Un hombre corriente

Soy un hombre corriente

que camina

y se alimenta

y trabaja

como todos los demás;

que quiso

creer en Dios

pero no fue posible;

quizá Dios pensó

que no merecía la pena

llegar al fondo de

un hombre tan corriente…

Soy un hombre corriente

que quiso vivir

enamorado

para sentirse inmortal,

y quiso mucho, y,

probablemente,

a él también lo amaron,

pero camina solo,

al lado o delante o detrás

de su sombra…

La sombra de un hombre corriente.       

De las memorias de Ismael Blanco

La muerte de Aniceto Pi

El día en que Aniceto Pi decidió morirse fue un día normal. Unos se habían levantado muertos de sueño, maldiciendo su suerte, o su desgracia, que los obligaba a trabajar; otros se habían despertado en los brazos de su amante y volvieron a enlazarse en un abrazo infinito, en espera de que la espera ante una nueva oportunidad de verse fuera corta; otros acariciaron la cabecita del bebé insomne, al fin dormido, y otros, sin más, apagaron la alarma y se fueron a la ducha.

Para Aniceto Pi tampoco fue un día extraordinario; tomar la decisión de morirse no era nada del otro mundo, era una consecuencia normal que casi se veía venir. En los últimos días había pensado en su madre, un “sargento cocina” que confundió toda su vida el orden con el amor a sus hijos; en su exmujer, que cumplió adecuadamente con las expectativas del primer amor y se había ido desinflando, poco a poco, hasta llegar a ser solo una buena amiga, luego, una amiga sin más, y, en estos momentos, una conocida amable con la que tenía intereses en común, sus hijos. También había pensado en ellos, y le reconfortó darse cuenta de que había hecho todo lo que estaba en su mano para que fueran buenas personas, y, ahora, ya talluditos, se veía libre de cualquier responsabilidad. En todo caso, él seguía ofreciéndoles su hombro pero no encontraba en ellos un hombro recíproco. Será lo normal, había pensado también, nos separan muchos años, yo casi estoy de vuelta y ellos empiezan el camino.

Aniceto Pi pensaba mucho y en muchos, pero, a veces, se dejaba adormecer en la playa de sus días mientras veía venir las olas. No se estaba mal así, tomar decisiones era, en ocasiones, demasiado cansado. Hasta que un día, de pronto -todo pasa de pronto, en un único momento, aunque se haya ido fraguando durante días o años, basta un momento para que, al final, suceda- se dio cuenta de que su vida era buena, pero no era la vida que había soñado; se dio cuenta de que, cuando se sentía mal o, por el contrario, era muy feliz, añoraba siempre a quién no estaba con él para compartirlo, se dio cuenta de que aún le quedaban sueños por cumplir, casi olvidados…

La vista de las olas mansas lamiendo la arena de la playa le había dado paz pero, poco a poco, la paz se había ido tornando en hastío. Por eso decidió morirse, dejar de ser lo que era y como era. Decidió ser valiente y arriesgarse ante los juicios ajenos sabiéndose coherente con su propio juicio. Morirse y renacer asiendo las riendas de su vida.

El encuentro

Por aquel entonces empecé a salir a la calle casi a diario. Me lo impuse como una disciplina porque la casa se me caía encima cuando no estaba trabajando. Tu ausencia lo llenaba todo; el hueco que tú habías dejado se comportaba como un agujero negro que todo lo engullía, los espacios, el tiempo, la memoria… Me acostumbré a deambular sin prisa –nadie me esperaba ya a mi vuelta-, forzándome a ver prestando atención, a mirar a mi alrededor, a la gente que pasaba sin prisa, a los turistas que se agolpaban alrededor de su guía, las fachadas de las casas solariegas o las iglesias en las que yo nunca entraba.

Una tarde estaba observando la huella del tiempo en las piedras de la fachada de una pequeña iglesia, aledaña a un convento de clausura. Eran piedras blandas, mermadas por la humedad y por los siglos. Pasé la mano por las que quedaban a la altura de mis ojos y los dedos pulverizaron la superficie con un roce mínimo. Aquella fragilidad, manteniendo la iglesia en pie durante siglos, me pareció una alegoría de mí mismo, tan frágil, tan sensible y, sin embargo, la imagen viva de la resiliencia.

