivio de que eso no hubiera sucedido. El asco llegó más tarde.

Hace treinta años no habíamos dejado atrás una pandemia y no era obligatorio llevar mascarilla y, quizás por esa razón, los guardias de seguridad, a las 9:30 de una noche otoñal en Madrid, estaban lejos de cualquier sitio y, por supuesto, muy lejos de mí. Nadie los llamó, yo no los busqué y tampoco los vi en el recorrido que debí hacer, a pie o en el vagón. Mi razón era muy importante para mí, pero supongo que, para otros, para los que relativizan, este tipo de razones no lo son tanto.  Nada comparable a saltarse a la torera la norma de llevar mascarilla en el metro.

Diario de Pepín. Día 93

Mamá me ha llevado al veterinario. Yo estaba temblando, pero porque era un sitio nuevo y fuimos en el coche y hacía bastante que no me subía en él y todavía me acuerdo del día en que quise salirme cuando mamá abrió la puerta y me quedé colgando de la correa de seguridad. Temblaba porque tenía más susto que miedo, pero por el coche, que a mí, los veterinarios no me dan miedo porque mamá está conmigo y se dedican a tocarme y, como mucho, a darme pinchacitos que ni duelen ni nada. Pues no sé qué pinchazo me dio este hombre, que no me dolió pero me entró una flojera tremenda, tanta, que me quedé completamente dormido en brazos de mamá. Cuando me desperté mamá no estaba, supongo que se habría ido a trabajar, me faltaba un trozo de pelo en la pata izquierda y en la parte más baja de mi barriga tenía una raja pequeña, que no me dolía, pero la notaba. Probé a lamerla a ver si se quitaba, pero no.

Cuando mamá vino a buscarme yo estaba un poco empachoso, pero es que llevaba mucho rato con otros dos perros allí que no tenían muchas ganas de fiesta, yo creo que porque ninguno de nuestros papás estaba allí con nosotros, como cuando nos juntamos en el parque.

El veterinario estuvo hablando con mamá un rato y por fin nos marchamos, que yo, lo que quería era salir a la calle, oler árboles –que todos eran nuevos- y marcarlos. No me gusta mucho ese veterinario, no por nada, pero es que me puso una cosa en el cuello que me iba chocando en la calle con las paredes y las aceras; cada vez que iba a arrimarme, ¡zas! golpe que me daba… Menos mal que al llegar a casa mamá me lo quitó; eso sí, me miró fijamente y me dijo: “¡como te chupes la herida, te lo pongo!”. Y yo tuve muchísimo cuidado de no chuparme, excepto un par de veces que se me olvidó, supongo que porque aún no estoy lo tranquilo que el veterinario dijo que iba a estar dentro de unos días.

Ahora, mamá me lava la herida mañana y tarde, y a mí me gusta el fresquito que me da, y también me da unas pastillas que me mete en el yogur creyendo que no me doy cuenta. Pero es que a mí el yogur me encanta, solo o acompañado de cualquier cosa que mamá quiera meter en él.

Diario de Pepín. Día 78

Mamá tiene miedo. Cuando vamos al parque por la tarde hay muchos perros de todos los tamaños y yo corro, ya sin correa, hacia ellos. Nos lo pasamos en grande, sobre todo yo, porque soy el que más corro y todos los papás me conocen y se alegran de verme y me acarician. Yo, cuando veo que son demasiados perros o demasiado grandes y no puedo correr durante mucho tiempo, me meto entre las piernas de los papás y ellos me protegen. Y es que hay un perro, que casi siempre está solo porque riñe con todos, y que me ha perseguido como un loco enseñándome los dientes, y, claro, mamá tiene miedo porque dice que soy muy pequeño. Pero es que ella no se da cuenta de que yo corro como una liebre y, a no ser que me choque con otro perro o contra la valla de piedra, ninguno me alcanza, y, si me pongo de pie, le llego a los morros al perro más grande.

Que yo puedo ser pequeño, pero soy muy valiente.

