De bancos

Los bancos (las empresas del dinero, no los bancos de los parques, que pueden llegar a ser aliados imprescindibles para la observación y/o la recuperación física y mental), son entidades con ánimo de lucro –con entusiasmo por el lucro-, y también, hay que reconocerlo, con claros tintes de sadismo.

Ya llevan muchos años intentando evitar las relaciones personales/sociales entre clientes y empleados, porque saben ellos muy bien que la sonrisa y el “buenos días”, la amabilidad y la empatía para con los que necesitan algo (los clientes siempre necesitan algo) no es rentable y puede debilitar el ánimo de cancerbero en el que han adiestrado a sus empleados. “Aquí se está a lo que se está”, “A nosotros no nos interesa la gente, para eso están las ONGs, nos interesa el dinero de la gente, pero, como siempre hay alguien detrás del dinero, pues eso, que no nos queda más remedio que tolerar a la gente”. Cosas así, seguramente, son las que pasan por la acaudalada cabeza de los banqueros. Pero, con todo, esto se podría catalogar más que, como sadismo, tan solo como una actitud antisocial, como una necesidad de apartamiento que evite sentimentalismos nocivos y, de paso, poder prescindir de empleados que ya no esperan un reloj a los veinticinco años de servicio.

Sin embargo no han dejado de dar pasos hacia ese otro nivel de crueldad refinada, el sadismo. Últimamente, en estos azarosos tiempos que vivimos, más aún; como es que quieras cerrar una cuenta y no te lo permitan porque “durante el confinamiento solo estamos para urgencias” y luego te cobren 12 euros al mes por el mantenimiento de una cuenta que no quieres mantener y que ellos te obligan a mantener. Y, a pesar de que no he visto ninguna oficina de banco que sea un cuchitril –al menos, en la ciudad- y cualquiera podría albergar, como poco, a dos o tres clientes –algunas, hasta quince o veinte- manteniendo la distancia de seguridad contra el bicho mientras esperan a ser atendidos, les resulta mucho más placentero tener a la gente en la calle –al fin y al cabo  la calle es de todos y es gratis- esperando, esperando, esperando hasta una hora a pie firme independientemente de la edad y condición física. Eso sí, de vez en cuando, para que los clientes se sientan importantes, sale un empleado a evaluar la hilera y las pretensiones de los ya agotados y todavía pacientes aspirantes e, incluso alguno de ellos, se permite el lujo de decir que no se mantiene suficiente distancia de seguridad.

A mí nadie me saca de la idea de que todo esto es premeditado e, incluso, está calculado al detalle para debilitar los ánimos, porque a ver quién es el valiente que, después de esperar en la calle más de una hora, con frío y fatiga física y mental, guarda fuerzas para protestar por algo cuando, finalmente, te premian con el permiso para entrar. Y eso del gel a la entrada para desinfectarte las manos –que vengan desinfectados de casa-, o limpiar el mostrador entre cliente y cliente – lo mismo- son fantasías de la gente común, que se olvida de que lo único que le importa a los bancos es tu dinero y no tu salud. Y el dinero está a buen recaudo con ellos, ya sea contra ti o contra tus herederos.

Tráiler

Probablemente, en el español exista una palabra -o varias- para cada cosa o para cada acción. Me ha venido esto a la mente, al analizar el significado de la palabra «tráiler», porque eso era lo que antes, cuando era niña y acudía al cine de mi pueblo, y ahora, cuando ya solo peino canas y voy con muy poca frecuencia al cine, me llenaba de curiosidad y me impelía a querer ver la película entera. Ya entonces se utilizaba este anglicismo para referirse al avance que te ponían de otras películas.

Pues eso hago yo. Voy poniendo en Facebook pequeños avances de los relatos de mi libro «El corazón y la palabra», esperando que así les pique la curiosidad a los posibles lectores. Se inicia una escena y queda en el aire el desenlace o te preguntas cómo hemos llegado hasta allí.

Veamos: «Hace frío y el aliento dibuja volutas que se desvanecen poco a poco a esta hora de la mañana. Ella es pequeña, menuda, y pliega y despliega un mapa de la ciudad mientras lo mira a él, mucho más alto y tan joven como ella, y le niega algo con la voz y con el gesto…»

Ahora solo queda esperar a que alguien, muchos «alguien», se pregunte cómo sigue…

Mujeres

Yo nunca quise ser mujer. Nunca quise ser la mujer que los demás querían que fuera.

Desde niña odié el rosa porque me señalaba diferente a los niños, odié a mi madre cuando quería hacer de mí una mujer de su casa, a la profesora del instituto que me daba clases de Labores para que aprendiera a bordar, a mi padre y a mi madre por la libertad que tenía  mi hermano y nos negaron a mi hermana y a mí, al violador que me atacó en el metro, a la Naturaleza por obligarme a tener la regla y a parir (todo con dolor) para tener un hijo, a todos los que esperaban que dejara de trabajar para criarlo, a los que creían que no sería capaz de romper el techo de cristal, a todo el que no me respetaba como independiente y libre…

Por eso me negué siempre a ser diferente, por eso leí, y estudié, y  miré a todos lados y aprendí en todas partes y eduqué a  mi hijo en la igualdad de sexos. Por eso, también, firmé  mi primer libro con la inicial de mi nombre para que no se supiera, en la portada, que estaba escrito por una mujer, sino solo por alguien que tenía algo que contar.

