Niebla

Cada día le cuesta más bajarse de la cama y ponerse en marcha, diríase que tiene que recomponer el esqueleto antes de dar el primer paso. La artrosis ha ido agarrotando sus articulaciones y los años han ido haciendo mella en su cabeza. Solo sus ojitos brillantes siguen siendo los mismos de entonces, la misma chispa de aquel tiempo, cuando aún era joven.

Cada día friega los cacharros del desayuno y sale al porche, se sienta en la mecedora y se balancea despacio, las rodillas bajo una mantita que le da el calor que ya le falta. Y pone en marcha su gimnasia mental. Intenta recordar nombres, anécdotas, caras amigas – hace ya tiempo que olvidó las caras de los que no lo son-, pero se da cuenta de que la niebla es cada vez más espesa y más cercana. Aun así, hay algo que recuerda con absoluta claridad: sus manos. Aquellas manos recias, acostumbradas a trabajar, grandes, masculinas; aquellas manos que eran su fortaleza, que descansaban leves en su cintura cuando dormía a su lado, aquellas manos dulces que enmarcaban su cara para besarla con tanta delicadeza que a ella le parecían alas de ángeles ayudándola a volar.

Eso sí que lo recordaba. Eso sí se lo llevaría a la tumba, huyendo de la niebla.

El lago

Cuando escribo estas páginas me doy cuenta de que escribo para ti, Isabel, aunque tú nunca llegues a leerlo.  

Todo lo que guardamos dentro de nosotros puede aflorar sin previo aviso. Todo lo que hemos vivido queda dormido en nuestro interior, incluso creemos que ha muerto, pero despierta de golpe cuando alguien presiona el interruptor adecuado.

Ayer, como muchas veces antes, me acerqué paseando hasta el lago. Me gusta sentarme en un banco, con un libro, y, de vez en cuando, levantar la vista y embeberme de aquella tranquilidad, es como un bálsamo para mi corazón maltrecho.

Yo creía que estaba solo, el agua como una lámina de plata al atardecer, pero, cuando levanté la vista, vi que una mujer joven se había acercado a la orilla y miraba, inmóvil, la cabeza erguida, no lejos de mí, hacia el horizonte. Vi también que un hombre se acercaba, caminando despacio, mirando en su dirección y al lago. Se quedó detrás de ella y la abrazó por la cintura, la mujer se acurrucó amoldando su espalda al cuerpo de él y recogió con sus brazos los brazos que la abrazaban. Él escondió su cara en el hueco de su cuello y comenzó a besarla, una, dos, tres veces…, hasta que ella se volvió y se besaron en los labios, muy, muy despacio. Al poco se alejaron, abrazados, y, seguro que ni siquiera se dieron cuenta de que yo los observaba.

Aún me quedé unos minutos allí, esperando suavizar el arañazo que me hería la garganta. Luego, ya en calma, seguí recordando, recordándote, seguí cogiéndote por la cintura y besando el hueco de tu cuello, como tantas otras veces, cuando estabas a mi lado.

(De «Las memorias de Ismael Blanco»)

Solo en casa

Mi padre, a mi edad, era ya un viejo. No es que yo no lo sea aún, no; es que se espera de mí que viva más años –la estadística de vida media-, y los que deciden han decidido retrasar de forma torticera la entrada en la vejez, como si no fuera verdad que ahora vivimos más años siendo viejos y no que envejecemos más tarde.  

El hecho cierto es que ya no me pagan por trabajar, sino por haber dejado de hacerlo, que ahora tengo tiempo para todo aquello que siempre quise hacer y ahora ya no quiero –desear lo que no podemos tener o “el espíritu de la contradicción”, que diría mi madre- y que puedo, por fin, sentirme dueño de mi tiempo, aunque sea para perderlo –nunca el tiempo es perdido-.