Diario de Pepín. Día 44

Debe de ser domingo otra vez, porque esta mañana hemos llegado hasta el río. El río está lejísimos pero yo no me canso, incluso doy brincos por la hierba que hay allí y echo carreras sin correa ni nada, aunque nunca me alejo demasiado de mamá y miro de vez en cuando a ver si ella sigue cerca. Me gusta, cuando me separo un poco, que mamá me silbe para volver. Ella me silba de una forma especial, como solo silba ella y como solo me silba a mí,  y, entonces, yo echo a correr como si no hubiera un mañana. Luego me siento frente a mamá esperando una golosina, ella me dice “muy bien, muy bien” y me da un trozo de colín como premio.

Pero todo no es así de bonito, porque esta tarde, mamá se ha enfadado conmigo. Primero, porque hice pis en casa, aunque ella me tiene un empapador en el balcón por si me aprietan las ganas y no me aguanto hasta la hora de salir, y luego, porque le pedí que me quitara la correa para subir las escaleras de casa y, cuando íbamos por mitad de camino, me paré, ella me llamó pero no hice caso, y volví a bajarme hasta el portal. Mamá bajó detrás de mí a buscarme, me riñó y volvió a ponerme la correa –que odio desde que me asustó por el pasillo de casa- y me llevó casi a rastras porque yo me hacía el remolón. Y luego, ya en casa, me dijo muy, muy seria que no me moviera de un rincón y yo estuve allí quieto, sin moverme, muchísimo rato, a ver si se le pasaba el enfado. Por lo menos estuve uno o dos minutos allí quieto; una eternidad.

Diario de Pepín. Día 43

Me he llevado un susto de muerte. Mamá me ha comprado una correa extensible que me gusta mucho, porque puedo corretear por ahí sin que parezca que voy atado. Puedo marchar muy lejos de mamá sin peligro. Además, han puesto carteles en los parques y en la hierba diciendo que los perros no pueden ir sueltos y siempre hay alguien que protesta al vernos sin atar, aunque los perros vayamos a lo nuestro y ni siquiera les miremos.

Pues el caso es que, en casa, mamá me puso el arnés y la correa para salir, pero luego se acordó de algo que tenía que hacer antes y me dijo “¡quédate aquí un momento, quédate quieto!” y yo la miré sin pestañear como si ya, desde ese momento, me hubiera quedado quieto para siempre. Pero el espíritu de los cachorros tiene super poderes y, en cuando mamá se dio  la vuelta, yo empecé a ir detrás. ¡Qué horror, qué ruido más infernal el de la caja donde se enrolla la correa, dando contra el suelo de madera! Yo me asusté muchísimo, cuanto más ruido hacía más corría yo, y más ruido hacía entonces… Pude esconderme debajo de la cama; ni siquiera me di cuenta de que, al parar yo, paraba el ruido; y mamá venga a buscarme y no me encontraba en ninguna habitación. Hasta que me atreví a salir de mi escondite para correr hacia ella y ¡otra vez aquel ruido atronador que me perseguía! Menos mal que mamá nos paró en seco en medio de la carrera, a la correa y a mí. Y Sofía, observándonos tranquilamente desde el sofá, que esta vez no iba la carrera con ella.

Transparencias

No sé si fue el modo en que lo preguntaste, o cómo quise escucharlo yo. Han pasado meses desde entonces y, casi a diario, vuelvo a recordarlo: Yo, ocupada en buscar las monedas para pagar la cuenta, y tú en la espera profesional del que ha de tratar con el público. Todo muy normal. Y, de pronto, dijiste “¿hoy no curras?”. Fue como si una figura humana apareciera de entre la niebla, como si un rostro se dibujara en el fondo anodino de un cuadro. Levanté la vista, espero que no se notara mi sorpresa, y te miré al otro lado de la línea que habías trazado. Esas palabras se instalaron en mi consciencia a machamartillo, como si no hubiera más sonidos, ni antes ni después.

