No dijo nada; no fue capaz. Le echó los brazos al cuello y se dejó abrazar. Algo de tibieza comenzó a difundir por su pecho, como cuando te acercas a la chimenea con las manos abiertas buscando ahuyentar el frío desolador del invierno. El hueco protector de su hombro volvió a ejercer la magia y el mundo se vació para llenarse solo con ellos dos. Una eternidad después él se separó un poco y posó sus labios sobre los de ella, apenas un suave aleteo de mariposa, casi imperceptible, y tan extraordinario a la vez, que despertó la tormenta perfecta en la que sucumbir. Él la besaba con los ojos cerrados; por eso no pudo ver cómo las lágrimas desbordaban los ojos de ella.
(De las memorias de Ismael Blanco)