He cambiado de rutinas, pero alguna conservo. Sigo levantándome a la misma hora porque creo que, de no hacerlo, el día no me dará de sí lo que de él espero y así he ido ganando terreno en campos que antes nunca exploré, como la cocina. Cuando trabajaba –cuando tenía un amplio horario fuera de casa, tediosos desplazamientos en cercanías y más conflictos de los que podía resolver por asuntos ajenos a mí- mi actividad en relación con la cocina se limitaba a desayunar en ella de pie, de prisa y mirando el reloj. Ahora he descubierto el placer de imaginar qué comer y procurar cocinarlo. A veces me quedo solo en ese “procurar” pero otras consigo conciliar el deseo con la mano de obra y llego a saborear bocados que a mí me parecen propios de cardenales. Y, como Juanjo Millás, he descubierto el alcance terapéutico de un buen sofrito. Me refiero al beneficio que para el espíritu supone cortar en pedacitos las verduras, sin prisa, como haciéndote perdonar por ellas semejante estropicio, y acabar de rendirlas en una sartén al fuego. ¡Ojalá lo hubiera descubierto en mi época de empleado de Banca, seguro que me habría evitado los ansiolíticos!.

También me he dado cuenta de que, ahora, mi casa es mi casa y no solo el sitio por donde paso a dormir. Ahora me preocupa el orden, me he dado cuenta de que vivir solo no es óbice para que en la casa pueda reinar el desorden; basta con dejar la ropa sucia fuera del cubo de la ropa sucia, los platos en el fregadero esperando mejores tiempos o la cama deshecha porque no esperas visitas para que la casa, tu casa, parezca la casa de tu enemigo. Por eso cuido ahora los detalles, aprovecho que nadie descoloca lo que coloco yo e, incluso, he comprado un poto con la esperanza de una convivencia satisfactoria para ambos. Y, de momento, los dos estamos bien.

Supongo que en cada piso de mi rellano de escalera vive alguien, pero no conozco a ninguno de ellos. En realidad solo sé que existe mi vecina del B –yo soy el A-. No la he visto nunca, no hemos coincidido en el ascensor ni en la escalera, supongo que antes porque yo salía pronto y llegaba tarde y ahora porque apenas salgo. Si me paro a pensarlo, sé muchas cosas de ella. Sé que es una mujer joven porque escucho su zapateo cuando llega y cuando sale de casa y porque la he oído reírse como solo lo hacen los jóvenes. Será un milagro que pase de los treinta o los treinta y cinco. Sé que vive sola porque solo se la oye hablar por teléfono o se escucha la televisión, de fondo, diálogos de película o de serie, pero no propios. Sé que, además de vivir sola, no tiene pareja  o novio o amigo íntimo o como quiera que se le llame ahora, porque, en seis meses desde que paro en casa, tan solo una vez escuché una voz de hombre, también joven como ella, en pausada conversación, una de esas en las que esperas más la respuesta del otro que el momento de decir algo, en las que los silencios intermedios son más importantes que las voces, en las que el tema de conversación  en realidad no existe porque basta con la presencia, con estar en el mismo sitio y con el mismo deseo. Solo ocurrió una vez, el afán de intimidad debió quedar en tentativa, porque escuché abrirse y cerrarse la puerta de la casa  a una hora demasiado prudente y con palabras y tono propios de amigos, pero nada más que amigos. Alguna vez, en fin de semana y a mediodía, la he escuchado junto a otros hombres y mujeres, cuatro o cinco voces diferentes, sentados alrededor de una mesa, en medio de risotadas y ruidos de cubiertos y de copas entrechocando. Supongo que serán amigos, o viejos –por serlo desde hace mucho tiempo- compañeros de trabajo que acaban siendo amigos y celebran así cumpleaños o ascensos.

Ayer, al abrir mi buzón, me di cuenta de que ella había quitado el nombre del suyo. Se me pasó por la cabeza que trataba de esconderse de mí, pero me di cuenta de que eso no tiene ningún sentido; yo no la espío, tan solo vivo al otro lado y no tengo ningún interés en perjudicarla. Su nombre, conozco su nombre y puedo reconocer sus pasos y su voz, pero ni siquiera sé si es alta o delgada, rubia o morena. Es probable que ella ni siquiera sepa que yo existo.

