Agua

El agua caliente para la parturienta y para el recién nacido que bracea en la palangana. El agua del barreño de zinc para el baño de los domingos. El agua cociendo para encallar y el agua fría para lavar las tripas en la matanza. El agua casi helada bajo los carámbanos que había que romper para lavar la ropa. El agua que acarreaba desde la fuente para poder beber en casa…

Todo en mi vida ha sido agua. Incluso esta agua con sabor a sal que inunda mi cara cuando los recuerdos me asedian porque tú no estás.

Toda la luz

Abría las ventanas
esperando que la luz inundara
las estancias,
que no dejara rincón oscuro
donde ocultar los miedos
hasta la próxima vez,
esa luz que baila con el polvo
y todo lo ilumina,
ese baño de sol
que nos viste de tules
y de sueños…

Imaginaba
que el ventanuco barrado
de mi celda
era un amplio balcón,
la entrada a raudales
de la vida que soñaba,
y cerraba los ojos
para no deslumbrarme,
bajo el escaso haz de luz
sobre mis párpados entornados.

Semana Santa

Te busqué, Señor,
entre los picos de los capirotes,
en los pies descalzos de los penitentes,
en las espinas manchadas de sangre,
en las lágrimas de cristal de tu madre,
en los mantos de terciopelo,
en las espadas de plata te busqué,
pero no estabas…

Se consumieron los pabilos
humeantes,
se secaron las lágrimas por la lluvia
y volvieron todos
a sus casas, a su labor,
a su madriguera,
a sus odios y sus broncas,
a sus guerras…

Y tú, Señor, no estabas…

 

Autorretrato

Había una casa vieja y deshabitada. De construcción firme, su estructura había soportado bien la huella del tiempo, pero, su fachada gris, más gris aún frente a los edificios nuevos, delataba su condena al olvido.

Yo solía pasear por la avenida, llegaba hasta ella, la miraba desde la acera de en frente, como a un espejo, y la veía allí, resistiendo contra viento y marea, desgastada y sola, sin la vida que en otro tiempo cobijó. El abandono provoca un deterioro acelerado y había llegado un momento en que ya no se la veía capaz de acoger risotadas y chillidos de críos, ni de ofrecer una cama donde hacer el amor, ni de oler a bizcocho recién hecho o al café de las mañanas. Llegó un momento en que la casa, de pura costumbre, ya no fue habitable, y unos obreros metódicos y cumplidores, la protegieron con redes y tapiaron sus ventanas para que nada de afuera le siguiera haciendo daño, ni las palomas, ni los vientos huracanados, ni el sol cegador de julio. Pero nada pudieron hacer para protegerla de sí misma, de la soledad de sus cuartos, de la penumbra de sus pasillos o del silencio que la ahogaba dentro.

Hace unos días he vuelto a caminar hasta ella. Han empezado a construir un bloque de apartamentos allí al lado y, por contraste, se la ve más vieja aún, más fuera de lugar, más castigada. La construcción de los cimientos nuevos ha abierto una grieta inmensa en la fachada de la casa. Es cuestión de tiempo, de no demasiado tiempo. Me cuesta cada vez más mantenerme en pie, la herida de mi corazón no va a cerrarse. No me he rendido, es solo que, en el abandono, ninguna de las dos teníamos posibilidades de sobrevivir.

Como el viento, la vida…

Yo no quiero ser roble,

quiero ser junco,

quiero ser la hierba

en la orilla del río

que nos lleva,

quiero engañar al viento

que quiebra las ramas secas

y arranca las hojas verdes,

que gime en los callejones

y golpea

los cristales con violencia.

Quiero engañarlo,

que piense,

que no merece la pena

desgastarse

con quien parece tan débil

como una brizna de hierba.

El recital

Fue un éxito. Todos los recitales lo son, pero este lo fue especialmente. Nos esperaban ilusionados, sus caras, su sonrisa abierta y sus gestos apresurados los delataban y nosotros nos sentimos especiales por ello. Recitamos nuestros poemas y cantamos nuestras canciones e, incluso, ellos también lo hicieron. Al terminar, como muestra de su agradecimiento, nos regalaron algunos trabajos hechos en sus talleres, unos marcadores de páginas troquelados y dos cuadros realizados con hilos, tan cuidadosamente pegados unos junto a otros como solo puede hacerlo alguien para quien el tiempo no cuenta o alguien para quien, precisamente, el tiempo cuenta solo cuando pasa.

Nosotros solo pudimos decir “gracias” muchas, muchas veces. Y prometimos volver. Y prometimos no olvidarnos.

