El baile

Por la tarde a ella le gusta tomarse un té verde, sentada a la mesa que está junto a la ventana. Antes tomaba café, solo y sin azúcar, corto y fuerte, pero el café, como otras tantas cosas, aguanta mal el paso del tiempo, y se enfría rápidamente y pierde sabor y esencia, y se convierte en un brebaje apto solo para los que no les gusta el café. Por eso, como cada vez le lleva más tiempo ver la vida desde la ventana en esa hora mágica, decidió, años atrás, decantarse por el té verde, que le calienta las manos y el estómago durante mucho más tiempo, pero de una forma tan tenue, tan desvaída, que, irremediablemente, le trae el recuerdo del sabor intenso, amaderado y ardiente del café expreso.

Él, mientras ella se asoma a la ventana, lee el periódico. En papel, siempre le gustó el olor de la tinta y la amplitud de miras del papel escrito; siempre tuvo la sensación de que leer en un libro digital o en una pantalla era demasiado restrictivo, demasiado plano, demasiado poco. De vez en cuando, levanta la vista del periódico para observarla. Han pasado los años pero sigue siendo tan guapa, tan serenamente bella, que mirarla siempre le sosiega, incluso cuando la sorprende con la mirada perdida, lejos de él y lejos de todo. A veces, con bastante frecuencia aún, el hecho de que él la observe tiene un efecto mágico, y ella se vuelve como si hubiera escuchado su llamada muda, y le sonríe con los ojos y con los labios, como cuando, muchos años atrás, corría hacia él al verse, y se abrazaban y se besaban sin saber cuándo parar.

Él se levanta con torpeza del sofá; le cuesta empezar a andar, su cuerpo, escrupuloso y desafiante, se empeña en llevar la cuenta del tiempo vivido. Se acerca al viejo tocadiscos y escoge uno de los vinilos que se ordenan al lado. Le gusta escuchar el rascado de la aguja antes de que la música llegue. Cuando empieza a sonar se acerca a ella para invitarla a bailar, su brazo derecho rodeando una cintura imaginaria, y la mano izquierda elevada, esperando otra mano que se apoye allí. Entonces, ella retorna, sonriendo, al instante certero en el que él está, se encierra en el anillo de su brazo, apoya la cabeza sobre su hombro y acuna su mano en la mano de él. Y se deja llevar hasta los rincones de su memoria. Y se besan como entonces, como si el tiempo no fuera capaz de destruir el aroma del café.

En la madurez

A veces pienso si no miraré demasiado, demasiadas veces, atrás. Pero me doy cuenta de que no es la frecuencia, sino la forma de recordar, lo que importa. El pasado me ayuda a entender mi vida, me ayuda a saber cómo he llegado hasta aquí. No está mal repasarlo, como en las clases repasábamos lo ya aprendido para afianzar los conceptos.

Soy consciente del paso del tiempo. Cuando joven, parecía que todo se daba por añadidura, que la vida era inacabable o el fin estaba tan lejos que nunca llegaría a verlo. Ahora, sé exactamente el lugar que ocupo, en el filo de la navaja.

Ahora cuenta cada minuto, porque cada minuto es un grano de arena en mi reloj.

Ahora es cuando no puedo permitirme tiempos muertos, cuando, en lugar de beberme la vida a tragos, he de saborear cada gota, cada momento, he de mantener todos mis sentidos despiertos y alerta.

No, no tengo miedo a la muerte, si acaso, tengo miedo de morir sin haber vivido.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

Solo en casa

Mi padre, a mi edad, era ya un viejo. No es que yo no lo sea aún, no; es que se espera de mí que viva más años –la estadística de vida media-, y los que deciden han decidido retrasar de forma torticera la entrada en la vejez, como si no fuera verdad que ahora vivimos más años siendo viejos y no que envejecemos más tarde.  

El hecho cierto es que ya no me pagan por trabajar, sino por haber dejado de hacerlo, que ahora tengo tiempo para todo aquello que siempre quise hacer y ahora ya no quiero –desear lo que no podemos tener o “el espíritu de la contradicción”, que diría mi madre- y que puedo, por fin, sentirme dueño de mi tiempo, aunque sea para perderlo –nunca el tiempo es perdido-.

