A Ulises
Cuando yo era pequeña vivía en una ciudad distinta a ésta en la que ahora vivo. Mi madre me llevaba de la mano hasta la puerta del colegio y un señor muy serio, que debía ser el director o el jefe de estudios, según he sabido después, vigilaba que todos los niños entráramos en orden y, sobre todo, que ninguno se subiera a la valla, por mucha prisa que tuviera –en realidad, no recuerdo que tuviéramos prisa por entrar a clase, si acaso por salir al recreo y, después, a comer-. Aquella pared que rodeaba el patio y el edificio donde estaban las clases, tenía una parte de piedra y cemento, desde el suelo hasta la altura de mi cabeza entonces, y, por encima, unas lanzas de hierro oscuro, rectas y frías, que apuntaban al cielo infinito. Todos sabíamos que una vez, no sé cuándo ni por qué, un niño se había subido a la valla y se había quedado clavado en una de aquellas lanzas “como un pincho moruno”, según dijo alguien, y yo ni entonces ni ahora he sido capaz de imaginar lo alto que debía ser ese niño para poder alcanzar el extremo en punta de aquellos hierros, ni, por supuesto, he podido ya comer pinchos morunos, ni siquiera verlos en fotografías.
Todas las tardes, después del colegio y de hacer los deberes, yo iba a jugar un ratito al parque que había cerca de mi casa. Recuerdo que algunas veces nos tocaba esperar y esperar a que unos niños mucho más grandes que nosotros se hartaran de subir y bajar en el balancín, en medio de grandes risotadas, mientras nos miraban desafiantes y esperábamos en silencio con cara de pánfilos. En aquel parque, en una esquina adonde acudían puntualmente cuatro o cinco perros cada tarde, había una placa metálica sobre un pedestal, dando cuenta de que el Sr. Alcalde lo había inaugurado unos años antes. Yo creo que aquel señor alcalde no tenía niños, o, si los tenía, no iban a aquel parque, porque, cada vez que algo se rompía, tardaban meses, casi diría que años, en arreglarlo; el tobogán nos lanzaba hasta un hueco inmenso que se había hecho sobre la tierra de tanto caernos encima, tan profundo que a nosotros nos parecía un pozo, y los columpios se quejaban con un gañido lastimero a falta de aceite que aliviara sus engranajes. Recuerdo que, una tarde, una de las cadenas de las que colgaba el asiento de un columpio se soltó, y la niña que estaba balanceándose en él salió volando, el vestido hinchado como una medusa, y se dio de bruces en el suelo; cuando se levantó tenía las rodillas y las manos arañadas y llenas de tierra y el susto la había dejado hasta sin ganas de llorar. Y otro día, mi amigo Andrés, que era un valiente, se me acercó mirándose un dedo con cara de incrédulo; el índice de su mano izquierda goteaba sangre y Andrés recogió el trozo que le faltaba en el asidero del balancín, que se lo había arrancado.
Todo esto sucedió hace mucho tiempo, pero aún recuerdo, y Andrés también, que una tarde, ya casi anochecido, apareció por allí un hombre alto y serio, no tan serio como para asustarnos, y con una caja de herramientas colgando de la mano izquierda, en realidad, de lo que quedaba de su mano izquierda, pues le faltaba la mitad del dedo índice y un trozo del pulgar y del meñique. El hombre no dijo nada, se agachó sobre la arena, abrió la caja allí y fue revisando, uno por uno, todos los juegos del parque, apretando un tornillo aquí y aflojándolo allá donde hacía falta. Ninguno dijimos nada tampoco, pero, poco a poco, todos dejamos de jugar y nos quedamos observando al hombre y a su mano ágil y deformada mientras trabajaba. Al cabo de un rato se volvió para mirarnos y nos dijo: “Hay que tener cuidado, niños, alguien dejó un cohete en el parque cuando yo era pequeño como vosotros, y me explotó en la mano cuando lo prendí. Y mirad como me quedó”. Y adelantó su mano para que todos la viéramos y Andrés miró de reojo el vendaje de la suya.
Fue la única vez, no volvimos a verle y ningún padre supo de él ni siquiera aquel día; era como si hubiera salido de la nada y hubiera vuelto a ella una vez terminado el trabajo. A partir de entonces ya no hubo más averías sin reparar; incluso espiábamos a veces, cuando algún juego estaba maltrecho, para verle llegar y arreglarlo, pero nunca volvimos a verle. Y no volvimos a hablar de ello.
Aún ahora, Andrés conserva una cicatriz en el pulpejo de su dedo herido, y dice que, si toca con él, tiene más sensibilidad. Y eso nos permite pensar que es la prueba de que todo sucedió como lo recordamos.