La puerta esclusa se cerró cuando salimos, con un golpe seco y doloroso. Mientras recorríamos el patio miramos atrás, a la cuadrícula de ventanas de la fachada. Un hombre joven nos miraba salir, las manos aferradas a los barrotes, la cabeza apoyada en ellos. Quizás, aquella tarde, nuestros poemas y nuestra música le habían dado alas, pero él seguía allí, privado de libertad.

Rutinas

Cada tarde, antes de la hora del cierre del obrador, llegaba hasta la pequeña plaza y se sentaba en uno de los bancos de granito que bordeaban la fuente. Iba con tiempo, a sabiendas de que una cosa era la hora del cierre y otra, bien distinta, era cuando ella podía salir del trabajo.

A veces, observaba a los niños correteando alrededor, con el runrún del agua de fondo, otras, se fijaba en alguna madre joven que se sentaba a descansar -con cuidado de que las innumerables bolsas que colgaban de los brazos de la sillita de paseo no la volcaran- o aprovechaba el momento para darle un potito al bebé.

No le importaba esperar, incluso le había cogido el gusto. Llevaba años haciéndolo, tantos como los que llevaba ella trabajando allí. No consideraba una pérdida de tiempo esperarla; mientras lo hacía veía a los bebés y el afán protector de sus madres y pensaba en los niños que ellos no tenían aún y que, quizás, nunca tendrían, o se fijaba en los perros que se acercaban a olisquearlo o meaban en el césped y pensaba que sería agradable que, al llegar a casa los dos juntos, saliera a recibirlos un perrito ladrando y moviendo el rabo. Pero, sobre todo, pensaba en la sonrisa de ella al salir y verlo allí, solo por esa sonrisa merecía la pena esperar.

Yo tardé en darme cuenta, lo veía al pasar y llegó un momento en que asumí, después de tantas y tantas veces, que el hombre formaba parte de la plaza, como la fuente o los bancos o los árboles. Al cabo de meses así, un día acerté a pasar cuando ella salía, sonriente, del obrador y él se acercaba, radiante, a darle un beso en los labios. Después, algún día más los vi caminar de la mano, después del trabajo.

En mi propia rutina, los domingos y los festivos eran los días en los que él no estaba en la plaza, para volver el lunes a la rutina de ellos dos.

Sin embargo, un día entre semana de un mes de octubre, cuando la plaza ya estaba cubierta de hojas amarillentas que el viento arrastraba, no lo vi. No lo vi esperando en la plaza y en la trapa cerrada del obrador alguien había puesto un papel escrito a mano donde podía leerse “Cerrado por defunción”. Tampoco lo vi al día siguiente ni en la semana siguiente, por lo que deduje que, quizás, la muerta era ella. De esto hace casi dos años.

Al cabo de diez o quince días volví a verlo en la plaza, a la misma hora y en el mismo banco, y así, de lunes a viernes, hasta que un día acerté a pasar cuando el obrador cerraba; la mujer sonriente no salió hacia la plaza, entonces, él se levantó, esperó hasta que la trapa se cerró con ese estruendo que cerraba también su mundo y se marchó.

La rutina

La rutina me salvó de muchas cosas,

tantas veces,

de caer en la desesperación,

de dejarme apabullar por los problemas,

de darme tiempo para pensar

en lo que debía o no debía hacer,

de ordenar mi tiempo y decidir

qué era lo importante,

hasta que llegó un momento en que la rutina

jugó conmigo a estrangularme

y a coserme los párpados

para no mirar

más allá,

y, entonces,

me dejé llevar por la locura,

abrí las ventanas

y el siroco renovó el aire que respiro

y pude mirar más lejos,

y más cerca, mucho más cerca,

y decidí

quedarme donde estoy

ahora,

en este otoño ventoso y colorido,

próximo a las nieves del invierno,

pero que conserva aún,

como una reliquia,

los aromas de la primavera

del alma.

En la noche

Hace mucho tiempo ya que todos los gatos son pardos, aunque yo no soy consciente de ello.

De pronto, un aullido feroz me devuelve a la vida y ya solo existe para mí esa ambulancia que se aleja veloz hacia el hospital. Pienso entonces que esa sirena es un signo de vida, un signo de esperanza; ¿para qué si no, si el enfermo ya fuera un cadáver?

Y me alegro por él, o por ella, y también por mí, que, ahora, soy consciente de eso, de que estoy viva. Y cierro lo ojos otra vez, para soñar contigo.