He cambiado de rutinas, pero alguna conservo. Sigo levantándome a la misma hora porque creo que, de no hacerlo, el día no me dará de sí lo que de él espero y así he ido ganando terreno en campos que antes nunca exploré, como la cocina. Cuando trabajaba –cuando tenía un amplio horario fuera de casa, tediosos desplazamientos en cercanías y más conflictos de los que podía resolver por asuntos ajenos a mí- mi actividad en relación con la cocina se limitaba a desayunar en ella de pie, de prisa y mirando el reloj. Ahora he descubierto el placer de imaginar qué comer y procurar cocinarlo. A veces me quedo solo en ese “procurar” pero otras consigo conciliar el deseo con la mano de obra y llego a saborear bocados que a mí me parecen propios de cardenales. Y, como Juanjo Millás, he descubierto el alcance terapéutico de un buen sofrito. Me refiero al beneficio que para el espíritu supone cortar en pedacitos las verduras, sin prisa, como haciéndote perdonar por ellas semejante estropicio, y acabar de rendirlas en una sartén al fuego. ¡Ojalá lo hubiera descubierto en mi época de empleado de Banca, seguro que me habría evitado los ansiolíticos!.

También me he dado cuenta de que, ahora, mi casa es mi casa y no solo el sitio por donde paso a dormir. Ahora me preocupa el orden, me he dado cuenta de que vivir solo no es óbice para que en la casa pueda reinar el desorden; basta con dejar la ropa sucia fuera del cubo de la ropa sucia, los platos en el fregadero esperando mejores tiempos o la cama deshecha porque no esperas visitas para que la casa, tu casa, parezca la casa de tu enemigo. Por eso cuido ahora los detalles, aprovecho que nadie descoloca lo que coloco yo e, incluso, he comprado un poto con la esperanza de una convivencia satisfactoria para ambos. Y, de momento, los dos estamos bien.

Supongo que en cada piso de mi rellano de escalera vive alguien, pero no conozco a ninguno de ellos. En realidad solo sé que existe mi vecina del B –yo soy el A-. No la he visto nunca, no hemos coincidido en el ascensor ni en la escalera, supongo que antes porque yo salía pronto y llegaba tarde y ahora porque apenas salgo. Si me paro a pensarlo, sé muchas cosas de ella. Sé que es una mujer joven porque escucho su zapateo cuando llega y cuando sale de casa y porque la he oído reírse como solo lo hacen los jóvenes. Será un milagro que pase de los treinta o los treinta y cinco. Sé que vive sola porque solo se la oye hablar por teléfono o se escucha la televisión, de fondo, diálogos de película o de serie, pero no propios. Sé que, además de vivir sola, no tiene pareja  o novio o amigo íntimo o como quiera que se le llame ahora, porque, en seis meses desde que paro en casa, tan solo una vez escuché una voz de hombre, también joven como ella, en pausada conversación, una de esas en las que esperas más la respuesta del otro que el momento de decir algo, en las que los silencios intermedios son más importantes que las voces, en las que el tema de conversación  en realidad no existe porque basta con la presencia, con estar en el mismo sitio y con el mismo deseo. Solo ocurrió una vez, el afán de intimidad debió quedar en tentativa, porque escuché abrirse y cerrarse la puerta de la casa  a una hora demasiado prudente y con palabras y tono propios de amigos, pero nada más que amigos. Alguna vez, en fin de semana y a mediodía, la he escuchado junto a otros hombres y mujeres, cuatro o cinco voces diferentes, sentados alrededor de una mesa, en medio de risotadas y ruidos de cubiertos y de copas entrechocando. Supongo que serán amigos, o viejos –por serlo desde hace mucho tiempo- compañeros de trabajo que acaban siendo amigos y celebran así cumpleaños o ascensos.

Ayer, al abrir mi buzón, me di cuenta de que ella había quitado el nombre del suyo. Se me pasó por la cabeza que trataba de esconderse de mí, pero me di cuenta de que eso no tiene ningún sentido; yo no la espío, tan solo vivo al otro lado y no tengo ningún interés en perjudicarla. Su nombre, conozco su nombre y puedo reconocer sus pasos y su voz, pero ni siquiera sé si es alta o delgada, rubia o morena. Es probable que ella ni siquiera sepa que yo existo.

Casi es la hora de cenar. Ha empezado a sonar al otro lado el golpeteo apresurado y metálico que se escucha cuando se bate un huevo, el golpe del tenedor contra el plato mientras voltea el huevo roto. Será buena idea prepararme también yo una tortilla. Una tortilla francesa y una copita de vino blanco. Y, como cada noche, brindar por ella.

