Diario de Pepín. Día 109

Mamá dice que he salido en un calendario. Yo no  me lo creía pero me ha enseñado una foto con una de mis hermanas, del último día que estuvimos todos juntos, sin mamita Alba. A mí se me ve bastante pequeño porque mi hermana me saca más de la cabeza. Me acuerdo ahora de cómo todos mis hermanos, que eran seis y eso es ser muchos hermanos, se adelantaban siempre a coger la teta de mamita, y me dajaban al verlas venir. Yo creo que, si no hubiera sido por los cuidados que me dieron los papás de la otra casa, yo me habría muerto de hambre, en medio de todos ellos, hambrientos y grandullones. Menos mal que siempre he tenido papás que me han cuidado, los de la otra casa y mi mamá.

Dice mamá que hoy se acaba un año y mañana empieza otro. A mí me da lo mismo, los días son diferentes dependiendo de si voy a la oficina o me quedo en casa, o si vamos de viaje con el coche, cosas así… Y un año se me hace un tiempo muy largo. Yo no sé cuántos años tendrá ya mamita Alba o cuántos tendrá el perro más viejo que jamás haya visto, pero, si he de empezar un año nuevo, pues quiero seguir todo ese tiempo con mamá, por supuesto, y con el chico de la gorra, y el señor que me llama perrete y la mujer que habla como mamá pero no es mamá. Bueno, y con los abuelos, claro, que yo creo que esos sí que deben ser viejos viejísimos, pero ya les diré yo que, si no pueden caminar bien, pues que se queden sentados, pero que me esperen en el pueblo que tendremos que ir también en ese año nuevo.

Diario de Pepín. día 108

El pueblo ya no tiene secretos para mí. Cuando bajo del coche sé perfectamente cuál es la puerta de la casa de los abuelos. Eso sí, la cortina sigue dándome un poco de miedo, y espero a que mamá la recoja a un lado para poder pasar, pero eso es lo único. Incluso me voy yo solito al trozo de hierba donde mamá me saca para hacer pis; que sabía yo muy bien dónde era y no me iba a perder. Mamá se llevó un poco de susto, eso sí, porque pasaban coches por la carretera y yo me fui a explorar, como si nada.

Los abuelos son muy viejitos y hacen las cosas más despacio que mamá y el chico de la gorra. Nos abrazan  mucho cuando llegamos y cuando nos despedimos, y la abuela me deja subirme al sofá, y eso debe ser algo extraordinario, según dicen mamá y la mujer que habla como ella pero no es ella. La abuela camina un poco raro, arrastra los pies y de vez en cuando parece que se va a caer, pero no. Yo procuro no meterme entre sus piernas porque si ya se tambalea ella sola, no quiero ni pensar si se tropieza conmigo. A veces ella me llama Pepito, y otras se piensa que yo soy una perrita pequeña que ella tuvo hace muchos años, pero a mí no me importa porque sé que ella me quiere igual.

Tener abuelos es una buena cosa.

Diario de Pepín. Día 23

Yo no sé muy bien qué día de la semana es; los perros no sabemos esas cosas. Pero sí sabemos cuándo los días son iguales y luego, de pronto, hay mucha diferencia. Y luego ya escuchas con atención y te vas enterando de que los humanos hablan de fines de semana y de sábados y de domingos.

Hoy es sábado. Lo sé porque, además de las diferencias de otras veces –no hemos ido a la oficina, solo a dar una vuelta, y, luego mamá ha salido con el carro de la compra- mamá lo ha hablado con el chico de la gorra y nos hemos ido de viaje.

El chico de la gorra tiene un coche que huele a nuevo y brilla mucho, el coche en el que mamá me llevó a la veterinaria hace un ruido diferente, agradable, pero diferente, y está como viejito, como si mamá hubiera ido y venido muchas veces con él. Bueno, pues el chico de la gorra nos ha llevado a un viaje largo. Yo me di cuenta de que era para mucho rato porque mamá colocó un empapador y una toalla vieja en el asiento de atrás y me dijo que era por si no aguantaba el pis o me mareaba.