Porque yo solo quería ser persona. Solo eso.

De piedra

Dijo que era médico. Y francotirador en Irak. Lo habían entrenado para ser un soldado de élite. Para sobrevivir en situaciones extremas. Para acechar y disparar. Para no pensar si aquellos hombres tenían hijos, queridos hijos, o una mujer que los esperaba en casa. Sólo eran blancos perfectos para su adiestrada puntería. Y malos. Eran los malos, el enemigo a batir. Estaba orgulloso. Y tranquilo.

Ahora, en tiempo de paz para él, había escrito un libro para contar su realidad. Y volvería a ser médico.

También contó que tenía un hijo, aún sin edad para ser soldado, pero al que educaba en los mismos valores que habían guiado su propia vida. Su hijo no había leído el libro. No le había dejado leerlo porque se decían muchos tacos en él.

20 de noviembre

Hoy es 20 de noviembre, y, como siempre, cualquier situación puede empeorar, o, al menos, no mejorar. Nos pareció una liberación aquel 20 de noviembre y resulta que no podemos ya ni hacer fotos de las manifestaciones, para que no quede constancia, para proteger la impunidad, que no la presunción de inocencia, que en seguida hay algún vecino haciendo vídeos con el móvil. Sí, también es el día del Niño, de ese niño que se muere de hambre lejos de aquí, o que se droga para ser soldado en una guerra aniquiladora, o que va al colegio con nuestros hijos y solo come un par de veces al día, o que espera a que sus padres lleguen con lo que han recogido de la basura, o que bebe el único vaso de leche que se sirve en casa. O ese niño que no puede ir al médico porque no tiene tarjeta sanitaria, o no puede pagar los medicamentos que le prescriben, o ese niño que no podrá ir a la Universidad porque ES POBRE, y se verá así condenado a ser siempre pobre.

Sí, hoy es 20 de noviembre. Está claro que, como sociedad, tenemos mucho que celebrar.

Guantánamo

Me desayuno esta mañana con la noticia de que Estados Unidos va a respetar el Ramadán para los presos de Guantánamo, y, por este motivo, no va a forzar la alimentación durante el día ni a los presos que mantiene atados ni a los que están en huelga de hambre… Qué detalle, qué considerados!!!.

La náusea me dura aún, a pesar del café solo que me ayuda a despertar cada mañana y me prepara el estómago para tragar sapos como éste. ¡¡Diez años ya, qué corto se me ha hecho a mí, que estoy fuera y soy tan inconsciente que no me siento amenazada!!! Diez años de privación de libertad, a espaldas de toda legalidad nacional o internacional, atropellando los derechos de unos pocos, y de sus familias, y de sus amigos, que ya no tendrán, y de sus conocidos, que quizás renieguen de cualquier relación y de cualquier trato con ellos…

La comunidad internacional no ha hecho ni hace nada al respecto. O peor aún, no solo consiente con una aquiescencia servil, sino que premia al representante del Tío Sam con el Nobel de la Paz.

Alfred Nobel destinó gran parte de su riqueza, adquirida gracias a la enorme destrucción que generaron sus invenciones sobre explosivos, a la Fundación Nobel, en un intento hipócrita de redención. No ha pasado tanto tiempo, ni somos tan diferentes.

Políticos

Ante el gravísimo accidente de autobús en Ávila, el ministro del Interior anuncia que se plantean establecer el límite de 70 km por hora para los autobuses que no llevan cinturones de seguridad.

El ministro visita la zona, y habla. No sé si piensan los políticos que sufrimos que esa es la actitud que esperamos de ellos con arreglo a su cargo.

No se le ocurre mejorar el transporte de viajeros por ferrocarril, que todos sabemos tiene un índice de siniestralidad muchísimo menor, salvo si hablamos de atentados, ahora que se están empleando a fondo para destrozar lo que queda de Renfe y tienen que salir los vecinos de los pueblos afectados a protestar porque sus niños se pasan la vida en el camino si les quitan el tren.

No se le ocurre que se instalen cinturones de seguridad en todos los autobuses que no los llevan por ser más antiguos que la normativa que les obliga a ello, o impedir que circulen si no están adaptados a dichas normas.

No se le ocurre pensar que un autobús que circula a 70 km/h por la carretera estorba al resto de vehículos que circulan por la misma vía, en el mejor de los casos.

No sabe el señor ministro, ni lo pregunta, ni parece que sus asesores sean capaces de informarle, de que un accidente de tráfico a 70 km/h en el que una persona sale despedida del vehículo por no llevar cinturón de seguridad, tiene también muchísimas probabilidades de ser mortal.

Cuando se conoce que el único responsable del accidente ha sido el conductor, que se ha quedado dormido al volante, el ministro, raudo y veloz, tiene la solución, restrictiva, como ocurre siempre en este país que no acaba de salir de la cultura del post-franquismo, donde parece que es mejor prohibir que educar, poner límites en lugar de practicar responsabilidades.

Deberíamos exigir a nuestros políticos que fueran medianamente inteligentes, que respetaran nuestra inteligencia, que la tenemos, y que tuvieran un mínimo de sentido común. Sólo eso.