El lago

Cuando escribo estas páginas me doy cuenta de que escribo para ti, Isabel, aunque tú nunca llegues a leerlo.  

Todo lo que guardamos dentro de nosotros puede aflorar sin previo aviso. Todo lo que hemos vivido queda dormido en nuestro interior, incluso creemos que ha muerto, pero despierta de golpe cuando alguien presiona el interruptor adecuado.

Ayer, como muchas veces antes, me acerqué paseando hasta el lago. Me gusta sentarme en un banco, con un libro, y, de vez en cuando, levantar la vista y embeberme de aquella tranquilidad, es como un bálsamo para mi corazón maltrecho.

Yo creía que estaba solo, el agua como una lámina de plata al atardecer, pero, cuando levanté la vista, vi que una mujer joven se había acercado a la orilla y miraba, inmóvil, la cabeza erguida, no lejos de mí, hacia el horizonte. Vi también que un hombre se acercaba, caminando despacio, mirando en su dirección y al lago. Se quedó detrás de ella y la abrazó por la cintura, la mujer se acurrucó amoldando su espalda al cuerpo de él y recogió con sus brazos los brazos que la abrazaban. Él escondió su cara en el hueco de su cuello y comenzó a besarla, una, dos, tres veces…, hasta que ella se volvió y se besaron en los labios, muy, muy despacio. Al poco se alejaron, abrazados, y, seguro que ni siquiera se dieron cuenta de que yo los observaba.

Aún me quedé unos minutos allí, esperando suavizar el arañazo que me hería la garganta. Luego, ya en calma, seguí recordando, recordándote, seguí cogiéndote por la cintura y besando el hueco de tu cuello, como tantas otras veces, cuando estabas a mi lado.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

El destino

Estaba acostumbrada. Desde niña lo había visto aparecer y desaparecer muchas veces. Al principio lo veía desde lejos, casi lo adivinaba, difuso en la distancia, pero en seguida volvía a perderlo de vista hasta la siguiente vez. Porque siempre había una siguiente vez. Poco a poco, a lo largo de los años, sus idas y venidas se habían ido haciendo más frecuentes y se demoraban más en la partida hasta el punto de que ella ya se había ido acostumbrando a su presencia, a esa segunda sombra que la acompañaba en silencio, sin estorbar, saludando de cuando en cuando, como un viejo conocido con el que te cruzas en la calle.

Así fue hasta hace algo más de dos años. Un día, la vieja aparición llamó a su puerta de nuevo y la miró, al abrir, con unos ojos tan francos, tan limpios, tan entregados, que ella se sintió desnuda, naturalmente desnuda. Esa vez la sombra  se le acercó muy despacio y rozó suavemente sus labios con los de ella, tan sólo fue un contacto leve, una promesa de lo que podría venir.

Al poco tiempo él regresó y ella se dio cuenta de que lo había estado esperando. Él le tomó la cabeza entre las manos y la besó poco a poco, con cuidado, como si no hubiera tarea más importante que hacer en el mundo, y ella sintió que el suelo cedía bajo sus pies y se mantenía a flote colgada de esa boca que ya era su destino. Se dio cuenta de que no podía seguir huyendo, de que no quería seguir huyendo de sí misma y, sin siquiera proponérselo, se dejó llevar hacia un mundo apasionante.

Nota del autor: Ella sigue escribiendo, no puede ya dejar de escribir; sigue meciéndose en los brazos de su destino y ya no existe para ella otro lugar donde poder vivir.