Ya no soy un piano, en el sentido estricto de la palabra. Soy un mueble viejo y oscuro, con teclas que no saben sonar.
Después de tu partida me trajeron a esta Academia, no sé para qué. La señorita Ortiz lo intenta cada día, y, también cada día, un gesto de desagrado desbarata su sonrisa natural. El afinador no sabe qué más hacer, mueve la cabeza de un lado a otro, se muerde los labios y se desespera.
Y ninguno entiende que la música ya no tiene sentido porque no eres tú el que la siente en mí.