Diario de Pepín. Día 105

Esta mañana nos hemos encontrado con un hombre, yo diría que ni joven ni viejo, de la edad de los papás de mis amigos del parque. El hombre iba por la orilla de la calle, junto a la pared, y nadie, excepto mamá y yo, pasaba por allí. Iba por el sitio que más me gusta a mí para ir olisqueando todo el rato, y a esas horas, que es tan temprano, es una delicia pasear la nariz por todos los rincones. Bueno, pues el hombre nos vio y siguió pegado a la pared –todo el mundo se retira cuando ve a un perro, porque es más fácil eso, que hacernos cambiar de opinión a nosotros-, y, al cruzarnos, yo casi no me di cuenta, porque cuando me dedico a olisquear se acaba el mundo para mí, pero mamá me retiró tirando de la correa para que el hombre siguiera caminando pegado a la pared. Que se veía que él no iba a dejarme paso.

Y digo yo que hay que ser muy infeliz para empezar el día así, para tener que ganarle el terreno a un perro a las siete de la mañana, cuando, además, nadie te ve. Hay que ser muy infeliz para que esa sea la batalla que vas a ganar a lo largo del día. Pobre hombre, seguro que no tiene un perro que lo quiera todo el rato, o tiene un jefe que le hace la vida imposible, o, a lo peor, tiene una familia que hace como que no lo quiere todo el tiempo. Y por eso va así por la calle, demostrándose a sí mismo que es importante, porque no se lo demuestran los demás.

Diario de Pepín. Día 20

En la plaza hay cangrejos; bueno, en la fuente que hay en la plaza. No sé por qué, cuando vi los cangrejos, dibujando un círculo lo más lejos posible de donde caía el agua, junto a la pared redonda del pilón, pensé en el hombre de la mochila.

El hombre de la mochila  es más joven que mamá y está curtido por el sol. Siempre que lo veo en la plaza lo veo despeinado, con los pies sucios de caminar y una mochila llena a reventar a su lado. Y, de vez en cuando, habla solo, en voz baja, y sonríe. Sonríe mucho. Y también fuma puros que huelen mal. No sé por qué pensé que, si alguien había traído los cangrejos a la fuente, debía ser él, quizás lo pensé porque la fuente nunca será un río aunque la llenen de cangrejos de río, igual que el hombre nunca tiene compañía aunque hable en voz alta.  Quizás por eso una cosa me llevó a la otra.

Pero no, una de las mujeres que pasa las tardes muertas en la plaza le dijo a mamá que los cangrejos los había traído el pescadero y los había echado allí por hacer la gracia. Gracia sí que le hace a los niños, que se acercan y meten las manos para tocarlos, y los padres los animan o los riñen, depende, pero a todos les llama la atención.

Ayer por la noche, la mayoría de los cangrejos habían cambiado de color, de casi negro a casi rojo, y se habían encogido y ya no se movían. Mamá dijo que esos ya se habían muerto y esta mañana ya los habían quitado de allí y quedaban unos pocos vivitos y coleando,  aunque supongo que no aguantarán mucho más, porque la fuente no es un río, por mucho que nosotros queramos.  

El olor

No lo vio pasar a su lado, pero el hedor que dejó tras de sí le hizo volver la cabeza.

Aunque asqueroso, mejor si hubiera dejado el típico olor a sudor, podría haber pensado que el hombre venía de trabajar duro bajo un sol de justicia, o habría estado cargando y descargando o poniendo ladrillos o, incluso, ya puestos a pensar sin caridad, podría ser el típico que no se pone desodorante por desidia, o porque él no se huele y cree que los demás tampoco le huelen a él. Pero no, aquel hombre había dejado tras de sí un penetrante olor a tabaco rancio, ese que se apodera de cada centímetro de piel a base de veces y de años y que todo lo ocupa, mezclado con un metálico olor a alcohol destilado.

Se le torció el gesto con una mueca de asco y ni siquiera lo miró, no quiso ponerle cara –suficientemente débil como para ser presa de, al menos, dos adicciones, pensó, como para no poder dominar sus impulsos, como para necesitar del alcohol y del tabaco para sentirse bien, o para no sentirse mal, o, sencillamente, para no sentir-.

