Cada tarde, antes de la hora del cierre del obrador, llegaba hasta la pequeña plaza y se sentaba en uno de los bancos de granito que bordeaban la fuente. Iba con tiempo, a sabiendas de que una cosa era la hora del cierre y otra, bien distinta, era cuando ella podía salir del trabajo.
A veces, observaba a los niños correteando alrededor, con el runrún del agua de fondo, otras, se fijaba en alguna madre joven que se sentaba a descansar -con cuidado de que las innumerables bolsas que colgaban de los brazos de la sillita de paseo no la volcaran- o aprovechaba el momento para darle un potito al bebé.
No le importaba esperar, incluso le había cogido el gusto. Llevaba años haciéndolo, tantos como los que llevaba ella trabajando allí. No consideraba una pérdida de tiempo esperarla; mientras lo hacía veía a los bebés y el afán protector de sus madres y pensaba en los niños que ellos no tenían aún y que, quizás, nunca tendrían, o se fijaba en los perros que se acercaban a olisquearlo o meaban en el césped y pensaba que sería agradable que, al llegar a casa los dos juntos, saliera a recibirlos un perrito ladrando y moviendo el rabo. Pero, sobre todo, pensaba en la sonrisa de ella al salir y verlo allí, solo por esa sonrisa merecía la pena esperar.
Yo tardé en darme cuenta, lo veía al pasar y llegó un momento en que asumí, después de tantas y tantas veces, que el hombre formaba parte de la plaza, como la fuente o los bancos o los árboles. Al cabo de meses así, un día acerté a pasar cuando ella salía, sonriente, del obrador y él se acercaba, radiante, a darle un beso en los labios. Después, algún día más los vi caminar de la mano, después del trabajo.
En mi propia rutina, los domingos y los festivos eran los días en los que él no estaba en la plaza, para volver el lunes a la rutina de ellos dos.
Sin embargo, un día entre semana de un mes de octubre, cuando la plaza ya estaba cubierta de hojas amarillentas que el viento arrastraba, no lo vi. No lo vi esperando en la plaza y en la trapa cerrada del obrador alguien había puesto un papel escrito a mano donde podía leerse “Cerrado por defunción”. Tampoco lo vi al día siguiente ni en la semana siguiente, por lo que deduje que, quizás, la muerta era ella. De esto hace casi dos años.
Al cabo de diez o quince días volví a verlo en la plaza, a la misma hora y en el mismo banco, y así, de lunes a viernes, hasta que un día acerté a pasar cuando el obrador cerraba; la mujer sonriente no salió hacia la plaza, entonces, él se levantó, esperó hasta que la trapa se cerró con ese estruendo que cerraba también su mundo y se marchó.