El beso

No dijo nada; no fue capaz. Le echó los brazos al cuello y se dejó abrazar. Algo de tibieza comenzó a difundir por su pecho, como cuando te acercas a la chimenea con las manos abiertas buscando ahuyentar el frío desolador del invierno. El hueco protector de su hombro volvió a ejercer la magia y el mundo se vació para llenarse solo con ellos dos.  Una eternidad después él se separó un poco y posó sus labios sobre los de ella, apenas un suave aleteo de mariposa, casi imperceptible, y tan extraordinario a la vez, que despertó la tormenta perfecta en la que sucumbir. Él la besaba con los ojos cerrados; por eso no pudo ver cómo las lágrimas desbordaban los ojos de ella.

(De las memorias de Ismael Blanco)

El beso

Se le acercó y ella sintió el arrastre suave y firme de su mirada, como el de la maroma que ayuda a atracar el barco. Le retiró un mechón de pelo de la frente y entrelazó sus dedos con el cabello de su sien y ella se recostó un poco en la palma de su mano, abierta y acogedora, y cerró los ojos dejándose llevar. Sintió los labios de él sobre su boca, primero un leve contacto y luego la carne suave y tibia, abandonada a su propio latido. Así estuvieron una vida entera, sin tiempo ni distancia, sin conciencia de su propia existencia y,  al abrir los ojos de nuevo, ninguno de los dos era ya la misma persona que era antes de aquel beso.