Era una casa pequeña en un pueblo pequeño; una casa de esas que te devuelven la paz que no has perdido, que te sosiegan el alma y que, en seguida, huele a ti; una de esas casas fresquita en verano y refugio en invierno, con un troje vacío donde almacenar todos los miedos y todos los fantasmas, un troje donde también bailen las hadas que te dieron la mirada inmensa de aquel niño que empezaba a enamorarse, hace tantas vidas ya, y de todos los niños que después han sido.
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La entrevista
La periodista se inclinó hacia la anciana desde el sofá de al lado, con una sonrisa cómplice y una voz seductora, para preguntarle esta vez por algo más íntimo, más personal que la obra de toda su vida, si es que podía haber algo en ella más personal, y, a la vez, más íntimo, que su obra.
-¿Qué fue lo que la enamoró de él?
La anciana sonrió dulcemente y miró a la muchacha con ternura, tan joven le pareció, tan inocente, preguntando por la génesis del universo…
-Me enamoré de él, dijo –y ninguna de las dos le había nombrado- en el momento en que le vi comiendo pan.
La anciana esperó a ver la cara de asombro de la joven, y continuó.
– Como un niño, comía pan como un niño, cogía un trozo enorme y no lo partía para llevárselo a la boca; cogía un trozo inmenso –y gesticulaba como si fuera él en ese momento- y lo comía a mordiscos, como si se le fuera a terminar, con ansia, como si no hubiera manjar más exquisito en el mundo.
La joven se quedó mirándola con cierta expresión de sorpresa, y la anciana añadió:
-Mire, señorita, yo supe, al verle, que ese hombre era capaz de saborear la vida con el mismo entusiasmo que ponía en comerse el pan, que era capaz de hacer grandes las cosas pequeñas, de ser inmensamente feliz y, probablemente, inmensamente desgraciado. Él era capaz de emocionarse con la vida; y de emocionarme –dijo pensativa y, mirando a la muchacha, añadió – ¿quién iba a perder una oportunidad así?
La joven recompuso su figura contra el respaldo del sofá, el bolígrafo abandonado sobre el bloc de notas y la mano desmayada en el regazo, mientras dudaba de si sería capaz de transmitir la fuerza y el brillo de aquellos ojos gastados.
Conceptos
Se metió en Internet y lo consultó en el Diccionario para aclarar los conceptos y las cosas, si es que las cosas podían estar claras alguna vez en su cabeza. No podía dejar de analizar la situación, de mirar atrás para intentar reconocer el camino que la había llevado hasta allí, hasta este desapego, hasta esta desidia emocional que la alejaba de él.
Respeto
1. m. Veneración, acatamiento que se hace a alguien.
2. m. Miramiento, consideración, deferencia.
Admiración
1. f. Acción de admirar.
2. f. Cosa admirable.
Admirar
1. tr. Causar sorpresa la vista o consideración de algo extraordinario o inesperado.
2. tr. Ver, contemplar o considerar con estima o agrado especiales a alguien o algo que llaman la atención por cualidades juzgadas como extraordinarias.U. t. c. prnl.
3. tr. Tener en singular estimación a alguien o algo, juzgándolos sobresalientes y extraordinarios.
Se separó un poco de la mesa, buscando espacio para respirar, para tener un poco de perspectiva. En los últimos meses la idea de recorrer el camino al revés se había vuelto machacona y, con demasiada frecuencia, se veía de nuevo diez años atrás, cuando le conoció, cuando se conocieron, cuando, poco a poco, se fue pillando de aquel hombre al que empezó admirando profundamente, no sólo por sus cualidades y su capacidad, sino también, o sobre todo, por su actitud, hasta que esa admiración y ese respeto derivaron en amor. Quizás la única diferencia, pensó, fuera que el amor espera reciprocidad y cercanía, y la admiración y el respeto pueden ser de dirección única y en la distancia; pero, sin duda, ambos sentimientos habían sido imprescindibles para acabar enamorándose. ¡Cómo no admirarle cuando batallaba por convertirse en escritor, con aquella sensibilidad tan extraordinaria para captar los matices de la vida, y para contarlo después? ¿Cómo no admirarle por sus principios, por su compromiso vital? ¿Qué nos pasó, o qué me pasó a mí para alejarme tanto?.
Volvió a verle, de madrugada, la taza del café con el fondo reseco, junto al cuaderno y los lapiceros con los que le gustaba escribir, tapándose los ojos con la mano izquierda mientras buscaba la frase adecuada para seguir escribiendo, un poco ladeado, y con el borde de la mano derecha manchado de carboncillo. Mandar relatos a los concursos le obligaba a ponerse metas, pero llegaba a ser desalentador si nunca te premiaban o te concedían un accésit, tenías que estar muy seguro de lo que querías para seguir adelante por un camino sin señalizar, con una meta probable pero con un recorrido incierto; y él dudaba a veces. Quizás el principio del fin fue cuando aceptó aquel contrato de articulista en una revista cuya línea editorial estaba bastante lejos de su forma de pensar. Cambió su libertad por una monotonía dirigida, la montaña rusa de su imaginación por la estabilidad mollar de su columna comprada, y a ella se le vino abajo la visión caleidoscópica que tenía de él. No fue de repente, fue un abandono que acabó en desvalimiento; simplemente, él dejó de tener el valor extraordinario que tenía para ella, nada que admirar, nada que respetar, ¿qué clase de amor podría sobrevivir a esto?
