En la estación

Los dos pasaban de los sesenta. Podría decirse que estaban aún en esa etapa de la vida en que, siendo mayor, aún no eres viejo, pero, en cuanto te descuidas, pasas esa frontera imperceptible y te caes de bruces al otro lado.

Ella, maquillada, informal en el atuendo, vivaz; él, discreto, más bien oscuro, pensativo…

Los dos toman café y algo más, uno frente a otro, sentados a una mesa de la cafetería. Ella se le acerca para hablarle bajito, pone su mano sobre el brazo de él y le pregunta qué tal está. Hablan en voz baja, íntima, y luego él también, ya más animado, pregunta ¿Y, tú, qué tal?

Se sonríen con los ojos, incluso él parece ahora un poco menos gris. Se tocan las manos en un gesto fugaz, se buscan, y, al final, él gira su silla y se sienta al lado de ella, y, entonces, se toman de la mano y se hablan muy bajito, mientras no dejan de mirarse. “estabas nervioso”, “yo creo que ha salido bien”, “ya pasó”, «qué iban a decir»…

Dos maletas pequeñas siguen frente a ellos. La de ella, con un bolso encima, con una mochila encima la de él. Aún mantienen equipajes independientes para una vida en común recién estrenada.

Al cabo de unos minutos, ella mira su reloj y los dos asienten, se levantan, recogen sus equipajes y se alejan.

Quizás en unos años vuelvan a estar en la misma estación, una maleta grande y única para ambos, sin mucha conversación, sin tocarse furtivamente, un poco apagada la mirada de ella y más aún la de él.

Quizás.

Pero no hoy

Tú, que todo lo ocupas

El hombre era viejo y llevaba un bastón. También llevaba una mochila, como la gente joven, pero no por eso parecía menos viejo. La mujer, de una edad parecida, llevaba un bolso de mano grande y plano, de esos que permiten llevar de todo cuando, quien no utiliza bolso cada día, necesita viajar sin equipaje. Él era menudo y  llevaba un tres cuartos ligero y oscuro, ella era grande y gruesa y no llevaba abrigo; se tapaba la tripa voluminosa y el pecho caído con una rebeca abrochada hasta el cuello.

La mujer se sentó junto a la ventanilla y se dispuso a mirar el paisaje. El hombre, en cambio, en el asiento del pasillo, comenzó a desgranar pensamientos. Alguna vez le preguntaba algo a la mujer, pero casi todo el tiempo fue diciendo en voz alta lo que se le pasaba por la cabeza. Eso sí, cada dos frases al menos, decía el nombre de la mujer como para llamar su atención, pero sin esperar respuesta. Empezaba la frase, decía su nombre, y continuaba hasta finalizar. En realidad, no la llamaba, decía el nombre al aire como si fuera un tic o como si necesitara apuntalar su compañía. La mujer raramente lo miraba y contestaba, si era imprescindible, mirando el paisaje. A requerimientos de él, dos o tres veces, buscaron papeles en el bolso y, también al encontrarlos, estaba claro que los papeles le interesaban al hombre y la mujer solo los llevaba encima.

Al cabo de media hora de viaje el viejo ya había reflexionado sobre su salud, sobre sus visitas al médico de la capital, sobre la vida en los bares, sobre la actitud de un vecino que, al parecer, se había reconducido en el buen camino vecinal y sobre la cantidad de leña que antes había en aquellos cerros comparado con ahora. Al cabo de unos minutos volvió a llamar por su nombre a la mujer y le tocó en el hombro para que lo atendiera. La mujer lo miró con el mismo desinterés que hasta entonces. Y él le dijo: María, hay que decirle (no dijo “tienes que decirle”, dijo “hay que decirle” como si fuera cosa de ambos o de otros que no eran ella) a la mujer que te corta el pelo que tiene que darte una red para la cabeza. Y como la mujer no dijo nada ni asintió con gesto alguno, el hombre le tocó con impaciencia la parte de atrás del pelo, la que se le despeinaba al dormir. La mujer, resignada, volvió a mirar el paisaje.

Karma

Yo había cogido el primer tren de la mañana, de noche aún, y, como siempre, me puse a leer un rato. Había empezado hacía unos días la última novela de Almudena Grandes, “Los pacientes del Dr. García” y quería aprovechar la hora y media de viaje, porque no es éste un libro que se pueda leer de a poco.

El vagón casi se había llenado esa madrugada, al final de un trimestre universitario, con gente joven acarreando mochilas y maletones. Al cabo de diez minutos casi todos estaban dormidos, unos encogidos, otros contorsionados y, hasta alguno había con la boca abierta.

La chica rubia que se había sentado en mi fila, en el otro lado del pasillo, iba despierta y, de vez en cuando, miraba el móvil o bebía agua de una botella. Al cabo de una media hora cogió una bolsa de plástico blanco que había dejado sobre el asiento libre, la abrió, sacó una mandarina y se puso a pelarla. El aroma penetrante de la piel de la naranja, explotando en múltiples gotitas microscópicas, se extendió rápidamente y llegó hasta mí, de un modo tan intenso que eché de menos no tener también los dedos pegajosos.

Justo en ese mismo momento yo leía la página 117 de la novela de Almudena Grandes. Leí, me volví a mirar a la chica y volví a leer el mismo párrafo. Justo aquel que dice, “Manolo aceptó la misión y disfrutó de la luz, del sabor casi olvidado de las naranjas”.