Casi es la hora de cenar. Ha empezado a sonar al otro lado el golpeteo apresurado y metálico que se escucha cuando se bate un huevo, el golpe del tenedor contra el plato mientras voltea el huevo roto. Será buena idea prepararme también yo una tortilla. Una tortilla francesa y una copita de vino blanco. Y, como cada noche, brindar por ella.

El cementerio

Hoy he vuelto al cementerio. Dos obreros estaban colocando teselas en el mosaico del suelo, delante de un panteón. No había nadie más, salvo los muertos y dos gatos de mal pelo tumbados al sol.

Al entrar me he dado cuenta de que han quitado el árbol. No era el típico ciprés, parecía, más bien, una arizónica gigante y crecía con ansia de extenderse sobre las tumbas. A mí me parecía que aquel árbol, el único, era el vigilante del cementerio, el manto protector, y ahora los muertos están desvalidos bajo este sol que cae a plomo sobre las lápidas. Solo los panteones que rodean el recinto se libran de este fuego, quizás por eso se permiten dejar a la vista los féretros que custodian, porque no corren peligro de arder. En los panteones está el nombre de la familia, y luego, dentro, los féretros apilados a ambos lados, como si descansaran en literas, y en muchos, y en la mayoría de las lápidas, también está la fotografía del muerto, del abuelo del siglo pasado, del padre de familia y del hijo joven que murió prematuramente –un accidente, un tumor o las drogas, pienso, en los ochenta había muchas muertes de jóvenes por drogas-. La foto del muerto cuando aún vivía te reconcilia con la muerte, ayuda a entender que ambas, vida y muerte, están unidas por un lazo invisible, que ambas son la cara y la cruz de la misma moneda.

Las lápidas están como sembradas en cuatro terrenos similares separados por una calle central y rodeados por otra calle periférica y casi circular que las separa de los panteones. Si no fuera por el seto verde que también los rodea, sin mi árbol, todo sería gris en el cementerio de Aveiro.

Camino entre las tumbas y están tan juntas que no puedo menos que pensar que el terreno es caro, tanto para los vivos como para los muertos, y, por eso, incluso de muertos, seguimos hacinados. Que en cada tumba haya dos, tres o más cuerpos no es por la misma razón, las familias pretenden seguir unidas incluso cuando ya no son.

Hay muchos muertos del siglo XIX que han esperado pacientemente a que la piedra que los protege se vaya llenando de nombres y fechas de sus descendientes, y, a veces también, a que alguien elogie a alguno de los que allí reposan. Son frases cortas, de viudos agradecidos a mujeres bondadosas, buenas madres de familia, o de hijos que se sienten desdichados por la reciente orfandaz. No recuerdo haber leído ninguna elegía –aunque posiblemente la haya- cuando el marido es el finado. Es como si el dolor de las viudas fuera más íntimo o se diera por hecho y no necesitara perpetuarse públicamente. También he visto el agradecimiento del pueblo al fundador del equipo de fútbol y el de los alumnos a dos profesores que supieron ser mentores en el aula y en la vida. Lo que no sé es por qué todas las tumbas están en la misma posición, todas excepto dos, que están cabeza abajo.

El cementerio está al lado de un centro comercial, y, cuando digo “al lado”, quiero decir, exactamente, pared con pared, y también hay bloques de pisos con vistas a las tumbas. Los portugueses han sabido integrar a sus muertos en la vida diaria; los nuestros, nuestros muertos, parecen más apartados, más escondidos. Me gustan los cementerios, he de reconocerlo, porque el sitio de los muertos me dice muchas cosas de los vivos. Hay mucha vida donde parece que solo campase la muerte.

Aniversario

El día de San Juan de hace un año fue un día extraordinario; uno de esos días frontera entre un antes y un después.

