Ya de chica, cuando su abuela la llevaba al parque, no paraba quieta ni un momento, correteaba con el bolsito colgando, el bolso con forma de perro que le trajeron los Reyes Magos hacía dos años, cuando era tan pequeña que pensó que era un perrito de verdad y lo llamaba y le ofrecía golosinas sin que el perro se inmutara, hasta que, una mañana, al cabo de seis o siete días sin respuesta, vio que el animal tenía la panza abierta y mamá metía allí su merienda para la guardería. Debió ser la primera vez que se dio cuenta de que nada es lo que parece.
Por eso, se dejaba rodear de palomas en la plaza, y las oseaba para que se alejaran volando, no fuera a ser que tampoco fueran palomas, y se pasmaba, aguantando en cuclillas sobre la hilera de hormigas, tan pequeñas y tan ordenadas, medio ocultas bajo cargas tambaleantes, y levantaba luego la vista para reconocerse de nuevo entre gente que pasaba sin mirar a ninguna parte, sin ver palomas, ni hormigas, ni niñas que querían tocarlo todo y mirarlo todo y aprenderlo todo.