Cuando ya me marchaba vi que, entre dos piedras, había un papel blanco, doblado y colocado en el fondo de la angostura. Hundí la mano tanto como pude en la hendidura y llegué a él con la punta de los dedos. Me costó maniobrar un poco para poder cogerlo pero, finalmente, me hice con él. Era un trozo de papel recortado con torpeza de otro más grande y doblado cuidadosamente en cuatro. En él alguien –no sé si hombre o mujer, no tenía una letra característica- había escrito torpemente una fecha -tres meses antes de aquel día- y, debajo, una confesión de pesimismo, de desesperanza, de despedida. Parecía la nota de un suicida, de hecho, parecía despedirse de alguien o de todo. Me sorprendió encontrarla allí. Pensé que, si era broma, se trataba de una broma macabra, y, de ser sincero aquel escrito, por qué dejarlo allí, donde nadie podría leerlo, o quizás, con la esperanza de que, precisamente, alguien anónimo y ajeno lo leyera. Pensé que esa misma nota, encontrada en otro lugar, en la casa o en el lugar de trabajo, sería la forma de despedirse de un hombre o de una mujer solos y desesperanzados, pero, en la pared de una iglesia, era un grito desgarrador por una fe que habían perdido -el hombre o la mujer- o que nunca habían tenido; un reproche, un reparto de culpas, quizás, por haber buscado refugio allí y haber fracasado.

Que yo encontrara aquella nota tres meses después de ser escrita no solucionaba nada, al contrario, provocaba en mí una tormenta interior, un mar de dudas, sobre lo que finalmente habría ocurrido con su autor o autora; si se habría suicidado, como daba a entender en ella, o habría encontrado un resquicio de esperanza y de valor para seguir viviendo, para seguir luchando. No sé por qué pero no fui capaz de devolver el papel a su sitio –el sitio donde lo había encontrado-; quizás pensé que su sitio cierto estaba conmigo, como si me hubiera estado esperando durante tres meses, hasta mi llegada, como si, de entre todos los pobladores de la ciudad y todos los que solo pasan por ella, me hubiera señalado a mí, como su destinatario. Sentí que debía quedármelo, protegerlo –quizás intentaba proteger a su autor o autora-, como un depósito, como si, al guardarlo yo, algo de la memoria de aquel desconocido o desconocida permaneciera aún en este mundo, en mi propia memoria, sin recuerdos previos, como un intruso invasor que ya siempre me acompaña.

De “Las memorias de Ismael Blanco”

Así empezó todo

Yo caminaba solo por la calle y tú salías de un portal. La calle estaba desierta y yo llevaba tiempo acostumbrándome al eco de mis pasos solitarios y a la luz mortecina de las farolas. Mi propia vida, pensé. Seguí mi camino -yo creía que era un camino, pero en realidad, caminaba sin rumbo, o, precisamente, caminaba intentando no seguir un camino-. Apenas me di cuenta de que tú salías del cobijo de un portal a la intemperie.

Un tiempo más tarde, la escena, más o menos, se repitió. La intemperie tiene su atractivo para quien vive inmerso en la tranquilidad que da un techo, y yo… yo era Ulises luchando con denodado esfuerzo contra el canto de las sirenas.

Sin embargo, poco a poco, fui buscando tu presencia en la calle desierta, me sentía bien al reconocer tu sombra cerca de la mía. Me di cuenta de que yo lloraba en soledad, pero no podía sonreír si no era con alguien, y empecé a imaginar que tú me mirabas y yo sonreía.

De pronto, un día, te pusiste frente a mí y me dijiste:

-¿Tomamos un café?

Y así empezó todo.

                                                                               (De “Las Memorias de Ismael Blanco”)

Solo en casa

Mi padre, a mi edad, era ya un viejo. No es que yo no lo sea aún, no; es que se espera de mí que viva más años –la estadística de vida media-, y los que deciden han decidido retrasar de forma torticera la entrada en la vejez, como si no fuera verdad que ahora vivimos más años siendo viejos y no que envejecemos más tarde.  

El hecho cierto es que ya no me pagan por trabajar, sino por haber dejado de hacerlo, que ahora tengo tiempo para todo aquello que siempre quise hacer y ahora ya no quiero –desear lo que no podemos tener o “el espíritu de la contradicción”, que diría mi madre- y que puedo, por fin, sentirme dueño de mi tiempo, aunque sea para perderlo –nunca el tiempo es perdido-.

