Diario de Pepín. Día 122

Ayer fue mi cumpleaños. Yo no sé nada de días especiales, para mí estaban los domingos y los otros días, pero desde que está el confinosequé, parece que hubiera más domingos que de los otros. Y, tampoco; porque antes del confinosequé ese, los domingos nos íbamos mamá y yo muy lejos, a caminar, y,  luego, yo correteaba por la hierba hasta que me entraban ganas de volver a casa y, ya cerca, nos parábamos a comprar churros –que yo me sentaba en la acera mientras mamá hacía cola y luego ella me daba un pedacito de cada churro que se comía con el café-. Esos sí que eran días especiales…

Así es que ayer hizo un año desde que yo nací, a mí se me hace mucho tiempo, pero si mamá quiere celebrarlo, me parece bien. Yo no sé cuánto tiempo hace desde que, después de vivir con mis primeros papás, mamá y el chico de la gorra me achucharon, me cogieron en brazos y me trajeron a casa. A veces me dan ganas de preguntarle a mamá porque seguro que ella lleva la cuenta también de esto, pero es que, en el fondo, me da igual. Casi toda mi vida llevo a su lado. Y eso me basta.

Diario de Pepín. Día 101

No es que no me gusten los días de fiesta; total, yo no me canso mucho en la oficina los días normales, mamá es la que anda más ajetreada y yo, hay días que me paso la mañana dormido, y otros, entre teléfono y visitas me hago el dormido en mi rincón, pero me quedo escuchando, por si mamá necesitara ayuda. A veces llegan a la oficina personas que dicen que tienen perro en casa y se les nota porque me acarician a mí con mucho cariño. Yo me dejo, claro, que a ningún perro le sobra una caricia. Y luego llega el cartero también, todos los días, y me dice cosas cariñosas, porque yo salgo a saludarlo.

Pero lo malo de los días de fiesta es que no veo al chico de la gorra ni al señor que viene por las tardes y me llama perrete. Cuando es domingo, o fiesta, mamá y yo salimos a la calle más tiempo del normal, que para eso se nota que no tiene que trabajar y todo es fenomenal por la mañana, que nosotros madrugamos y podemos andar por donde queramos sin que nadie nos estorbe. El problema es que, por las tardes, las aceras se llenan de pies y las calles de coches y ni un perro tan chico como yo tiene espacio para caminar sin tropezarse. Mamá lo pasa mal y yo, ya no digamos, porque es que no se puede dar un paso a gusto. A mamá tampoco le gusta ver tanta gente en la calle, tener que ir esquivando a unos y otros para poder seguir, así que procuramos irnos a los barrios, que están vacíos, y así puedo olisquear a gusto.

Yo no sé qué pasa ahora, pero me parece mucho tiempo para un fin de semana, ya me he hecho un poco de lío. Y no debe faltarme razón porque llevo días sin ver al chico de la gorra y esta mañana mamá y yo hemos ido a su casa, para ver si Mía estaba bien. Mía no es como Sofía, es gris y blanca y tiene los ojos azules que, cuando te mira, parece que te va a hipnotizar. Por eso yo no dejo que me mire fijamente y me lanzo sobre ella para jugar, pero ella sale corriendo y se esconde para mirarme desde debajo de la mesa; entonces yo ya no la veo y así no puede hipnotizarme. Otra cosa mala de este fin de semana tan raro es que, cuando hemos ido a casa del chico de la gorra, yo quería subir por las escaleras, claro, pero mamá dice que son muchas y luego también las nuestras, y hemos subido en el ascensor. Menos mal que a mamá le dio pena ver cómo tiraba para atrás y me cogió en brazos, que bien que me apretaba yo contra ella. No sé quién demonios ha inventado esos cajones que se mueven. Está claro que yo necesito espacio, en casa o en la calle. Menos cuando me acuesto con mamá, que me pego a ella y me sobra todo el sitio.

Diario de Pepín. Día 24

Mamá ha salido riéndose de la ducha porque yo la estaba esperando echado en la alfombra del baño y Sofía se había metido en el cesto de las toallas, que estaba vacío. Los dos allí, esperando a que ella saliera, y sin reñir ni nada. Y con las chanclas a mi lado, que no se las quité como otras veces. ¡Menuda diferencia con la otra noche, que, como no podía entrar y salir del arenero de Sofía, conseguí moverlo hasta la mitad de la cocina, y así ya tuve sitio para entrar y salir cómodamente! ¡Cómo se enfadó mamá cuando vio todo el suelo lleno de caca…!

