La vida dulce

La miel caía desde la boca estrecha de una botella  de vidrio verde, y la mano de mi madre dibujaba el contorno de una rebanada de pan de pueblo que a mí nunca me pareció demasiado grande, rellenaba después la isla dibujada con trazo grueso y al final siempre quedaban, sobre los restos de blanco inmaculado, unas gotas espesas que tardaban en filtrarse. Yo miraba la rebanada empapada para ver como la miel iba ganando la partida, traspasando a veces la miga hasta bañar el plato, o me ponía a lengüetear los bordes por donde avanzaba  sigilosamente como la lava que rebosa de un volcán.

La miel con pan ha sido una seña de identidad de mi niñez, quizás por eso ahora, que he madurado y soy más niña cada día, me viene a menudo el regusto dulce y la visión dorada e incitadora de aquellas meriendas, y, sin querer remediarlo, me preparo una tostada de pan y dibujo una isla de miel sobre ella, suficientemente abundante como para tener que darle un lengüetazo en los bordes para que no se derrame.

Camino

Con cuatro o cinco años iba de la mano de su hermana, que siempre la apretaba un poco por miedo a que se soltara y le echaran las culpas si le pasaba algo, pero nunca se quejaba para que ella no protestara más y no tirara de su brazo, ahora, que ya tenía los dedos blancos por la presión entre los suyos. Iba distraída porque ella se distraía con cualquier cosa, según decía su madre, pero sólo era que todo lo encontraba interesante y no podía caminar al paso porque tenía que volver la cabeza  hacia la lagartija que era capaz de correr por la pared vertical, o hacia las hormigas en formación arrastrando cargas más grandes que ellas mismas por un camino hecho a base de pisar y pisar, hasta que, de pronto, un brusco tirón en su mano  la obligaba a dar saltitos y avanzar  y caminar de prisa para ponerse al paso.

Y vuelta a empezar, una y otra vez, miles de veces. Ahora, que ya no quedan manos que la arrastren, hasta que ya no queden ojos con los que mirar, ni corazón con el que vibrar de emoción.

Leer

Fue el ruido de la puerta al cerrase de golpe lo que la devolvió a la realidad. Incluso se asustó un poco y levantó bruscamente la cabeza mirando alrededor con temor. Cerró el libro y esperó. De nuevo iba a repetirse la misma escena de siempre, su madre, reprochándole que no hubiera hecho las tareas que le había encargado; su hermana, mirándola con un aire entre la reprobación y la conmiseración, y ella, sin saber qué decir, sin entender por qué debía  justificar que no quisiera convertirse en una mujer de su casa, por qué odiaba tener que limpiar o coser cuando en los libros la acechaban tantas cosas interesantes, tantas vidas por vivir sin moverse de aquella habitación que era una ventana abierta al mundo, hasta que había llegado su madre son sus estúpidas normas de educación y la había convertido en una cárcel.

Luna llena

Miró al cielo unos instantes y apuntó en el cuaderno abierto sobre la mesa, Esta noche, la Luna es un gran queso de bola. Qué poco romántico, pensó, donde los poetas encuentran inspiración constante yo sólo veo cosas de comer; será que tengo hambre… Pero entonces reparó en que había escrito Luna con mayúscula y ya le pareció que ese gesto denotaba que él también tenía un sentido lírico de la vida. Se quedó más tranquilo.
Cada día se levantaba con el mejor de los ánimos, con ganas de comerse el mundo, de saborear cada minuto –y dale con las cosas de comer-, y, cada día, alguien, algunos o casi todos, se empeñaban en ponérselo un poquito más difícil cada vez, y él se debatía entre lo que deseaba y lo que tenía, entre lo que imaginaba y lo que veía a su alrededor.
Por un momento se preguntó si realmente él sería un pesimista que se empeñaba en disimular constantemente su propia forma de ser con el afán de creerse él también su propia mentira, quizás sólo representaba un papel que el azar le había asignado por eliminación de los demás, quizás…
Se sorprendió mirando a la Luna de nuevo, en realidad no podía separar los ojos de aquella Luna inmensa, suspendida y amarilla. La Luna dominaba todo lo que se veía y todo lo que se podía adivinar más allá de su luz, la Luna atraía su mirada como atraía las aguas del mar o el pensamiento de los locos.
Siguió mirando sin apenas pestañear, hasta que los ojos le quemaban, y, entonces, la vio. La vio y el corazón le dio un vuelco en el pecho y la cabeza, por un instante, se le quedó vacía de sangre; pero la vio, e, inmediatamente, decidió que nunca podría contárselo a nadie; una niña vestida de negro y con un sombrero puntiagudo cruzaba el cielo subida en una escoba. La vio al contraluz de la Luna, y nadie podría discutírselo, porque él miraba atentamente cuando la niña volvió su cara hacia él y le hizo un guiño, sonriendo.

El principio de las cosas.

Ya de chica, cuando su abuela la llevaba al parque, no paraba quieta ni un momento, correteaba con el bolsito colgando, el bolso con forma de perro que le trajeron los Reyes Magos hacía dos años, cuando era tan pequeña que pensó que era un perrito de verdad y lo llamaba y le ofrecía golosinas sin que el perro se inmutara, hasta que, una mañana, al cabo de seis o siete días sin respuesta, vio que el animal tenía la panza abierta y mamá metía allí su merienda para la guardería. Debió ser la primera vez que se dio cuenta de que nada es lo que parece.

Por eso, se dejaba rodear de palomas en la plaza, y las oseaba para que se alejaran volando, no fuera a ser que tampoco fueran palomas, y se pasmaba, aguantando en cuclillas sobre la hilera de hormigas, tan pequeñas y tan ordenadas, medio ocultas bajo cargas tambaleantes, y levantaba luego la vista para reconocerse de nuevo entre gente que pasaba sin mirar a ninguna parte, sin ver palomas, ni hormigas, ni niñas que querían tocarlo todo y mirarlo todo y aprenderlo todo.

SETUBAL 6