El lago

Cuando escribo estas páginas me doy cuenta de que escribo para ti, Isabel, aunque tú nunca llegues a leerlo.  

Todo lo que guardamos dentro de nosotros puede aflorar sin previo aviso. Todo lo que hemos vivido queda dormido en nuestro interior, incluso creemos que ha muerto, pero despierta de golpe cuando alguien presiona el interruptor adecuado.

Ayer, como muchas veces antes, me acerqué paseando hasta el lago. Me gusta sentarme en un banco, con un libro, y, de vez en cuando, levantar la vista y embeberme de aquella tranquilidad, es como un bálsamo para mi corazón maltrecho.

Yo creía que estaba solo, el agua como una lámina de plata al atardecer, pero, cuando levanté la vista, vi que una mujer joven se había acercado a la orilla y miraba, inmóvil, la cabeza erguida, no lejos de mí, hacia el horizonte. Vi también que un hombre se acercaba, caminando despacio, mirando en su dirección y al lago. Se quedó detrás de ella y la abrazó por la cintura, la mujer se acurrucó amoldando su espalda al cuerpo de él y recogió con sus brazos los brazos que la abrazaban. Él escondió su cara en el hueco de su cuello y comenzó a besarla, una, dos, tres veces…, hasta que ella se volvió y se besaron en los labios, muy, muy despacio. Al poco se alejaron, abrazados, y, seguro que ni siquiera se dieron cuenta de que yo los observaba.

Aún me quedé unos minutos allí, esperando suavizar el arañazo que me hería la garganta. Luego, ya en calma, seguí recordando, recordándote, seguí cogiéndote por la cintura y besando el hueco de tu cuello, como tantas otras veces, cuando estabas a mi lado.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

Ismael Blanco

Supe que Ismael Blanco había vivido en la casa en la que ahora vivo yo, por pura casualidad. Cuando la alquilé, ni siquiera abrí la puerta del sobrado, a mí me interesaba la parte de la casa que yo podía habitar y en la ciudad nunca tuve un sitio donde guardar los trastos viejos, de modo que ni echaba de menos ese espacio ni creía que fuera a necesitarlo. Fue unos días después de acabar la mudanza, cuando ya empezaba a sembrar cachitos de mí por los rincones, cuando decidí subir al sobrado y almacenar allí unas cajas que, quizás más adelante, pudiera necesitar. La luz del sol se filtraba entre las tejas y el polvo bailaba en ella, movido por el impulso de la puerta abierta; en un rincón, junto a una mesa camilla de madera y una alambrera medio tumbada en el hueco que debía haber ocupado el brasero, había una silla desvencijada y un baúl sin candado. Como a los gatos, me pudo la curiosidad, me acuclillé junto a él y giré la pestaña del cierre. Allí dentro me encontré la vida de Ismael Blanco, ordenada en hatillos de cuadernos, todos iguales, en montones de cuatro o cinco, un año entero por montón, hasta un total de nueve años, los que vivió en aquella casa. A medida que fui leyendo fui preguntando por él a quién le había conocido y nadie supo darme detalles de su vida, habían pasado ya demasiados años para que su memoria se mantuviera fresca; investigué para saber si había escrito y había publicado alguna obra hasta que me convencí de que lo que yo tenía en casa eran las memorias de aquel hombre. A partir de ese momento su presencia en la casa se hizo casi tangible, a veces me sorprendo actuando como si él fuera un interlocutor capaz de escuchar y de responderme y, poco a poco, me resulta imprescindible leer algunas páginas cada día, al menos, algunas páginas.

El día 29 de diciembre de 1976 escribió:

“Lo peor de alejarte de un alma gemela es la sensación de orfandad, de soledad sin esperanza; el no poder compartir… La soledad física se agota antes y deja solo un poso, pero la soledad emocional deja una herida que nunca cicatriza.

Hay días en que uno se levanta creyéndose capaz de andar por el mundo, incluso de marcarse un rumbo, de creer que sabe adónde  va y de creer que tiene fuerzas para seguir. Hay días en que uno cree que renace, tan muerto como estaba…”.

Otra vez

Volvió a verla de nuevo después de mucho tiempo, demasiado tiempo para no confundir los recuerdos con su imaginación. Volvió a verla, más delgada aún, el cabello más largo también, pero el mismo brillo en la mirada, y esa sonrisa suya iluminándolo todo, y ese olor, ese olor acogedor que le invitaba al abrazo, y que seguía, después de tanto tiempo, erizándole la piel.