Versos

Tengo el corazón lleno de versos,

atropellan mi sangre

en los circuitos de mi cuerpo,

y van llenando de poesía

mis ojos, mi cerebro, mi piel,

hasta, diría yo,

que también esos órganos,

anodinos cada día,

que, de pronto,

en una fecha aciaga,

se hacen notar, y entonces,

te mueres de eso,

de un fallo en una parte de tu cuerpo,

desconocida.

Y, entonces,

desbordan de tu corazón

los versos

que no escribiste

y se derrama, también,

por  la muerte, tu poesía.

Papeles

Rebuscaba papeles para destruir -nos van a comer los papeles, decías a veces-, y era como si cada uno de ellos, de los que iba seleccionando para la chimenea, me fuera arrancado en algún punto de su agonía, como cuando tú saneabas las plantas en casa y arrancabas las hojas muertas que, aun exangües, no habían llegado a caer.  

No fueron muchos, aún no podía desprenderme de todos ellos. Necesitaba primero dejar de sentirlos para luego dejar de verlos. Bajo la portada de un libro viejo, asomando una esquina desgastada, encontré este poema.  Lo leí dos o tres veces, recordando el momento exacto en el que lo escribí y lo guardé de nuevo, cuidadosamente, en aquel viejo libro, en aquella memoria vieja que me ayudaba a vivir.

«Llegó el otoño a mi valle y todo

lo cubrió de rojos,

de ocres y de sienas…

Después, el invierno dibujó los grises

y el viento ululó entre los árboles,

el frío dibujó estrellas

de hielo

y la noche quiso ser eterna…

Pero ya no tuve miedo

porque yo vislumbré

tu nombre entre la niebla».

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

Literatura

A Gloria

-Profesor, usted que ha sido un gran estudioso de esta autora, ¿cree que influyó su vida privada en sus poemas?; porque nunca se casó, pero escribe muchas veces sobre el amor; ¿cree que sus poemas responden a una realidad?.

La chica se había empinado desde las sombras de las primeras filas y había acabado de pie, con el micro que le había alcanzado la azafata en la mano.

El profesor, un hombre de unos cincuenta años, de aspecto tranquilo y barba arreglada como al descuido, acercó un poco la varilla del micrófono de sobremesa y carraspeó levemente.

-Como probablemente saben ustedes, dijo, yo conocí personalmente a Isabel  Blanco y la frecuenté en sus últimos años porque su talento y su forma de hacer tenían un efecto hipnótico en mí. Isabel era una de las personas más interesantes que he conocido, y una de las más apasionadas y equilibradas a la vez.

-Efectivamente, continuó, ella nunca se casó, pero sospecho que fue para no someter a la rutina y al compromiso ninguna relación, por miedo a destruirla. Ella no hablaba de su vida privada en privado, “ya escribo –me decía-, mis poemas son mi alma desnuda”. Quizás se enamoró de alguien que no le correspondía, o quizás se enamoró de alguien a quien debió dejar marchar, quizás se enamoró en silencio y “para adentro” como le gustaba decir, “yo ya escribo para afuera y lloro para adentro”.

-En cualquier caso –y le pareció que se alargaba en la respuesta y miró de reojo al coordinador de la mesa que le seguía tan atento que se había olvidado del tiempo de los ponentes-; en cualquier caso, repitió, hasta donde yo conocí a Isabel Blanco y  hasta donde conozco su obra, estoy seguro de que ella amó mucho y muy intensamente. Ella no sabía vivir de otra manera.

La chica le había escuchado de pie, en señal de respeto. Cuando el profesor calló, se sentó de nuevo, y se dio cuenta de que le temblaban un poco las piernas.