Escribir

Escribir para redimirse, para ser uno mismo.

 

Fíjate que, llegado este momento, no recuerdo si, cuando tú y yo estábamos juntos, yo ya escribía. Supongo que sí, porque esto de escribir fue siempre conmigo –desde chiquitito, diría mi madre, que escribía en los cuadernos sin copiar de ningún sitio, y, cuando le preguntabas que qué estaba escribiendo, siempre decía, “cosas”…-.  Pero yo no lo recuerdo, Isabel. ¿Recuerdas, acaso, el hecho de respirar o de comer o de dormir cada día desde que eras niño? No, sabes que has tenido que respirar y has tenido que comer y has tenido que dormir; pero solo recuerdas el día que pasaste hambre o la noche que tuviste una pesadilla y creíste que te ibas a morir…

Algo así debe sucederme a mí. Echo la vista atrás y me veo…, en realidad no me veo, no acierto a distinguir mi imagen, no alcanzo a verme como el protagonista de mi vida ni tampoco me veo como un mero espectador. Ni dentro ni fuera de mí. Recuerdo, eso sí, las decisiones que he tomado en la vida, las importantes, claro, las que te hacen elegir un camino y dejar los otros, y, sobre todo, recuerdo las que otros tomaron por mí: no es lo mismo caminar que hacer el camino arrastrado por otro.

Quizás ahí radique todo, en que vivo mi vida cada día igual que respiro, como o duermo y solo recuerdo los momentos en que el aire se enrarece a mi alrededor, y yo boqueo y el aire no me llega adentro, y, cuando ya me parece que ni siquiera soy yo, emerge la memoria de mi vida, de la vida que alguna vez he elegido, y vuelvo a escribir. Porque solo escribir me reconcilia conmigo mismo, con lo que he querido ser y con lo que soy.

Por eso no guardo memoria de si escribía cuando estábamos juntos, Isabel, pero sí recuerdo la necesidad inevitable de escribir después.

(De las memorias de Ismael Blanco)

Miro atrás

Nada me importó entonces. A mí, que todo me importaba. Decidí no mirar atrás, no escuchar;  desoí  incluso esa voz que creía mía y amartillaba mi conciencia. Refrenando, siempre refrenando.  Y  decidí que tenía que arriesgarlo todo para no perderlo todo.

Ahora miro atrás y no sé dónde encontré el valor.

O quizás fue más fácil que eso, quizás sólo me dejé llevar hasta el siguiente puente.

Y desperté en otra orilla, en otro paisaje con verdes por descubrir, con vientos leves que mecen las hojas de los árboles y ventiscas que arrancan las ramas muertas. ¿Cómo iba a resistirme? Yo sólo tenía que empezar a caminar…

Y allí estaba el resto de mi vida.

(De las memorias de Ismael Blanco)

Ismael Blanco

Supe que Ismael Blanco había vivido en la casa en la que ahora vivo yo, por pura casualidad. Cuando la alquilé, ni siquiera abrí la puerta del sobrado, a mí me interesaba la parte de la casa que yo podía habitar y en la ciudad nunca tuve un sitio donde guardar los trastos viejos, de modo que ni echaba de menos ese espacio ni creía que fuera a necesitarlo. Fue unos días después de acabar la mudanza, cuando ya empezaba a sembrar cachitos de mí por los rincones, cuando decidí subir al sobrado y almacenar allí unas cajas que, quizás más adelante, pudiera necesitar. La luz del sol se filtraba entre las tejas y el polvo bailaba en ella, movido por el impulso de la puerta abierta; en un rincón, junto a una mesa camilla de madera y una alambrera medio tumbada en el hueco que debía haber ocupado el brasero, había una silla desvencijada y un baúl sin candado. Como a los gatos, me pudo la curiosidad, me acuclillé junto a él y giré la pestaña del cierre. Allí dentro me encontré la vida de Ismael Blanco, ordenada en hatillos de cuadernos, todos iguales, en montones de cuatro o cinco, un año entero por montón, hasta un total de nueve años, los que vivió en aquella casa. A medida que fui leyendo fui preguntando por él a quién le había conocido y nadie supo darme detalles de su vida, habían pasado ya demasiados años para que su memoria se mantuviera fresca; investigué para saber si había escrito y había publicado alguna obra hasta que me convencí de que lo que yo tenía en casa eran las memorias de aquel hombre. A partir de ese momento su presencia en la casa se hizo casi tangible, a veces me sorprendo actuando como si él fuera un interlocutor capaz de escuchar y de responderme y, poco a poco, me resulta imprescindible leer algunas páginas cada día, al menos, algunas páginas.

El día 29 de diciembre de 1976 escribió:

“Lo peor de alejarte de un alma gemela es la sensación de orfandad, de soledad sin esperanza; el no poder compartir… La soledad física se agota antes y deja solo un poso, pero la soledad emocional deja una herida que nunca cicatriza.

Hay días en que uno se levanta creyéndose capaz de andar por el mundo, incluso de marcarse un rumbo, de creer que sabe adónde  va y de creer que tiene fuerzas para seguir. Hay días en que uno cree que renace, tan muerto como estaba…”.