Instantánea

Mi madre camina con pasos tartamudos, balbucea con los pies y levanta un poquito los brazos, como los polluelos las alas, buscando apoyo en el aire. Mi madre mira mucho al suelo, mira mucho a todas partes, con los ojos abiertos y la frente fruncida por el esfuerzo, pero no ve todo lo que mira, no le da tiempo a ver…. y se deja llevar sin protestar; más bien espera, aunque no lo dice, que la tomes del brazo y la lleves un poquito por delante, ahora que ella ya va detrás de todo….

                                   Febrero 2011

De miseria.

El pasado le brotaba por los ojos, cercados por miles de arrugas entrelazadas que  ese mismo pasado había ido escribiendo, machaconamente, a los largo de los años. A veces, cuando las angustias del recuerdo le anudaban la garganta, los ojos se le apagaban más, por secos.  Primero había dejado de llorar, cuando el su José y el hijo murieron -sobre todo, bien lo sabe dios, cuando el hijo murió-, no se puede sentir tanto dolor, tanto y tanta impotencia sin que se acaben  las lágrimas; después simplemente fue cuestión de tiempo que los ojos se le quedaran secos del todo, y que el frío de aquella casa vieja de pueblo se le metiera en los huesos y en el alma.

Tenía la costumbre de secarse las manos con el delantal; las manos nudosas como vides, constantemente mojadas y buscando constantemente en el regazo los pliegues del mandil para secarse; y luego se quedaban ahí, al amparo de la tela enrollada. Dejó retorcido el trozo de toalla que le servía de bayeta y salió al corral a por algo de leña para la chimenea;  lo oyó al remover los troncos, a pesar de que ya estaba dura de oído aquel sonido agudo le llegó perfectamente, y lo anotó en su cabeza como un gemido de animal, una cría desamparada y casi recién nacida. Rebuscó un poco, alargando las orejas, y encontró un gatito de poco más de una semana, con los ojos agrisados y mates aún en unos párpados perezosos. Lo cogió con dos dedos, pillándole por el cogote, mientras el animal chillaba muerto de hambre y tiritaba con los pelos de punta; se lo colocó a la altura de la cara y lo miró con curiosidad, recordó que la gata de la vecina había aparecido aplastada en la carretera el día anterior y dio por hecho que aquel bicho chillón era una de sus crías.

-¡Vaya, vaya! ¿qué tenemos aquí? –y el gatito permanecía colgado del aire sujeto por la pinza que, entre los dedos, hacía la mujer. –De modo que tienes hambre y por eso chillas… ¡Pobre, si estás muerto de frío!

No había decidido quedárselo, no tenía que hacerlo, las cosas, en la vida, le habían pasado, sin más. Conoció a José siendo joven y se casó con él porque él se lo pidió, tuvo un hijo porque dios así lo quiso –que ni él, y ella menos, por dios, sabían de modernidades para tener o dejar de tener hijos- y no quería pensar quién había querido arrebatarle a los dos, pero la vida se los había arrancado y ella no había podido opinar ni decidir en contra. Y cada día vivía porque era lo que tenía que hacer, y punto. Y ahora, aquel bicho chillón la había llamado para no morirse de hambre y de frío. Y punto.

-¡Vaya pareja hacemos, muchacho!- Lo metió en el refugio del mandil y lo acarició alisándole el pelo; se enderezó como pudo pero no se llevó la mano a la ringa, como otras veces, ahora ocupada en dar un poco de calor al gatito, que seguía gimiendo lastimosamente.

Entró en la casa y, sin soltarlo, se acercó al basar; cogió un platito y lo llenó de leche, hundió los dedos en el pan y arrancó unas migas que humedeció en el plato y cogió una pizca para dársela al animal. El gatito sintió el olor imperecedero de la lejía en las manos de la mujer y buscó con la boca más que con los ojos, sorbiendo con avaricia la miga empapada en leche.

-Miserias- dijo mientras la lengua rasposa le limpiaba la yema del dedo. Te llamas Miserias, porque eso es lo que nos ha tocado en suerte, a ti y a mí. Come, come…, sí que tienes ganas de vivir…

Algo se le esponjó dentro del pecho y un hormigueo le subió hasta la cara, tensando la piel, pero no sonrió. Le picaron un poco los ojos mirando al gatito que se afanaba en lamer sus dedos, y, de haber recordado cómo, se habría echado a llorar.