Se levantó de un impulso cogiendo el teléfono móvil mientras se dirigía a la cocina para beber un poco de agua. Cuando le oyó al otro lado la voz le salió atropellada “Rafa, ¿vas a venir a comer? No, no, es que tenemos que hablar; no, no pasa nada. Pero tenemos que hablar”. Colgó apresuradamente con intención, para no escuchar su silencio. Naturalmente que no iban a romper por teléfono –si quedaba algo por romper aún-, los dos se merecían una conversación en persona, pero había necesitado anunciarlo, como una cita ineludible, para que luego no le faltara el valor para empezar, como otras veces.
Se acordó de su abuela, cuando, en los años de adolescencia, y sintiéndose acorralada, le decía dulcemente “Tranquila, hija, cuando una puerta se cierra, una ventana se abre”. Una puerta se cierra…, una puerta se cierra…, se angustió pensando en lo que le quedaba aún por pasar, en la conversación, en la mirada de cordero degollado, en el frío de después, en la soledad. Se abalanzó hasta la ventana de la cocina y se sujetó en el alfeizar mientras adelantaba el cuello con la boca abierta, llenando los pulmones del aire de la calle. Una ventana se abre…, una ventana se abre… y sintió que aquellas bocanadas le dejaban en el pecho un eco de esperanza.
Sombra y luz
Me miro al espejo y solo veo al otro lado unos ojos huecos y turbios, como de peces muertos, camino por la calle y no me sigue el eco de mis pasos y los perros gañen alejándose de mí; ni siquiera busco un sitio donde resguardarme de la lluvia por si acaso la lluvia arrastrara mi dolor… de estar sin ti.
Te reconozco en la luz de cada día, en la mirada alegre de las muchachas, en los labios golosos de las mujeres, en los juegos de los niños en el parque, en cada puesta de sol… Te sé parte del aire que respiro, del alimento que me mantiene en pie, te reconozco en mi sombra y en el ritmo de mi pulso… eres la vida que me lleva hacia ti.
Miedo
El hombre, joven, tiene el pelo negro y lo lleva corto sobre las orejas, mientras se le ahueca un poco en la parte de arriba. Coge el vaso con la mano diestra y se levanta del sofá girándose hacia el espejo de la pared donde se refleja serio y pensativo; podría parecer triste porque el blanco y negro se ha instalado en la escena pero no se siente triste, esa noche no. La camisa abierta, perdida ya la corbata, le devuelve un poco de luz; se fija en el diminuto botón, ahora libre y piensa en alto, “Tengo miedo de morirme sin haber querido lo suficiente”. “Suficiente, ¿para qué?”. Ella ha levantado la cabeza y le ha seguido con la mirada, pero no ha dejado su asiento, no quiere invadirle en este momento. “Suficiente… para perder el miedo a morirme”.
Locura de amor.
Cómo no iba a amarla, si nunca me pidió que la dejara libre. Como no iba a amarla, si cada día lucía su traje más brillante para mí y me regalaba lo mejor de sí misma sin esperar nada a cambio, sin exigir una caricia o un gesto de ternura. Ni siquiera ahora, cuando me ahogo en el remordimiento y el alcohol, puedo olvidar sus ojos, esos ojos siempre tan abiertos, y esa mirada que me traspasaba el alma.
Mi vida entera.
No me has querido nunca; o me has querido poco, que, para el caso, lo mismo da. Seguro que has olvidado el día en que nos conocimos, cuando bajabas la cuesta del pueblo con aquel vestidito de flores, con vuelos en la falda, y la cintura tan marcada que daban ganas de abrazarte por ella y no soltarte más; cuando me mirabas sonriendo y entornando los ojos, y meneando las caderas. ¡Dios, qué ganas de tenerte, desde aquel día!; y lo que me hiciste marear y andar detrás de ti, espantando moscones que nunca te han faltado alrededor… Te dejabas querer y yo me volvía loco por ti; eras mi vida entera, y tú, tú no lo entendías, no estabas nunca a la altura, dejándome en vergüenza delante de los amigos y de los compañeros de trabajo, muy mosquita muerta, muy modosita, para luego coquetear con todo el que se te pusiera por delante. Si, hasta he dudado de que los niños fueran míos, me dicen que se me parecen y será verdad, pero no puedo soportar que también les quieras a ellos más que a mí, siempre pendiente, siempre encima, y a mí, ni puto caso que me haces…
Alguna vez, sí, alguna vez me has querido, alguna vez me has abrazado y me has mirado con esos ojos negros que me embrujaban, toda mía, pero luego te ibas al trabajo, o con las amigas, o sabe Dios adónde, y volvías con otra cara, con otras palabras, con otro olor, y ya te molestaba que te tocara porque decías que siempre pensaba en lo mismo y no era el momento; ¡y no te dabas cuenta de que yo necesitaba entonces tenerte, más que nunca! ¡No te dabas cuenta de que tu rechazo era la prueba de lo puta que eras! ¿Por qué me provocabas? Yo no quería pegarte, pero no había forma de hacértelo entender; me resistí lo que pude, ¿cuántos años estuvimos casados sin ponerte la mano encima si no era para acariciarte? ¿Cuántos? Solo he vivido para ti, toda mi vida, y, cuando te di el primer bofetón corriste en seguida a casa de tu madre, hasta que fui a buscarte y me humillé y me arrastré para que volvieras. Creías que siempre iba a ser así ¿verdad? Tú, en un altar, y yo, siempre sumiso, esperando la limosna que me dabas.
Ya se acabó, si querías tanto a los niños, haberlo pensado antes, de ti dependía. Ya no te verán más, ni ellos ni esos hijos de puta con los que seguro que te acostabas. Lo que más me jode es que me has hecho dudar por un momento; me has mirado como aquellas veces, cuando me querías; hasta que te has asustado viendo tanta sangre.
Ahora ya no vas a dejarme, ya no vas a ninguna parte, ni yo tampoco. No quiero ir a ninguna parte sin ti. Esperaré, no tardarán en llegar a buscarme.