 

Llevaba tanto tiempo siendo transparente, que, de pronto, el que tú me vieras me desconcertó. El que alguien pudiera individualizarme, el que, remotamente, yo pudiera importarle a alguien, siquiera fuera un momento, me hizo sentir como el que dobla una esquina y, de pronto, se enfrenta a un vendaval que barre la calle y te abofetea el rostro. Algo se tambaleó dentro de mí, y cayó estrepitosamente. Las barreras que, tan cuidadosamente había ido levantando, se habían convertido en escombros.

Amigos

En la escuela había un muchacho cojitranco que, como suele ocurrir, dio en ser el blanco de los ataques de los más cerriles. Una de las veces yo fui testigo de los abusos, le increpaban, valentones por ser mayoría y sentirse más fuertes, y se reían de él imitando su cojera. Yo tuve miedo, hubiera deseado ser transparente en esos momentos, tuve miedo de que le dejaran a él y empezaran a reírse de mí, y tuve miedo, también, de que llegaran a las manos conmigo si intentaba defenderlo. Entonces y ahora sé que el miedo fue lo que me inmovilizó como una estatua de sal, supongo que yo era tan poco importante para ellos que ni siquiera me tuvieron en cuenta, y él no reclamó mi ayuda. Cuando se marcharon me acerqué y le ofrecí compartir mi merienda, y este gesto, amistoso pero cobarde, fue suficiente para que me mirara como si yo fuera su salvador.

Esta escena se quedó grabada en mi memoria toda la vida, el deseo de humillar de ellos, su soledad resignada y mi cobardía. Durante años, a partir de entonces, nos sentamos como compañeros en el mismo pupitre y nos seguimos viendo como amigos después, cuando nos fuimos los dos a la ciudad para estudiar carreras diferentes, y, cada día, desde entonces, no he podido quitarme ese sabor amargo, la conciencia de no saberme digno de su amistad.

(De las memorias de Ismael Blanco)

El camino

“Podemos intentarlo”, dijiste, y los dos, por un momento, seguimos mirando al frente, hacia un horizonte más amplio que nosotros mismos, mientras el eco de tus palabras flotaba en mi ánimo, como las motas de polvo bailan en los listones de luz que atraviesan una habitación en penumbra. Durante unos momentos, los dos seguimos apoyados en el pretil del puente, mirando sin ver la corriente de agua, ajenos a todo lo que no fuera la presencia del otro. Volví la cara hacia ti, las manos apoyadas en la piedra fría y gris de líquenes rugosos y amarillos y quise decir “Pero es que…” porque me atenazaba el miedo y notaba los labios fríos y temblorosos y la lengua remolona y el alma rígida, pero tú te volviste también y levantaste mis ojos con los tuyos y posaste una mano tibia sobre la mía helada y, sin decir nada, solo con tu mirada dulce y paciente, sellaste mis labios y un momento después, tan solo un momento después, me escuché decir “Podemos… sí, vamos a intentarlo”. Y no fueron necesarias más palabras.

De desconfianza

Hasta que aquel hombre llegó al pueblo las puertas de las casas nunca se cerraron con llave. Los vecinos las ponían en las cerraduras, eso sí, para que no se les olvidara cogerlas al salir y luego encontrarse conque no podían entrar en casa, que no todos estaban tan ligeros como para andar saltando por las ventanas abiertas o desde los balcones aledaños, pero, desde que llegó aquel hombre al pueblo las cosas cambiaron y la desconfianza y, en algunos, el miedo que generó esa desconfianza, les pusieron “a guardar la viña”, como decían los viejos.

Nadie le conocía de antes ni sabían de dónde venía y solo alguno sabía a qué se dedicaba; no es que fuera mal vestido o desaseado, al contrario, el forastero era pulcro en sus formas y muy educado, saludaba a los del pueblo aún sin conocerles con un “Buenas tardes” o “Buenos días”, dependiendo de la ocasión, y no les miraba a los ojos para no parecer desafiante, salvo que alguno le hablara, no fuera a interpretarse que tenía algo que esconder. Pasaban los días y los viejos que se sentaban al serano seguían callando a su paso y lo miraban ir, y las mujeres que hacían corrillo en la calle cuando iban a comprar cuchicheaban arrimando sus cabezas cuando él saludaba. En una ocasión le pareció que se referían a él como “bohemio” y dudó de que realmente supieran el significado de la palabra y otras veces escuchó palabras sueltas como “raro”, “nuevo” o “artista”, e incluso todas a la vez, en la misma conversación.

