Niebla

Cada día le cuesta más bajarse de la cama y ponerse en marcha, diríase que tiene que recomponer el esqueleto antes de dar el primer paso. La artrosis ha ido agarrotando sus articulaciones y los años han ido haciendo mella en su cabeza. Solo sus ojitos brillantes siguen siendo los mismos de entonces, la misma chispa de aquel tiempo, cuando aún era joven.

Cada día friega los cacharros del desayuno y sale al porche, se sienta en la mecedora y se balancea despacio, las rodillas bajo una mantita que le da el calor que ya le falta. Y pone en marcha su gimnasia mental. Intenta recordar nombres, anécdotas, caras amigas – hace ya tiempo que olvidó las caras de los que no lo son-, pero se da cuenta de que la niebla es cada vez más espesa y más cercana. Aun así, hay algo que recuerda con absoluta claridad: sus manos. Aquellas manos recias, acostumbradas a trabajar, grandes, masculinas; aquellas manos que eran su fortaleza, que descansaban leves en su cintura cuando dormía a su lado, aquellas manos dulces que enmarcaban su cara para besarla con tanta delicadeza que a ella le parecían alas de ángeles ayudándola a volar.

Eso sí que lo recordaba. Eso sí se lo llevaría a la tumba, huyendo de la niebla.

Niebla

“…Me siento a veces como un niño que acaba de aprender a andar y tiene que mover sus piernecitas en una carrera incontrolada de pies volanderos, hasta que acierta a pararse posando las manos en el suelo, de nuevo a cuatro patas;  o me reconozco en medio de la niebla sólida que borra los contornos y me hace perder las referencias para seguir caminando. Me siento así constantemente, inseguro, pero aprendiendo y ensayando, resuelto a no ceder, a explorar, a vivir. Yo creo que, a veces, ella se agobia con este ir y venir que me conoce, quizás por eso, para frenarme un poco, me había dicho: “Si te fueras a una isla desierta…” –y debió imaginarme debajo de una palmera, durmiendo la siesta y reposado por una vez-;  la corté inmediatamente para decirle que nunca me iría a una isla desierta y que, si me encerraran de por vida en la cárcel, siempre me quedarían la memoria y la imaginación. Me miró entonces, yo creo, que con un cierto desánimo, como si pensara que nunca haría vida de mí, como a un niño al que hay que educar y se resiste, y yo me di cuenta de que, poco a poco, la niebla, la misma niebla, se iba interponiendo entre los dos…»

(De las memorias de Ismael Blanco)