Me gustan los domingos; ahora que sé que vienen después de los sábados y tampoco vamos a la oficina. Quizás por eso de no tener que ir a la oficina, hoy hemos dado una vuelta larguísima, he ido por sitios que nunca había olido, y  mamá estaba contenta porque, como no tenía que oler cada centímetro, íbamos más de prisa que otras veces. Lo único malo de la vuelta de los domingos es que, mientras caminamos, ella va hablando siempre con una mujer que habla igual que mamá pero que no es mamá, y entonces me hace menos caso. Bueno, en realidad sí me hace caso, porque esta mañana quise aprovechar y echar a correr lejos y mamá en seguida me llamó porque cerca pasaban coches.

Luego, como es domingo, mamá ha estado mucho tiempo en casa y yo he estado a su lado en el sofá, o vigilando si caía algo de la encimera cuando cocinaba. Los domingos mamá cocina más que el resto de la semana y la cocina huele muy rico, pero a mí me ha puesto las mismas bolitas de siempre en el comedero. Eso sí, como premio, me ha dado un trocito de zanahoria.

Mañana de Domingo

Las 9 de un domingo de verano es una hora bruja en la ciudad. Eso fue lo que pensó al salir del portal de su casa. Nada que ver con la algarabía de la tarde, las terrazas llenas y los niños correteando alrededor; apenas puedes dar un paso sin cruzarte con ríos de gente yendo y viniendo.

Se apartó de la acera para dejarle paso. Un hombre joven vestido con traje oscuro venía en dirección contraria, mirándose los zapatos con tanta atención como si acabara de darse cuenta de que tenían vida propia y lo llevaban hacia adelante sin él decidirlo. Al llegar a su altura, el hombre del traje levantó la cabeza, titubeó al descubrir el mundo y a ella y abrió mucho unos ojos sanguinolentos en medio de una cara congestionada por el alcohol. A estas horas, pensó, sólo me encuentro a los barrenderos o a los que aún no se han acostado.

Al pasar junto a la catedral se cruzó con una pareja setentera y con aspecto de extranjeros. Él no le llamó la atención. La mujer tenía el pelo completamente blanco, recogido en un moño pequeño y flojo que conformaba un marco  plateado y flotante alrededor de la cara. Llevaba los ojos tan pintados como las máscaras del Carnaval de Venecia y vestía un chándal de tejido brillante combinando dos tonos de azul, con las perneras del pantalón recogidas en un fruncido sobre los tobillos. Las deportivas era lo más discreto que llevaba, y, con la mano izquierda, sujetaba un bolso plano de ceremonia. Sonrió, sonrió abiertamente cuando superó su altura, celebrando la autodeterminación de la mujer, la soltura con la que prescindía de normas no escritas, de tópicos típicos y de la opinión de los demás.

Casi había llegado al puente cuando avistó a dos jóvenes hablando en medio de la calle, sin apenas gesticular y vestidos con chaqué. Las bodas dejan las hiendas del empedrado cubiertas de arroz, los pétalos de rosa sintéticos revoloteando por las aceras y a los testigos convertidos en muñecos de tarta en la madrugada. Miró al fondo de la escena, en el otro extremo del puente empezaban a reunirse ciclistas para iniciar la marcha dominguera, llenos de color, como un montoncito de confeti. El que más  y el que menos, se volvió a mirar sin disimulo a uno de los jóvenes del chaqué que se acercaba separando desde el culo los faldones de la chaqueta para meter las manos en los bolsillos del pantalón.

Ella siguió caminando. Había más ciclistas, más gente corriendo y menos barrenderos que otros días. La hora bruja se había agotado ya y la ciudad despertaba sin remedio.

Domingo de otoño.

Alfonso cogió los bártulos y se subió al coche para volver a casa. Pensó, como cada domingo que salía de hacer una guardia, que hacía un día magnífico para regresar y para descansar, para andar a su aire, y aquél sí que era, en realidad, un precioso día de otoño, lleno de luz y de ocres. La rutina de los viajes le empujaba a fijarse en los detalles; los cambios en el paisaje, el pastor que, cada domingo a la misma hora, caminaba por la orilla de la carretera, los vehículos parados en la fuente, los que aprovechaban las primeras lluvias para recoger setas, y algunos cazadores con sus perros. Sobre uno de los puentes de la autovía vio a un cazador cargado con su escopeta y, a medida que se acercaba, reconoció el movimiento de tres perros. Alfonso vio al hombre girarse y mirar el coche, nadie más circulaba en ese momento, y, al cabo de unos segundos, le vio plantarse tras la barandilla y subir la escopeta hasta el hombro.  Notó que se le encogía el estómago cuando intuyó el disparo, e, incrédulo aún, se dejó invadir por aquella sensación de calor y dejadez que le llenaba por completo. Cuando el coche se estrelló contra uno de los pilares del puente, Alfonso ya no respiraba y el cazador había desaparecido con sus perros.

Al día siguiente el periódico daría la noticia como un accidente de caza, un conductor muerto por un tiro perdido.  Solo dos personas en el mundo sabían de verdad lo que había pasado, pero una estaba muerta y la otra no tenía ninguna intención de contarlo. Y los perros no hablan.