Consciente de lo poco que avanzaba la situación, y ya algo incómodo, el forastero, incapaz de hacerse transparente para pasar desapercibido decidió pasar a la acción. El martes, día de mercadillo en el pueblo, se paseó por la plaza, en plena ebullición, y se codeó, y nunca mejor dicho, con todo el que pudo, y opinó sobre las frutas y las verduras mirando a las mujeres que compraban a su lado, como buscando aprobación a sus comentarios; y el sábado, a eso de las once, se pasó por el comercio del pueblo, uno de esos bazares que funcionan como las cajas de resonancia, y donde lo mismo encuentras unas botas de trabajo que un frigorífico o bacalao seco al peso, y se plantó delante del mostrador y de la señora Pura, que lo esperaba algo desafiante al otro lado, y preguntó en voz bastante alta, para que todo el que estuviera allí, incluso los sordos, que eran mayoría, lo oyeran:

-Buenos días, Pura. ¿Podría decirme si hay ladrones en el pueblo?

La cara que puso la señora Pura pasó de la sorpresa al susto en décimas de segundo, miró a ambos lados sin dar crédito a lo que estaba oyendo y con tono elevado por el enfado y para no ser menos que el que el forastero había utilizado, respondió:

-¡¿Cómo dice usted?! ¡Naturalmente que no hay ladrones en el pueblo! Al menos, no entre la gente del pueblo –se atrevió-. ¿Por qué pregunta usted eso? ¿Le han robado, acaso?, y dijo esto último con un puntito de hosquedad.

-No, no, ni mucho menos, no. Es que yo me vine aquí pensando que la gente del pueblo era de confianza y no cierro la puerta de mi casa porque no creo que sea necesario, yo me fío de ustedes… Pero es que, me he dado cuenta de que ustedes sí que cierran las suyas, y ya me he empezado a apurar pensando si ustedes saben algo que yo no sé y si debería preocuparme y protegerme. No sé, a mí ustedes todos me parecen buena gente…- y sonrió con la sonrisa más inocente de que fue capaz.

No hubo necesidad de más conversación, compró una caja de cerillas y un paquete de sal, para disimular, pagó con lo suelto porque la señora Pura todavía no se había recuperado del susto y salió.

El martes siguiente, el forastero, que ya no lo era tanto, se paseó discretamente por el mercadillo y tuvo que responder con una abierta sonrisa al saludo que varias mujeres le dedicaron y Pedro, el alcalde, que, además de alcalde era el marido de la señora Pura y presumía de ser alcalde porque los vecinos lo querían a él, independientemente del partido por el que se presentara, se hizo el encontradizo con él, le dio la bienvenida al pueblo como si acabara de enterarse de su llegada y le ofreció el Hogar del Jubilado por si algún día decidía hacer una exposición con sus cuadros. Y, ya cuando se alejaba, se volvió para decirle, levantando el brazo para llamar su atención:

-¡Ah! Este pueblo es muy tranquilo, ya lo verá  usté –dijo “usté”, sin la d final-. Aquí no hace falta ni echar la llave a la puerta…, todos nos conocemos.

Otoño

Los barrenderos  no me dejan pisar

las hojas del otoño,

las busco

como los niños buscan los charcos

para chapotear

y ellos me miran amenazantes

cuando les desbarato un montón echándolas al aire;

alguno, incluso me vocea “¡señora!”,

me habla de usted porque cree que estoy loca

y amaga con pegarme…

pero se queda quieto y me mira,

que luego

le da miedo esa locura

capaz de lanzar sueños

al viento.