Se le quedó en la nariz aquel rastro hediondo e imaginó sin querer una sala discreta de un piso sin lujos, donde un niño hace los deberes sentado a una mesa camilla mientras respira aquel olor rancio que le llega de las faldillas, del sofá, de las cortinas, del aire mismo que vicia la casa entera y que ya no le es ajeno. La madre sale de la cocina con la bandeja de la merienda en la mano y se sienta también a la camilla, un poco seria, un poco envejecida, un poco cansada y constantemente alerta por si llega él; respira profundamente pero no le llega bien el aire, el hijo ya está acostumbrado a oírla respirar así y ya no se angustia por eso. Al momento, se escucha el tintineo de las llaves en la puerta y los dos levantan la cabeza y se miran sin hablar. El olor, preludio del humor, entra en la casa por delante del sonido de los pasos y del hombre. Ninguno de los tres sonríe.

En el parque

A Ulises

Cuando yo era pequeña vivía en una ciudad distinta a ésta en la que ahora vivo. Mi madre me llevaba de la mano hasta la puerta del colegio y un señor muy serio, que debía ser el director o el jefe de estudios, según he sabido después, vigilaba que todos los niños entráramos en orden y, sobre todo, que ninguno se subiera a la valla, por mucha prisa que tuviera –en realidad, no recuerdo que tuviéramos prisa por entrar a clase, si acaso por salir al recreo y, después, a comer-. Aquella pared que rodeaba el patio y el edificio donde estaban las clases, tenía una parte de piedra y cemento, desde el suelo hasta la altura de mi cabeza entonces, y, por encima, unas lanzas de hierro oscuro, rectas y frías, que apuntaban al cielo infinito. Todos sabíamos que una vez, no sé cuándo ni por qué, un niño se había subido a la valla y se había quedado clavado en una de aquellas lanzas “como un pincho moruno”, según dijo alguien, y yo ni entonces ni ahora he sido capaz de imaginar lo alto que debía ser ese niño para poder alcanzar el extremo en punta de aquellos hierros, ni, por supuesto, he podido ya comer pinchos morunos, ni siquiera verlos en fotografías.

Todas las tardes, después del colegio y de hacer los deberes, yo iba a jugar un ratito al parque que había cerca de mi casa. Recuerdo que algunas veces nos tocaba esperar y esperar a que unos niños mucho más grandes que nosotros se hartaran de subir y bajar en el balancín, en medio de grandes risotadas, mientras nos miraban desafiantes y esperábamos en silencio con cara de pánfilos. En aquel parque, en una esquina adonde acudían puntualmente cuatro o cinco perros cada tarde, había una placa metálica sobre un pedestal, dando cuenta de que el Sr. Alcalde lo había inaugurado unos años antes. Yo creo que aquel señor alcalde no tenía niños, o, si los tenía, no iban a aquel parque, porque, cada vez que algo se rompía, tardaban meses, casi diría que años, en arreglarlo; el tobogán nos lanzaba hasta un hueco inmenso que se había hecho sobre la tierra de tanto caernos encima, tan profundo que a nosotros nos parecía un pozo, y los columpios se quejaban con un gañido lastimero a falta de aceite que aliviara sus engranajes. Recuerdo que, una tarde, una de las cadenas de las que colgaba el asiento de un columpio se soltó, y la niña que estaba balanceándose en él salió volando, el vestido hinchado como una medusa, y se dio de bruces en el suelo; cuando se levantó tenía las rodillas y las manos arañadas y llenas de tierra y el susto la había dejado hasta sin ganas de llorar. Y otro día, mi amigo Andrés, que era un valiente, se me acercó mirándose un dedo con cara de incrédulo; el índice de su mano izquierda goteaba sangre y Andrés recogió el trozo que le faltaba en el asidero del balancín, que se lo había arrancado.

Todo esto sucedió hace mucho tiempo, pero aún recuerdo, y Andrés también, que una tarde, ya casi anochecido, apareció por allí un hombre alto y serio, no tan serio como para asustarnos, y con una caja de herramientas colgando de la mano izquierda, en realidad, de lo que quedaba de su mano izquierda, pues le faltaba la mitad del dedo índice y un trozo del pulgar y del meñique. El hombre no dijo nada, se agachó sobre la arena, abrió la caja allí y  fue revisando, uno por uno, todos los juegos del parque, apretando un tornillo aquí y aflojándolo allá donde hacía falta. Ninguno dijimos nada tampoco, pero, poco a poco, todos dejamos de jugar y nos quedamos observando al hombre y a su mano ágil y deformada mientras trabajaba. Al cabo de un rato se volvió para mirarnos y  nos dijo: “Hay que tener cuidado, niños, alguien dejó un cohete en el parque cuando yo era pequeño como vosotros, y me explotó en la mano cuando lo prendí. Y mirad como me quedó”. Y adelantó su mano para que todos la viéramos y Andrés miró de reojo el vendaje de la suya.

