Diario de Pepín. Día 77

Cuando yo veo que mamá se pone la chaqueta y coge su mochila me pongo siempre alerta, por si puedo salir con ella. Pero no, esta vez me acarició la cabecita y me dijo que me quedara, como todas las mañanas cuando ella y el chico de la gorra salen un ratito y luego vuelven a la oficina y ya trabajamos todos hasta mediodía y nos vamos. Mamá se fue sola a media mañana y  no volvió, y yo me quedé con el chico de la gorra. Reconozco que me puse bastante empachoso, aunque él no tenía la culpa, porque yo quería que mamá volviera y no volvía. Es que, a veces, aunque ya soy casi grande, no puedo dejar de comportarme como un bebé, y los bebés quieren estar siempre con mamá.

El chico de la gorra me sacó a mediodía, y el señor que me llama perrete me sacó por la tarde y yo, a ratos, ya pensaba cuánto tiempo iba a pasar hasta que mamá volviera. Eso sí, por la tarde conseguí estar más tranquilo y no dar guerra, yo creo que, porque, más que nervioso, estaba ya un poco triste.

Cuando mamá volvió era muy de noche -yo nunca había estado en la oficina hasta tan tarde-, y me puse como un loco, sin control ninguno, dando brincos y chillando, que hasta la gente que pasaba por la calle se quedaba mirando. Yo creo que no se puede ya ser más feliz. Bueno, sí, yo habría sido más feliz aún si no hubiera visto que mamá cogía otra vez la maleta esa que llena de papeles cuando se va sin mí; porque, me temo que eso significa que me va a tocar esperarla otra vez.

De lecturas

Cuando abrió los ojos su primer pensamiento fue para él, incluso había soñado con él aunque  no recordara el sueño, pero sí identificaba el poso que el sueño le había dejado. Se desperezó con la ilusión de su regreso, una tarde más, en aquel refugio fabricado a la medida de los dos, en el que casi nada más existía, o, al menos, nada podía interferir. La espera en sí misma ya resultaba entrañable, como el tráiler algo almibarado de una película romántica, como el presentimiento de una felicidad tranquila, reposada y certera que, sin embargo, acelera el corazón. Todo era siempre igual y, a la vez, tan diferente; igual era el deseo que la empujaba, y sentir que el tiempo se paraba en el reloj, porque, aun a sabiendas de lo manido que resultaba todo, de lo predecible que pueden llegar a ser las emociones, salvo en el momento y en la intensidad de ser vividas, eso era lo que pasaba en realidad, que el tiempo se paraba junto a él, y ella se dejaba transportar a otros universos que después, cuando él ya no estaba, seguían pegados a su piel y a su memoria, y esa huella, imborrable ya, serviría de reclamo para la siguiente tarde, porque tenía que haber una tarde más como aquella, y muchas tardes más, porque si no, ella se sentiría languidecer como una luz de gas. Y todo pasaría muy rápido, demasiado rápido a pesar del tiempo detenido, y al final de la tarde ella se sentiría como emergiendo del sueño que no recordaba, con la piel y el corazón erizados de sensaciones y el deseo intacto de seguir a su lado.

Y así era cada tarde, ella cogía cuidadosamente un libro, buscaba, como en una caricia, el punto en que había quedado su encuentro anterior y ambos se entregaban al juego de los amantes que viven a espaldas de los demás.

Sala de espera

Como las gallinas se arremolinan cacareando para picoterar el maiz, así la recibieron cuando entró en la sala. Si no fuera por el cotorreo, pensó, esto parecería un velatorio, todas las sillas ordenaditas contra las paredes, y todas llenas de parroquianos pendientes de todo el que entra por la puerta.

Ella abrió el despacho con la llave, aplicándose en la tarea para evitar así a los oportunistas que, cada día y siempre distintos, la abordaban al llegar. Se supo dispuesta a la pelea, porque mucho había de pelea en el día a día, y, mientras el ordenador hacía lo propio, se dio cuenta de que el tumulto de afuera iba a necesitar de una estrategia diferente. Se armó de valor, abrió la puerta bruscamente y, con un poquito, sólo un poquito de mala leche, dijo alto y claro: «¡Como se supone que están ustedes enfermos, no tendrán muchas ganas de hablar!». Todavía hubo alguno que se resistió, a pesar de la sorpresa de la mayoría, pero ella no se esperó a verlo, se dio la vuelta y entró de nuevo en la consulta. Llamó al primer paciente y, mentalmente, se apuntó una victoria, momentánea, pero victoria al fin y al cabo.