Yo sé que son las siete y cuarto porque me cruzo con él. Todos los días, siempre a la misma hora. Incluso cuando yo no madrugo estoy segura de que él hace el mismo recorrido, con la cabeza gacha, la cara inexpresiva y la mano llena de llaves de los portales de comunidad. Poco a poco, va dejando periódicos en los buzones y, poco a poco, el fardo de prensa que lleva bajo el brazo izquierdo va mermando. Si llueve, lo cubre con un plástico mientras él se va mojando, pero, ni siquiera entonces, cambia el ritmo.
Y nunca ha contestado a un “buenos días”.
Debe ser muy duro madrugar para repartir malas noticias: noticias de violencia, de estafas o de corrupción, y luego, además, afrontar tus propias batallas. Hay que ser un superhombre o un insensato para mantener la sonrisa y el gesto alegre después de eso.
Ahora entiendo que este hombre espere Navidad y Año Nuevo como si fuera un crío la noche de Reyes, porque esos dos días, los únicos en todo el año, él puede quedarse en la cama y pensar que, al menos dos días al año, cargará solo con sus propias sombras, sin repartir por cada casa las miserias del mundo.