Fue la única vez, no volvimos a verle y ningún padre supo de él ni siquiera aquel día; era como si hubiera salido de la nada y hubiera vuelto a ella una vez terminado el trabajo. A partir de entonces ya no hubo más averías sin reparar; incluso espiábamos a veces, cuando algún juego estaba maltrecho, para verle llegar y arreglarlo, pero nunca volvimos a verle. Y no volvimos a hablar de ello.

Aún ahora, Andrés conserva una cicatriz en el pulpejo de su dedo herido, y dice que, si toca con él, tiene más sensibilidad. Y eso nos permite pensar que es la prueba de que todo sucedió como lo recordamos.

El hombre del saco

 

A Sara.

Recuerdo ahora que, cuando niña, mis abuelos solían forzarme a obedecer bajo la amenaza de que, de no hacerlo, me pasarían cosas terribles como, por ejemplo, que iba a venir el hombre del saco y se me llevaría si protestaba porque no me gustaba la comida, o si comía muy deprisa porque me gustaba demasiado, o si lloraba, o si… Recuerdo también que mi padre se enfadaba con ellos y les decía que los niños debían crecer sin miedos, de modo que yo dormía plácidamente cada noche porque, cada noche, mi padre me leía un cuento y me daba un beso en los párpados cerrados y yo sabía que ningún monstruo se atrevería con él, tan grande y tan fuerte.

Recuerdo que, con cuatro años, mi padre me prometió llevarme a las Ferias y allá  nos fuimos los dos, él caminando a grandes zancadas y yo colgando de su mano y dando un brinco cada dos pasos para adaptarme a su camino. Yo le miraba de reojo y me iba contagiando de su ilusión, pero nada fue comparable a lo que sentí ante tanta algarabía y tantas luces de colores, castillos hinchables, tiovivos y trenes que subían y bajaban sin parar. A mí aquello me pareció otro mundo, y era un mundo maravilloso que no me cabía en los ojos.

Nos miramos los dos, y, sin ni siquiera decirme nada, mi padre me llevó de la mano hasta el tiovivo de los caballitos y nos quedamos los dos parados, mirando aquellas luces parpadeantes y aquel galopar pausado e interminable, mi mano en la suya y mi corazón alocado. Mi padre sacó un billete del bolsillo y se acercó a un hombre que estaba frente a nosotros y acababa de darle un manotazo en el hombro a un crío de mi edad que trotaba por allí sin hacer caso de sus llamadas. Recuerdo que en aquel momento pensé que aquel crío debía de ser su hijo, porque algo de padre debí de reconocer en aquella actitud, y me alegré íntimamente de que no fuera el mío. Aquel hombre oscuro masculló unas palabras que yo no entendí, cogió el billete que mi padre le ofrecía y sacó de un saco que tenía a sus pies unas fichas redondas que le entregó a mi padre mientras me miraba a mí con una mirada que me pareció de hartura, como si yo le estorbara, y el tiovivo y los otros niños también.

Aquella noche fui princesa a lomos de un corcel –en los cuentos de mi infancia no había caballos-, eso lo recuerdo tan nítidamente como mis miradas ansiosas buscando a  mi padre cada vez que el tiovivo daba una vuelta entera. Aquella noche me costó dormirme y soñé que alguien llamaba a la puerta de mi casa y, al abrir, aparecía aquel hombre del tiovivo, gris y mal encarado, con un saco al hombro, preguntando por mí.

La vida simple

Si lo pensaba detenidamente, él no era un hombre brillante; pero, ¿para qué quería ella un hombre brillante, capaz de eclipsar con su luz la suya propia, o capaz de atraer, por el mismo motivo, a todas las mariposas que revoloteaban por ahí? ¿Cómo explicarle que lo que ella necesitaba en realidad era un hombre normal que supiera hacerse imprescindible? Sí, un hombre que supiera manejarse en el noble arte de la esgrima, con reflejos e imaginación y capaz de marcar sin herir; un hombre de tierna sonrisa y sosegados silencios; un refugio, a veces, y un niño siempre, pero, sobre todo, lo que ella necesitaba, era un hombre capaz de ordenar el frigorífico porque ella era una inútil para eso y estaba harta de encontrarse la fruta enmohecida y los yogures caducados.