Al final llegamos a una casa donde había una mujer muy viejita cocinando y se asustó de momento al ver a mamá, pero luego la abrazó un rato y también al chico de la gorra, y salió otro viejito a vernos y otro hombre que estaba dentro. Y todos sonreían y se abrazaban. Entonces supe que también tengo abuelos y tíos, tengo una familia enorme, y, aunque de momento solo tenían ojos para mamá y para el chico de la gorra, luego ya empezaron a abrazarme y a besarme a mí también. No me dio mucho tiempo a explorar la casa porque no quería separarme mucho de mamá, y, además, allí todo eran piernas y pies moviéndose de un lado a otro y podían tropezar conmigo.  Mamá me vigilaba todo el tiempo porque decía que podía meterme entre los pies de la abuela y podíamos tener una tragedia.

El hombre que estaba con el abuelo nos sacó muchas fotos, mamá conmigo cogido y el chico de la gorra –que se la había quitado en casa- también conmigo en brazos. Yo di muchos lengüetazos y moví muchísimo el rabo y estuve muy contento, aunque me acordé de Sofía, porque ella se quedó en casa y debía estar muy aburrida ella sola.

Lo que no me gustó del pueblo es que mamá me sacó para hacer pis y caca y no había hierba fresquita y verde, como aquí. Allí solo había tierra y cemento alrededor de la casa, y un poquito más lejos, unos yerbajos medio secos. Yo me adapto a cualquier sitio, hice todo lo que tenía que hacer y mamá les dijo a todos lo bien que me había portado.

Lo malo de ir a los sitios, aunque estés bien, es que tienes que volver. El coche no me hace gracia, se me revuelve un poco el estómago; de hecho, apenas cené aunque ya hacía mucho que habíamos vuelto. Quizás fueran las emociones. Para un perrito cualquier novedad es impresionante y saber que mamá también tiene papás, como yo, aunque estén lejos de casa, ha sido una sorpresa muy grande.

El pueblo

No fui feliz allí, pero no me di cuenta hasta mucho tiempo después. En realidad fue la pregunta de Pablo la que me hizo despertar. Me preguntó si, ahora que ya no trabajaba, iba a volverme al pueblo. Y le dije que no.

Me sorprendió la pregunta, me pareció fuera de lugar, una ocurrencia desafortunada. Pero el único que estaba fuera de lugar era yo. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza algo así, y, ahora que la pregunta de Pablo me obligaba a recapacitar, me daba cuenta de que nunca había pensado en volver, de que nunca había querido volver allí.

Cuando era niño me sentía fuera de lugar. Probablemente me habría pasado lo mismo en cualquier otro sitio, pero era allí donde estaba. No encajaba bien entre los otros niños, que me hacían sentir diferente. Y la gente del pueblo… Siempre los he visto como fuego amigo, tan peligroso que puede matarte. Siempre tuve la sensación de que me acechaban, de que, a cada paso o con cada gesto, una doble sombra me seguía, la mía y la que ellos dibujaban. Siempre bajo su mirada crítica; siempre bajo su juicio inapelable.

Me marché en cuanto pude, y creo que nunca sentí nostalgia ni del lugar ni de los momentos. Volví muchas veces, claro. Mientras vivieron mis padres volví a menudo, pero nunca paré lo suficiente como para que algo o alguien me hicieran cambiar de opinión. Por eso ahora, que puedo disponer del tiempo, podría regresar a cualquiera de los otros pueblos donde viví después y dónde fui feliz a veces. Pero al mío, no.

(De las memorias de Ismael Blanco)

De desconfianza

Hasta que aquel hombre llegó al pueblo las puertas de las casas nunca se cerraron con llave. Los vecinos las ponían en las cerraduras, eso sí, para que no se les olvidara cogerlas al salir y luego encontrarse conque no podían entrar en casa, que no todos estaban tan ligeros como para andar saltando por las ventanas abiertas o desde los balcones aledaños, pero, desde que llegó aquel hombre al pueblo las cosas cambiaron y la desconfianza y, en algunos, el miedo que generó esa desconfianza, les pusieron “a guardar la viña”, como decían los viejos.

