Camino

Con cuatro o cinco años iba de la mano de su hermana, que siempre la apretaba un poco por miedo a que se soltara y le echaran las culpas si le pasaba algo, pero nunca se quejaba para que ella no protestara más y no tirara de su brazo, ahora, que ya tenía los dedos blancos por la presión entre los suyos. Iba distraída porque ella se distraía con cualquier cosa, según decía su madre, pero sólo era que todo lo encontraba interesante y no podía caminar al paso porque tenía que volver la cabeza  hacia la lagartija que era capaz de correr por la pared vertical, o hacia las hormigas en formación arrastrando cargas más grandes que ellas mismas por un camino hecho a base de pisar y pisar, hasta que, de pronto, un brusco tirón en su mano  la obligaba a dar saltitos y avanzar  y caminar de prisa para ponerse al paso.

Y vuelta a empezar, una y otra vez, miles de veces. Ahora, que ya no quedan manos que la arrastren, hasta que ya no queden ojos con los que mirar, ni corazón con el que vibrar de emoción.

Añoranza

Te espero. Nadie puede comprender; nadie puede saber hasta qué punto necesito tus caricias, el dulce tacto de tu piel, tus manos tibias sobre mis curvas, tu aliento cálido que me envuelve mientras, más que mirarme, me imaginas como tú quieres que sea…

… No has vuelto, amor, y yo apenas puedo recordar tus ojos; voy languideciendo en esta soledad y en este frío pero, a veces, me parece evocar la caricia de tus manos y me sobresalta el latido de mi corazón de serrín.

SAM_3502-001

La decisión

La vida cambia en un minuto; en un segundo, si me apuras. ¿Cuánto tiempo necesita uno para morirse? Es un pestañear y basta. Pero no hay que ser tan drásticos, nadie habla de morirse, tan solo hablamos de cambios importantes, como cuando nació el niño y cambió totalmente mi vida, de que Mirian tuviera barriga un día a dejar de tenerla al día siguiente y llenarse todo de ocupaciones, y de preocupaciones, y, sobre todo, de responsabilidad… Y ahora, ¿ahora, qué?; ahora he de tomar una decisión importante, importantísima, que puede cambiar mi vida para siempre, y eso supone una continuidad o una ruptura, así de extremado es todo… Preferiría que me dieran las cosas hechas, sería más cómodo, simplemente esforzarme en adaptarme, sin tener que decidir… miento, no prefiero que me lo den hecho, prefiero el riesgo de equivocarme pero sentirme dueño de mi vida, al menos de un hilito de mi vida, ¡dejadme que lo maneje, por favor!, al menos un hilito de mi polichinela.

Todos opinan, todos se creen con derecho a opinar, les pregunte o no, pero no se dan cuenta de que cada uno me aconseja pensando en sí mismo y yo debo pensar en todos. Y en mí. Me agota tanta presión, y más aún cuando disimulan y aparentan imparcialidad, se me aguzan las orejas para escuchar lo que se callan; ese sentido nunca me ha faltado, desconfianza, dice Mirian, pero no, solo es que los veo venir y me protejo.

¿Cómo estar seguro de no equivocarme? No puedo estar seguro de eso. ¿O sí? Nadie puede saber adónde nos lleva el camino que elegimos, ni adónde nos habría llevado el que dejamos atrás, tan solo podemos decidir en medio de la incertidumbre y el desamparo; decidir ir adonde el corazón nos lleve. Esa es la única seguridad para no equivocarme, para no arrepentirme nunca; usar mi cabeza, analizar cuidadosamente todos los matices, todas las posibilidades, simular todos los escenarios posibles, hacer todos los cálculos y elegir lo que mi corazón me dicte. Solo así tendré fueras para seguir adelante. No puedo engañar a mi corazón.

La decisión (relato)

Siete días

El primer día no fue capaz de dormir; cerraba los ojos y sólo la veía a ella, hablándole sin voz, moviendo la boca para decirle lo que ya había escuchado de sus labios cuando vino a despedirse, como un martillo en su cerebro.

El segundo día se levantó agotado, al límite de sus fuerzas, se veía arrastrándose bajo un peso que no podía soportar, sin horizonte, en una existencia gris y dolorosa que empezaba a asfixiarle, como si ella se hubiera llevado el aire que respiraba.

El tercer día el dolor se hizo más físico, le dolía la garganta y el estómago se le había anudado. Hablaba poco o nada, lo estrictamente necesario para que nadie sospechara lo que le pasaba; sólo le faltaba que alguien se le acercara condescendiente intentando entenderlo.

El cuarto día se sintió terriblemente sólo, abandonado a sus recuerdos como el único alimento del que podía tirar para seguir subsistiendo, aunque aquella existencia fuera ya oscura y triste; sin futuro, con un presente doloroso y un pasado efímero que intentaba aprovechar como el fuego en el invierno, acercándose a él para entrar en calor, para sentir de nuevo el cuerpo entumecido por el frío, a sabiendas  de que ya no podría echar más leña para mantenerlo vivo.

El quinto día sintió que había tocado fondo, que ya no podía sentirse peor. Se supo sólo y sin fuerzas para sobrevivir, ni siquiera le consolaba ya el recuerdo de los momentos felices, le atenazaba la sensación de pérdida, de nunca jamás, y decidió dejarse llevar, dejarse ahogar en aquella pena sin llanto. Ya no podía sentirse peor.

El sexto día comenzó a emerger del fondo en el que se había hundido. Sin ni siquiera decidirlo se sintió impulsado a vivir a pesar de todo, a llegar a la superficie, como si no quedara otro remedio. Tomó conciencia de su propia existencia, dolorosa pero real. Soñó que su corazón se liberaba de una coraza que le aprisionaba y lo vio latir por sí mismo. Se sintió un superviviente. La recordó de nuevo y le dolió aún, mucho, muchísimo, pero al momento supo que sólo podía permitirse recordar para seguir caminando. Y eso hizo.

El séptimo día descansó.