He cambiado de rutinas, pero alguna conservo. Sigo levantándome a la misma hora porque creo que, de no hacerlo, el día no me dará de sí lo que de él espero y así he ido ganando terreno en campos que antes nunca exploré, como la cocina. Cuando trabajaba –cuando tenía un amplio horario fuera de casa, tediosos desplazamientos en cercanías y más conflictos de los que podía resolver por asuntos ajenos a mí- mi actividad en relación con la cocina se limitaba a desayunar en ella de pie, de prisa y mirando el reloj. Ahora he descubierto el placer de imaginar qué comer y procurar cocinarlo. A veces me quedo solo en ese “procurar” pero otras consigo conciliar el deseo con la mano de obra y llego a saborear bocados que a mí me parecen propios de cardenales. Y, como Juanjo Millás, he descubierto el alcance terapéutico de un buen sofrito. Me refiero al beneficio que para el espíritu supone cortar en pedacitos las verduras, sin prisa, como haciéndote perdonar por ellas semejante estropicio, y acabar de rendirlas en una sartén al fuego. ¡Ojalá lo hubiera descubierto en mi época de empleado de Banca, seguro que me habría evitado los ansiolíticos!.

También me he dado cuenta de que, ahora, mi casa es mi casa y no solo el sitio por donde paso a dormir. Ahora me preocupa el orden, me he dado cuenta de que vivir solo no es óbice para que en la casa pueda reinar el desorden; basta con dejar la ropa sucia fuera del cubo de la ropa sucia, los platos en el fregadero esperando mejores tiempos o la cama deshecha porque no esperas visitas para que la casa, tu casa, parezca la casa de tu enemigo. Por eso cuido ahora los detalles, aprovecho que nadie descoloca lo que coloco yo e, incluso, he comprado un poto con la esperanza de una convivencia satisfactoria para ambos. Y, de momento, los dos estamos bien.

Supongo que en cada piso de mi rellano de escalera vive alguien, pero no conozco a ninguno de ellos. En realidad solo sé que existe mi vecina del B –yo soy el A-. No la he visto nunca, no hemos coincidido en el ascensor ni en la escalera, supongo que antes porque yo salía pronto y llegaba tarde y ahora porque apenas salgo. Si me paro a pensarlo, sé muchas cosas de ella. Sé que es una mujer joven porque escucho su zapateo cuando llega y cuando sale de casa y porque la he oído reírse como solo lo hacen los jóvenes. Será un milagro que pase de los treinta o los treinta y cinco. Sé que vive sola porque solo se la oye hablar por teléfono o se escucha la televisión, de fondo, diálogos de película o de serie, pero no propios. Sé que, además de vivir sola, no tiene pareja  o novio o amigo íntimo o como quiera que se le llame ahora, porque, en seis meses desde que paro en casa, tan solo una vez escuché una voz de hombre, también joven como ella, en pausada conversación, una de esas en las que esperas más la respuesta del otro que el momento de decir algo, en las que los silencios intermedios son más importantes que las voces, en las que el tema de conversación  en realidad no existe porque basta con la presencia, con estar en el mismo sitio y con el mismo deseo. Solo ocurrió una vez, el afán de intimidad debió quedar en tentativa, porque escuché abrirse y cerrarse la puerta de la casa  a una hora demasiado prudente y con palabras y tono propios de amigos, pero nada más que amigos. Alguna vez, en fin de semana y a mediodía, la he escuchado junto a otros hombres y mujeres, cuatro o cinco voces diferentes, sentados alrededor de una mesa, en medio de risotadas y ruidos de cubiertos y de copas entrechocando. Supongo que serán amigos, o viejos –por serlo desde hace mucho tiempo- compañeros de trabajo que acaban siendo amigos y celebran así cumpleaños o ascensos.

Ayer, al abrir mi buzón, me di cuenta de que ella había quitado el nombre del suyo. Se me pasó por la cabeza que trataba de esconderse de mí, pero me di cuenta de que eso no tiene ningún sentido; yo no la espío, tan solo vivo al otro lado y no tengo ningún interés en perjudicarla. Su nombre, conozco su nombre y puedo reconocer sus pasos y su voz, pero ni siquiera sé si es alta o delgada, rubia o morena. Es probable que ella ni siquiera sepa que yo existo.

Casi es la hora de cenar. Ha empezado a sonar al otro lado el golpeteo apresurado y metálico que se escucha cuando se bate un huevo, el golpe del tenedor contra el plato mientras voltea el huevo roto. Será buena idea prepararme también yo una tortilla. Una tortilla francesa y una copita de vino blanco. Y, como cada noche, brindar por ella.