Nadie le conocía de antes ni sabían de dónde venía y solo alguno sabía a qué se dedicaba; no es que fuera mal vestido o desaseado, al contrario, el forastero era pulcro en sus formas y muy educado, saludaba a los del pueblo aún sin conocerles con un “Buenas tardes” o “Buenos días”, dependiendo de la ocasión, y no les miraba a los ojos para no parecer desafiante, salvo que alguno le hablara, no fuera a interpretarse que tenía algo que esconder. Pasaban los días y los viejos que se sentaban al serano seguían callando a su paso y lo miraban ir, y las mujeres que hacían corrillo en la calle cuando iban a comprar cuchicheaban arrimando sus cabezas cuando él saludaba. En una ocasión le pareció que se referían a él como “bohemio” y dudó de que realmente supieran el significado de la palabra y otras veces escuchó palabras sueltas como “raro”, “nuevo” o “artista”, e incluso todas a la vez, en la misma conversación.

Consciente de lo poco que avanzaba la situación, y ya algo incómodo, el forastero, incapaz de hacerse transparente para pasar desapercibido decidió pasar a la acción. El martes, día de mercadillo en el pueblo, se paseó por la plaza, en plena ebullición, y se codeó, y nunca mejor dicho, con todo el que pudo, y opinó sobre las frutas y las verduras mirando a las mujeres que compraban a su lado, como buscando aprobación a sus comentarios; y el sábado, a eso de las once, se pasó por el comercio del pueblo, uno de esos bazares que funcionan como las cajas de resonancia, y donde lo mismo encuentras unas botas de trabajo que un frigorífico o bacalao seco al peso, y se plantó delante del mostrador y de la señora Pura, que lo esperaba algo desafiante al otro lado, y preguntó en voz bastante alta, para que todo el que estuviera allí, incluso los sordos, que eran mayoría, lo oyeran:

-Buenos días, Pura. ¿Podría decirme si hay ladrones en el pueblo?

La cara que puso la señora Pura pasó de la sorpresa al susto en décimas de segundo, miró a ambos lados sin dar crédito a lo que estaba oyendo y con tono elevado por el enfado y para no ser menos que el que el forastero había utilizado, respondió:

-¡¿Cómo dice usted?! ¡Naturalmente que no hay ladrones en el pueblo! Al menos, no entre la gente del pueblo –se atrevió-. ¿Por qué pregunta usted eso? ¿Le han robado, acaso?, y dijo esto último con un puntito de hosquedad.

-No, no, ni mucho menos, no. Es que yo me vine aquí pensando que la gente del pueblo era de confianza y no cierro la puerta de mi casa porque no creo que sea necesario, yo me fío de ustedes… Pero es que, me he dado cuenta de que ustedes sí que cierran las suyas, y ya me he empezado a apurar pensando si ustedes saben algo que yo no sé y si debería preocuparme y protegerme. No sé, a mí ustedes todos me parecen buena gente…- y sonrió con la sonrisa más inocente de que fue capaz.

No hubo necesidad de más conversación, compró una caja de cerillas y un paquete de sal, para disimular, pagó con lo suelto porque la señora Pura todavía no se había recuperado del susto y salió.

El martes siguiente, el forastero, que ya no lo era tanto, se paseó discretamente por el mercadillo y tuvo que responder con una abierta sonrisa al saludo que varias mujeres le dedicaron y Pedro, el alcalde, que, además de alcalde era el marido de la señora Pura y presumía de ser alcalde porque los vecinos lo querían a él, independientemente del partido por el que se presentara, se hizo el encontradizo con él, le dio la bienvenida al pueblo como si acabara de enterarse de su llegada y le ofreció el Hogar del Jubilado por si algún día decidía hacer una exposición con sus cuadros. Y, ya cuando se alejaba, se volvió para decirle, levantando el brazo para llamar su atención:

-¡Ah! Este pueblo es muy tranquilo, ya lo verá  usté –dijo “usté”, sin la d final-. Aquí no hace falta ni echar la llave a la puerta…, todos nos conocemos.