La muda de la serpiente

Se despertó empapado en sudor e, inmediatamente, añoró el otoño. El calor agotaba su ánimo como los días de sol agostaban los campos, pero en seguida se dio cuenta de que la desazón provenía de algo más profundo, como cuando era estudiante y le suspendían y se despertaba de la siesta con el alivio de una amnesia que duraba apenas unos segundos, dando paso en seguida al peso de una losa, la misma losa, que lo aplastaba todo de nuevo.

Se quedó paralizado, casi todo el día en el sofá o vagando por la casa como un autómata, sin más horizonte que su propio pensamiento, mientras analizaba como un hipnotizado hasta el detalle más pequeño de su nueva situación. Y, otra vez, aquel sabor amargo en la boca, el sabor de la ruptura, se dijo, cada vez que algo se rompe en mi vida me vuelve ese sabor a bilis, y casi encontró acogedora esa sensación en medio del desierto que ahora atravesaba.

Necesitaba dormir para vivir sin darse cuenta, para dejar que el tiempo hiciera su labor arrancando las hojas muertas hasta formar una mullida alfombra sobre la que pisar sin que le doliera el sonido de sus pasos. Desconectó el teléfono y se tumbó de nuevo, estirado, las piernas y los brazos abiertos como el Hombre de Vitruvio, y durmió, primero por necesidad y luego porque se obligó a hacerlo.

A la mañana siguiente despertó sin violencia, sin daño; como en la muda de la serpiente, sintió la necesidad de desprenderse de aquel traje de rígidas costuras que había sido su vida y que le aprisionaba hasta la asfixia y sintió, al desperezarse, cómo se le desprendía la piel muerta para dejar paso a un hombre renovado.

Punto de mira.

A esas horas la plaza aparece desierta, parece imbuida de un extraño sopor, aquietada y gris. Desde detrás del cristal de la pizzería, mientras espero, veo al hombre que sale al balcón y comienza a tender ropa en las cuerdas que atraviesan la fachada; debe tener unos cincuenta años, con gafas oscuras desde donde yo las veo, y vestido enteramente sin color. Tiende unas sábanas de matrimonio, de un único color apastelado, y con unos encogidos en la zona del embozo donde los bordados tiran de la tela húmeda. Pienso si el hombre tenderá la ropa porque vive solo, no es la primera vez que lo hace, a juzgar por la soltura y la destreza que impide que la ropa se le caiga, y me sorprendo a mí misma pensando en esta división de tareas entre hombres y mujeres, e, inmediatamente, pienso que, si no hay ahora una mujer, la ha habido en otra época, pues la sábana bordada sin duda es parte de un ajuar, no es una sábana que un hombre vaya a comprar por un estricto sentido de utilidad. Tiende también la sábana bajera y unas toallas tan mortecinas como aquella y después la ropa de trabajo, oscura y rígida aun estando mojada. El hombre entra en la casa y sale de nuevo al balcón con un barreño lleno; sujeta la pieza con una pinza y cuando la extiende para colocar la otra me parece reconocer  un camisón, una camisa de dormir, más bien, sin forma ni detalles. Pienso entonces que quizás, sí; quizás haya una mujer en la casa, una mujer probablemente enferma, que no mancha la ropa de vestir porque permanece en la cama y por eso no es necesario lavar sus jerseys o sus pantalones o sus faldas, y solo la ropa de dormir requiere ese cuidado; una mujer enferma o impedida que, por ese mismo motivo, no puede salir ella misma al balcón a tender la colada. El hombre sigue tendiendo alguna camiseta masculina, tres o cuatro calzoncillos y dos sujetadores. Sí, en alguna parte de la casa debe haber una mujer.

El camarero llega con la pizza y me avisa de que el plato quema. Cuando alzo de nuevo la vista hacia el balcón el hombre ya no está. La puerta hacia la casa continúa abierta, lo que me anima a seguir observando, pero nada cambia ya, la ropa permanece expuesta en la calle, en un gesto impúdico y desvalido que me lleva a sentir un atisbo de vergüenza por ellos, por el hombre real y por la mujer imaginada.