El lago

Cuando escribo estas páginas me doy cuenta de que escribo para ti, Isabel, aunque tú nunca llegues a leerlo.  

Todo lo que guardamos dentro de nosotros puede aflorar sin previo aviso. Todo lo que hemos vivido queda dormido en nuestro interior, incluso creemos que ha muerto, pero despierta de golpe cuando alguien presiona el interruptor adecuado.

Ayer, como muchas veces antes, me acerqué paseando hasta el lago. Me gusta sentarme en un banco, con un libro, y, de vez en cuando, levantar la vista y embeberme de aquella tranquilidad, es como un bálsamo para mi corazón maltrecho.

Yo creía que estaba solo, el agua como una lámina de plata al atardecer, pero, cuando levanté la vista, vi que una mujer joven se había acercado a la orilla y miraba, inmóvil, la cabeza erguida, no lejos de mí, hacia el horizonte. Vi también que un hombre se acercaba, caminando despacio, mirando en su dirección y al lago. Se quedó detrás de ella y la abrazó por la cintura, la mujer se acurrucó amoldando su espalda al cuerpo de él y recogió con sus brazos los brazos que la abrazaban. Él escondió su cara en el hueco de su cuello y comenzó a besarla, una, dos, tres veces…, hasta que ella se volvió y se besaron en los labios, muy, muy despacio. Al poco se alejaron, abrazados, y, seguro que ni siquiera se dieron cuenta de que yo los observaba.

Aún me quedé unos minutos allí, esperando suavizar el arañazo que me hería la garganta. Luego, ya en calma, seguí recordando, recordándote, seguí cogiéndote por la cintura y besando el hueco de tu cuello, como tantas otras veces, cuando estabas a mi lado.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

Con sentido consentido

Cuando él se fue le pareció que el tiempo se hubiera detenido. El tiempo y la luz. Después, poco a poco, con algo más de ese mismo tiempo y de la misma oscuridad, fue reconociéndose, fue acomodándose en  la soledad y se fue desprendiendo de rutinas, de gestos, de evocaciones. Se sorprendió cuando una mañana se dio cuenta de que su cepillo de dientes seguía allí, junto al suyo y junto al tubo de crema dental, como si tal cosa, y algo la detuvo cuando hizo intención de tirarlo a la basura. En los dos meses siguientes, cada vez que ella se lavaba los dientes, una punzada le señalaba el centro del pecho, y un impulso la empujaba y la detenía a la vez. El día en que consiguió arrebatar el cepillo del vaso de cristal se sintió fuerte y, cuando lo vio en el cubo de la basura, se sintió libre.

Ayer fue al supermercado, como tantas otras veces, y, sin proponérselo, se acercó a la sección de droguería; miraba sin ver, se recreaba entre los aromas de aquel pasillo, hasta que reparó en el expositor de las cremas y los cepillos de dientes. Se puso frente a él y los miró sin moverse, como si la elección de un modelo o de un color fuera algo trascendental. Se acordó de él y, con el gesto natural del que necesita renovar su ajuar, escogió uno de mango azul. Después, cuando llegó a casa, lo colocó cuidadosamente en un cajón del baño, junto a las cremas de reserva, y se sintió preparada para mirar de frente al futuro.

Agonía

La vida tiene estas cosas; yo me siento hundido en un pozo de amargura y soledad y tú, tú no lo sabes. Podrías pensarlo, eso sí; podrías haber pensado que, de seguir así, llegaría un momento en el que yo acabaría renunciando, en el que tu desidia me obligaría a tomar una decisión… que no he tomado. Ni siquiera de eso he sido capaz, Isabel, tan solo me he dejado caer. Definitivamente. Me torturo pensando que, en realidad, no te importo, que esto es lo que tú querías, que ahora estoy en el sitio donde tú me colocaste. Quizás me equivoque y tan solo se trate de que estamos en órbitas diferentes, condenados a no encontrarnos nunca…

Fíjate que yo ya te he sacado de mi tiempo y tú ni siquiera te has dado cuenta. Pordios! ¿cómo es posible que yo te haya amputado de mi vida y todo siga igual a mi alrededor?

Todo igual a mi alrededor… Todo igual. Mientras yo me siento morir.