El hecho que lo convierte en extraordinario pesa seis kilos y medio, es algo larguirucho, un poco paticorto, con grandes orejas que se doblan hacia delante -o hacia atrás, como una melena al viento, cuando corre- y ha nacido para seguir rastros, bailar con las polillas, perseguir a las palomas, saludar a todos los perros que andan por la calle -sin importar su tamaño-, desconfiar de los vecinos que salen al balcón frente a nuestra ventana y, sobre todo, ha nacido para quererme.

Pepín lo invade todo en casa. Ha desterrado a Sofía de su vida solitaria y gatuna, y lucha para destronarla de su espacio conmigo, pero aún tiene que negociar con ella quién y cómo ocupa el sofá cuando yo no estoy. Pepín ha cambiado un poco el diseño de algunos muebles,  que tenían esquinas afiladas y ahora se muestran redondas, amables y descoloridas, y me ha obligado a modificar algunas rutinas domésticas para evitar accidentes –todo es comestible -pero, sobre todo, Pepín ha cambiado el fondo y la forma de mis días. Pepín duerme conmigo y se levanta conmigo, si piensa que voy a marcharme se refugia entre cojines y espera a que vuelva, pero, si me ve sentarme en el sofá, acude inmediatamente a tumbarse al lado, o un poco más cerca, con la cabeza apoyada en mi cuerpo. Pepín me vigila de cerca y de lejos, por si necesito un gesto suyo de atención, para adelantarse a lo que yo vaya a hacer y para saber cómo estoy porque yo no se lo cuento y no tiene otra forma de saberlo más que fijarse mucho en mí y en todo a mi alrededor.

Pepín es un perro valiente, muy valiente, pero también tiene miedo: de pasar por un paso estrecho por primera vez, de ver la tabla de la plancha desplegada en la habitación, de subir al coche o en el ascensor, o, aunque ya menos, de que yo no vuelva cuando salgo por la puerta -por eso, cada día, le dejo mi camiseta sobre la cama, y, casi todos los días, cuando vuelvo a casa, mi camiseta aparece en una de sus camitas, caliente aún porque ha estado acostado encima de ella-.

Si mi vida y la suya cumplen con las estadísticas nos haremos viejos juntos, e, incluso, él morirá antes que yo. Y eso me reconforta, a pesar del dolor, porque, si él muere antes, no podrá  sentirse abandonado por morirme yo.

Diario de Pepín. Día 125

Dice mamá que hoy hace un año que estoy con ella. Y con Sofía, claro; aunque con Sofía estoy y no estoy, porque hay días que anda escondida todo el tiempo y solo aparece cuando llega mamá y le pide de comer o salir al rellano.

Si mamá no hubiera dicho eso del año, yo no me habría dado cuenta. Los perros no pensamos en esas cosas. Para mí el tiempo tiene una medida particular. Un día es un puzle donde van encajando las piezas de la rutina: el momento de despertar, el de esperar a que mamá se duche para que venga a abrir la ventana del dormitorio, y, de paso, se quede a mi lado acariciándome un ratito muy corto, el de ponerme el desayuno y no comer nada hasta que ella me da algo del suyo, el de salir a olisquear a la calle, el de que mamá me limpie las legañas y las patitas cuando volvemos -¡puag!, ese momento no me gusta nada…-, el de ver cómo se arregla para irse a trabajar mientras yo espero a que me deje un juguete con comida escondida dentro y su camiseta, por si me pongo nervioso mientras espero a que vuelva… Y el resto del día, poco más o menos, menos cuando ella vuelve por la tarde de trabajar y yo la recibo pegando saltos y bailando y en seguida volvemos a la calle un rato.

Yo creo que no hace falta contar los días. Yo creo que, con mamá, el tiempo no puede medirse. Con mamá es “siempre”.

Diario de Pepín. Día 124

Que no, que no es que el chico de la gorra se hubiera marchado lejos o se hubiera olvidado de mí, que no. Que ayer lo vi y me llamó y salí corriendo y ladré y di brincos y me empiné y fui y volví un montón de veces y él se agachó y quería acariciarme pero yo no me paraba quieto de la emoción… 

Que la culpa era del confidichoso ese que nos tiene locos.