Volver

Me di cuenta cuando volví a la ciudad, después de tantos años. Era la misma que habíamos recorrido juntos, los mismos bares, los mismos rincones… pero no era la misma. Ahora la veía plana, distante; su manto protector había desaparecido. La luz que fue mi inspiración en otro tiempo se había tornado mortecina y cualquier lugar al que mirara era uno más.

Me di cuenta de que, en realidad, las cosas seguían igual, inanimadas. Los mismos edificios, algunos bares nuevos, tiendas cerradas con escaparates sucios y pintarrajeados, los niños en los parques y los viejos en los bancos, buscando el sol. Y me di cuenta de que era yo el que había cambiado. Ya no vivía para las mismas cosas que entonces. Ya no miraba a mi alrededor como si necesitara embeberme de la vida de los otros, ya había vivido lo suficiente como para haber aprendido a vivir solo.

No me malinterpretes, nadie me sobra, pero a nadie necesito. Ya no voy corriendo detrás de los afectos, quizás porque con el tiempo aprendí a quererme un poquito más. Sí, añoraba la ciudad de aquellos tiempos hasta que me di cuenta de que añoraba lo que entonces viví. Y en ese mismo instante, pude verla de nuevo en toda su belleza. Era mi corazón, baqueteado de retiradas y de dejar marchar, el que latía; eran mis ojos llenos de vida los que hacían magníficas aquellas piedras doradas por el sol.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

De la memoria

Hace dos años la llevaron al hospital. Esa fue la primera vez de muchas veces después. Estaba tomando un café en un bar y vio en la mesa de al lado una mano masculina que movía la cucharilla al revés. Y todo desapareció a su alrededor. Luego dijeron que estaba ausente, sin moverse, sin hablar, y  los camareros llamaron a una ambulancia porque tuvieron miedo de que le hubiera dado algo. Ella no entendía por qué tanta preocupación, tan solo había estado recordando la primera vez que lo vio, hacía tanto tiempo ya; otra mano, en otro bar y en otra primavera, moviendo al revés la cucharilla del café y cambiando su vida solitaria por una vida entre dos.

Después siguieron algunos hospitales más, y más médicos manoseando su cerebro, buscando no se sabe qué para ponerlo en un largo informe; y nuevas consultas y nuevos medicamentos que ella, cuidadosamente, ordenaba como un puzle en el cajón de la mesilla.

En los últimos meses había conseguido volver a él  con mucha más frecuencia. Cualquier cosa le servía para llevarla al fondo de su memoria juntos y quedarse allí las horas muertas. Apenas salía ya de casa porque si el recuerdo la asaltaba en medio de la calle o entre gente, siempre había alguien que llamaba a una ambulancia. Y vuelta a empezar.

Hasta hoy. Hoy, un portazo por una ventana abierta le trajo a la memoria otros portazos con las ventanas cerradas, y súplicas, y lágrimas, y soledad. Y abrió el cajón de la mesilla y sacó la caja intacta de la última receta y vació en su mano y en su boca todas las pastillas. Y tragó despacio los momentos amargos, y se tumbó en la cama para que él supiera donde encontrarla si volvía.

Único

Dijo que era hijo único. Lo dijo antaño y lo siguió diciendo después, cuando se dio cuenta de que tener muchos hijos era cosa de pobres y hacinados y ser hijo único era cosa de señores de bien, con grandes casas desocupadas  y personal de servicio al servicio de casi nadie. Dijo que era hijo único y nadie supo nunca, ni él mismo, si estaba mintiendo. Nunca cuidó de otro más chico y nadie más grande cuidó nunca de él y ni siquiera en los papeles decía lo contrario cuando lo sacaron de la inclusa. Único, sólo, al fin y al cabo…

De paseos

“Estoy un poco harto, la verdad. Todos los días con la misma monserga, con lo a gusto que estaría yo echando una cabezadita en el sofá mientras ella ve la tele. Mírala, ya está en el pasillo esperándome. Si no fuera yo bueno le iban a dar…, pero me da pena. Si no fuera por mí se moriría de asco en casa, sola todo el día. Por eso sigo aquí, a pesar de las ganas que tengo de correr mundo, de husmear por ahí todo el tiempo, de perseguir pájaros. Por eso voy a ir hasta ella meneando la cola y me pondré de manos en sus muslos para que proteste como todos los días, dos veces al día. ¡Sólo porque ella lleva la correa, cree que me saca a pasear!”.

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