(De las memorias de Ismael Blanco)

Todavía

A ti ya no te quiero y a ella no la quiero todavía…  Las guerras me desgastan, mis propias  guerras donde yo soy a la vez el que ataca y el que se defiende, donde soy, inevitablemente, el vencido y a la vez y después de muchas agonías, más que el vencedor soy solo un superviviente. Sí, a duras penas, pero siempre sobrevivo. He sobrevivido al hecho de alejarme de ti y he vencido porque, aun así, no te he olvidado. Ni he podido ni he querido olvidarte. Me palpo el alma y las cicatrices están aún tiernas y duelen un poco, pero cada vez se harán más duras y más rígidas y dolerán menos. Solo es cuestión de tiempo.

Ya no te quiero, es cierto. Era mejor para los dos e imprescindible para mí desde que te fuiste que dejara de quererte. La vida no acaba porque un amor termine, me lo dije tantas veces que acabé creyéndolo y así fue. Ahora ella, y yo mismo, esperamos pacientemente mi recuperación, nos vamos acercando al camino como niños que están aprendiendo a andar, tambaleantes y con miedo a caer, de volver a caer, pero con la curiosidad infinita de lo que podamos encontrarnos.

Nunca leerás estas líneas, pero necesitaba escribirlas; ya me conoces, pienso, pienso… pero, hasta que no escribo, no tomo verdaderamente conciencia. Pues bien, es cierto, a ti ya no te quiero y a ella no la quiero todavía. Todavía.

(De las memorias de Ismael Blanco)

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La decisión

La vida cambia en un minuto; en un segundo, si me apuras. ¿Cuánto tiempo necesita uno para morirse? Es un pestañear y basta. Pero no hay que ser tan drásticos, nadie habla de morirse, tan solo hablamos de cambios importantes, como cuando nació el niño y cambió totalmente mi vida, de que Mirian tuviera barriga un día a dejar de tenerla al día siguiente y llenarse todo de ocupaciones, y de preocupaciones, y, sobre todo, de responsabilidad… Y ahora, ¿ahora, qué?; ahora he de tomar una decisión importante, importantísima, que puede cambiar mi vida para siempre, y eso supone una continuidad o una ruptura, así de extremado es todo… Preferiría que me dieran las cosas hechas, sería más cómodo, simplemente esforzarme en adaptarme, sin tener que decidir… miento, no prefiero que me lo den hecho, prefiero el riesgo de equivocarme pero sentirme dueño de mi vida, al menos de un hilito de mi vida, ¡dejadme que lo maneje, por favor!, al menos un hilito de mi polichinela.

Todos opinan, todos se creen con derecho a opinar, les pregunte o no, pero no se dan cuenta de que cada uno me aconseja pensando en sí mismo y yo debo pensar en todos. Y en mí. Me agota tanta presión, y más aún cuando disimulan y aparentan imparcialidad, se me aguzan las orejas para escuchar lo que se callan; ese sentido nunca me ha faltado, desconfianza, dice Mirian, pero no, solo es que los veo venir y me protejo.

¿Cómo estar seguro de no equivocarme? No puedo estar seguro de eso. ¿O sí? Nadie puede saber adónde nos lleva el camino que elegimos, ni adónde nos habría llevado el que dejamos atrás, tan solo podemos decidir en medio de la incertidumbre y el desamparo; decidir ir adonde el corazón nos lleve. Esa es la única seguridad para no equivocarme, para no arrepentirme nunca; usar mi cabeza, analizar cuidadosamente todos los matices, todas las posibilidades, simular todos los escenarios posibles, hacer todos los cálculos y elegir lo que mi corazón me dicte. Solo así tendré fueras para seguir adelante. No puedo engañar a mi corazón.

La decisión (relato)

El adiós

A él le dijo que llevaba mucho tiempo preparándose para ese momento, pero no era verdad; en  realidad, sólo llevaba mucho tiempo temiendo que llegara ese momento; el suelo se abría bajo sus pies y ella no podía agarrarse a nada para evitar que la oscuridad la tragara. Se sintió como un náufrago, intentando bracear en medio del océano, inútilmente.

Le agradeció la sinceridad, y se dejó hundir en aquel dolor mudo y sin lágrimas. Y se sintió terriblemente sola. Otra vez.