Que ya estoy yo pensando que a ver si mamá no me lleva al parque y no he vuelto a ver a mis amigos porque el confinoese del demonio no nos deja… Que seguro que él no tienen ningún amigo y no necesita salir de casa…

Diario de Pepín. Día 123

La hora de la siesta es un problema. ¡Con lo que a mí me gusta pegar un brinco y ponerme encima de mamá! Pero esa es la cuestión, encima de mamá. Y es que Sofía también quiere dormirse encima de mamá, y mamá no tiene tanto trozo para repartir…

Al final, nos acomodamos, unas veces yo me pongo entre sus piernas y Sofía en su pecho, otras al revés, y otras nos queremos quitar el sitio uno al otro y mamá se enfada porque no la dejamos dormir.

Mamá dice que yo soy un listo, porque me subo primero, e intento ocupar todo el sitio posible para no dejar espacio a Sofía, y luego me  hago el distraído, como si no fuera conmigo la cosa, cuando ella empieza a remolonear alrededor buscando un hueco. A veces nos olisqueamos como si nos estuviéramos poniendo a prueba, y hasta me enseña los dientes y me levanta la mano, pero la cosa no llega a mayores. Mamá, cuando nos ve así, nos acaricia a los dos a la vez, una mano para cada uno, y nosotros acabamos poniéndonos de acuerdo. Eso sí, algunos días, a mamá ya no le da tiempo a dormirse.

Diario de Pepín. Día 122

Ayer fue mi cumpleaños. Yo no sé nada de días especiales, para mí estaban los domingos y los otros días, pero desde que está el confinosequé, parece que hubiera más domingos que de los otros. Y, tampoco; porque antes del confinosequé ese, los domingos nos íbamos mamá y yo muy lejos, a caminar, y,  luego, yo correteaba por la hierba hasta que me entraban ganas de volver a casa y, ya cerca, nos parábamos a comprar churros –que yo me sentaba en la acera mientras mamá hacía cola y luego ella me daba un pedacito de cada churro que se comía con el café-. Esos sí que eran días especiales…

Así es que ayer hizo un año desde que yo nací, a mí se me hace mucho tiempo, pero si mamá quiere celebrarlo, me parece bien. Yo no sé cuánto tiempo hace desde que, después de vivir con mis primeros papás, mamá y el chico de la gorra me achucharon, me cogieron en brazos y me trajeron a casa. A veces me dan ganas de preguntarle a mamá porque seguro que ella lleva la cuenta también de esto, pero es que, en el fondo, me da igual. Casi toda mi vida llevo a su lado. Y eso me basta.

Diario de Pepín. Día 121

Yo tenía seis hermanos, de eso sí me acuerdo. Y supongo que todos los perros que eran mis amigos, y los que no, también tendrían hermanos. ¿Cómo es posible que ahora todos los perros  hayan desaparecido? ¡Si debíamos ser muchísimos! ¡Si nos juntábamos en el parque hasta diez o doce a la misma hora y ahora no veo a ninguno! El caso es que sigo oliendo meadas en la calle, por eso pienso que en algún sitio deben estar, pero es como si se los hubiera tragado la tierra…

Lo único bueno de todo esto es que ahora juego más con mamá, como no tengo amigos para corretear, ella me tira un nudo de cuerda lo más lejos que puede en casa y yo corro como un loco a por él. Y, luego, nos peleamos los dos a  ver si es capaz de quitármelo de la boca. Y siempre gano yo porque cada vez tengo más fuerza.

Hoy me ha pasado algo extraordinario. Como yo había bebido mucha agua tenía unas ganas enormes de hacer pis, pero quería aguantarme para no hacerlo en casa y que mamá no me riñera. Pero es que aún no era la hora de salir y yo ya no aguantaba más, así que pensando en qué sitio sería el mejor, o el menos malo, se me ocurrió hacer pis en la ducha y no sé si es que mamá no se ha dado cuenta, o es que lo ha visto y no se ha enfadado conmigo, porque no me ha reñido. Temblando estaba.