Hasta que aquel hombre llegó al pueblo las puertas de las casas nunca se cerraron con llave. Los vecinos las ponían en las cerraduras, eso sí, para que no se les olvidara cogerlas al salir y luego encontrarse conque no podían entrar en casa, que no todos estaban tan ligeros como para andar saltando por las ventanas abiertas o desde los balcones aledaños, pero, desde que llegó aquel hombre al pueblo las cosas cambiaron y la desconfianza y, en algunos, el miedo que generó esa desconfianza, les pusieron “a guardar la viña”, como decían los viejos.
Nadie le conocía de antes ni sabían de dónde venía y solo alguno sabía a qué se dedicaba; no es que fuera mal vestido o desaseado, al contrario, el forastero era pulcro en sus formas y muy educado, saludaba a los del pueblo aún sin conocerles con un “Buenas tardes” o “Buenos días”, dependiendo de la ocasión, y no les miraba a los ojos para no parecer desafiante, salvo que alguno le hablara, no fuera a interpretarse que tenía algo que esconder. Pasaban los días y los viejos que se sentaban al serano seguían callando a su paso y lo miraban ir, y las mujeres que hacían corrillo en la calle cuando iban a comprar cuchicheaban arrimando sus cabezas cuando él saludaba. En una ocasión le pareció que se referían a él como “bohemio” y dudó de que realmente supieran el significado de la palabra y otras veces escuchó palabras sueltas como “raro”, “nuevo” o “artista”, e incluso todas a la vez, en la misma conversación.
Consciente de lo poco que avanzaba la situación, y ya algo incómodo, el forastero, incapaz de hacerse transparente para pasar desapercibido decidió pasar a la acción. El martes, día de mercadillo en el pueblo, se paseó por la plaza, en plena ebullición, y se codeó, y nunca mejor dicho, con todo el que pudo, y opinó sobre las frutas y las verduras mirando a las mujeres que compraban a su lado, como buscando aprobación a sus comentarios; y el sábado, a eso de las once, se pasó por el comercio del pueblo, uno de esos bazares que funcionan como las cajas de resonancia, y donde lo mismo encuentras unas botas de trabajo que un frigorífico o bacalao seco al peso, y se plantó delante del mostrador y de la señora Pura, que lo esperaba algo desafiante al otro lado, y preguntó en voz bastante alta, para que todo el que estuviera allí, incluso los sordos, que eran mayoría, lo oyeran:
-Buenos días, Pura. ¿Podría decirme si hay ladrones en el pueblo?
La cara que puso la señora Pura pasó de la sorpresa al susto en décimas de segundo, miró a ambos lados sin dar crédito a lo que estaba oyendo y con tono elevado por el enfado y para no ser menos que el que el forastero había utilizado, respondió:
-¡¿Cómo dice usted?! ¡Naturalmente que no hay ladrones en el pueblo! Al menos, no entre la gente del pueblo –se atrevió-. ¿Por qué pregunta usted eso? ¿Le han robado, acaso?, y dijo esto último con un puntito de hosquedad.
-No, no, ni mucho menos, no. Es que yo me vine aquí pensando que la gente del pueblo era de confianza y no cierro la puerta de mi casa porque no creo que sea necesario, yo me fío de ustedes… Pero es que, me he dado cuenta de que ustedes sí que cierran las suyas, y ya me he empezado a apurar pensando si ustedes saben algo que yo no sé y si debería preocuparme y protegerme. No sé, a mí ustedes todos me parecen buena gente…- y sonrió con la sonrisa más inocente de que fue capaz.
No hubo necesidad de más conversación, compró una caja de cerillas y un paquete de sal, para disimular, pagó con lo suelto porque la señora Pura todavía no se había recuperado del susto y salió.
El martes siguiente, el forastero, que ya no lo era tanto, se paseó discretamente por el mercadillo y tuvo que responder con una abierta sonrisa al saludo que varias mujeres le dedicaron y Pedro, el alcalde, que, además de alcalde era el marido de la señora Pura y presumía de ser alcalde porque los vecinos lo querían a él, independientemente del partido por el que se presentara, se hizo el encontradizo con él, le dio la bienvenida al pueblo como si acabara de enterarse de su llegada y le ofreció el Hogar del Jubilado por si algún día decidía hacer una exposición con sus cuadros. Y, ya cuando se alejaba, se volvió para decirle, levantando el brazo para llamar su atención:
-¡Ah! Este pueblo es muy tranquilo, ya lo verá usté –dijo “usté”, sin la d final-. Aquí no hace falta ni echar la llave a la puerta…, todos nos conocemos.