Diario de Pepín. Día 90

Yo ya me había puesto en lo peor. Llevamos dos días en que mamá no me lleva a la oficina y se ha traído la maleta negra con ruedas que llena de papeles cuando se va fuera a trabajar. Pero se ha quedado en casa, trabajando con el ordenador. Yo he estado muy atento todo el tiempo y ni siquiera le he pedido que me coja, como hago en la oficina cuando ella lleva ya mucho rato trabajando y yo llevo ya mucho rato durmiendo. Pero Sofía ha estado muy pesada, subiéndose a la mesa y tirando al suelo los papeles y los bolígrafos. ¡Y luego se queja de que le riñe! Si todavía mamá la acaricia cuando se tumba al lado del ordenador, mientras trabaja…

Pues, como todo puede empeorar, hoy mamá, además de la maleta negra, también ha cogido la maleta roja que usamos en nuestros viajes; que Sofía en seguida se metió dentro como si fuera un zapato y eso no puede ser. Mamá la sacó de allí, yo, ni siquiera pregunté, y mamá se marchó con la maleta y sin nosotros, después de darnos un beso a cada uno y de decirme a mí que la esperara y me portará bien. Supongo que quería decir que no persiga a Sofía mientras ella no está. Luego, por la noche, ha venido el chico de la gorra a buscarme para dar una vuelta, pero no me ha llevado a su casa, lo que quiere decir que mamá volverá pronto, creo yo. De todas formas, yo prefiero estar en mi casa, con Sofía, a estar en la suya, con Mía, que es una gata preciosa, más grande que Sofía, pero que no está acostumbrada a que la persiga, y se pone nerviosa.

Pobre mamá, espero que no le de miedo despertarse y ver que no estoy pegadito a ella. En cuanto vuelva le voy a dar un montón de lametazos y voy a dejarla que me estruje fuerte, muy fuerte.

Diario de Pepín. Día 89

Menos mal que estoy yo para ayudar a mamá porque la verdad es que Sofía da bastante guerra. Ella anda a su aire y nunca quiere jugar conmigo, que, en cuanto me acerco brincando me amenaza con la mano en alto, pero es que todas las mañanas tengo que sacarla de mi camita. Cuando mamá y yo nos levantamos de la cama de mamá ella siempre está acostada en la mía, que está en el sitio donde ella dormía siempre, es verdad, pero mamá la compró para mí. Y es que ella se acuesta en miles de sitios, incluso en el vestidor, entre la ropa, cosa que yo nunca podré hacer, y se empeña en quitarme mi cama. Menos mal que estoy yo para echarla.

O cuando entramos y salimos de casa; ella nunca sale a la calle, eso no es cosa de gatos, pero se acomoda encima del mueble de la entrada y cada vez que nosotros vamos o venimos ella hace amago de salir al rellano de la escalera. Y sale, que mamá la deja salir sin problema, pero Sofía sabe que debe volver a casa y se hace la remolona, incluso, a veces, se sube al piso de arriba y luego se pone a maullar porque le parece que se ha perdido, que parece tonta. Menos mal que estoy yo, que, cuando Sofía sale al rellano, me quedo vigilando, sin ninguna prisa por bajar la escalera como hacemos cuando estamos solos mamá y yo, y no me muevo de la puerta hasta que la empujo para que entre.

O cuando Sofía quiere comida blanda y, en cuanto nos ponemos a ver la televisión por la noche, se sube a los muebles y se pone a descolgar cuadros, que se pone de manos y rasca en el cristal hasta que se desequilibran y el día menos pensado nos va a tirar alguno.

O cuando nos dormimos la siesta en el sofá, que mamá dice que Sofía siempre se ponía entre sus piernas, o encima de su tripa, y yo he probado y, efectivamente, entre las piernas de mamá se está de maravilla para dormir la siesta, de modo que yo puedo quedarme allí tan a gustito y ella ponerse encima, que pesa menos que yo. Pues nos cuesta acomodarnos unos cuantos viajes, y, la mayor parte de las veces, no aguantamos los dos juntos. Menos ayer; ayer, ¡por fin! –dijo mamá-, estuvimos los dos encima de ella y estuvimos tranquilos. Lo que me parece mentira es que mamá pudiera dormir, aunque, por otro lado, no me extraña, porque debe estar cansada de guerrear con nosotros.

Diario de Pepín. Día 88

No sé esto de la lluvia en qué va a acabar, que venga a caer y caer y ya ni riegan la hierba, ¿para qué? Que no me gusta un pelo, lo tengo claro, pero es que mamá me ha comprado un artilugio que dice que es un impermeable y que me gusta tan poco o menos que mojarme. Bueno, al menos, de momento.

Apareció con él y en seguida le vi las intenciones y, aunque se lo dije –orejas gachas y esa mirada que provoca conmiseración según dice ella-, cuando mamá ha decidido algo no sirven miramientos. Yo no quería salir de casa, tuvo que sacarme a rastras. Pero me sacó. ¡Vaya si me sacó! A ver, que luego no estuvo tan mal, que pudimos pasear bajo la lluvia, ella con un paraguas –que tampoco me hacen gracia con esa forma que tienen de desplegarse, que parece que van a explotar- y yo con mi impermeable. Al día siguiente, como ya sabía de lo que iba, pues protesté un poco –no iba a ceder a la primera-, pero estuvo mejor y total, ahora ya sé que, si me lo pone, es que llueve. Y tengo que reconocer que es mucho mejor salir con impermeable que quedarse en casa por la lluvia. ¡Eso, lo último!

Diario de Pepín. Día 87

Cuando era pequeño todo mi afán era descargar la vejiga en el primer trozo de hierba que veía y luego me iba entreteniendo con todo lo que encontraba: una hoja, un papel, un trocito de pan… Pero ahora eso de mear con la pata levantada me ha abierto nuevos horizontes. Ahora tengo mucho que hacer, mamá apenas tiene que reñirme en la calle por quedarme pegado al suelo o salir disparado por cualquier cosa; ahora tengo prisa al caminar porque tengo que investigar a todos los perros que han pasado por allí antes que yo. Yo no tenía ni idea de cuántas farolas, papeleras y árboles había en el barrio, quizás porque siempre iba mirando a ras de suelo. Pero ahora voy de una en otro, deprisa y corriendo, oliendo y marcando como el que más. Bueno, en realidad huelo todas y cada uno, pero marco menos de la mitad porque la vejiga no me da para más. ¡Y mira que intento dosificarme, pero nada!.

Diario de Pepín. Día 86

Yo no sé cómo podría decirle a mamá cuánto la quiero, cómo me hace temblar el corazón cuando me seca con una toalla al volver  a casa empapado por la lluvia, o cuando me da el último pedacito de su tostada mientras desayuna.

Porque, hasta ahora, yo creía que lo peor que podía pasarle a un perro era nacer en una perrera, sin papás humanos que lo quieran, pero ahora sé que lo peor de todo es tener papás que nunca deberían llamarse así, papás que dejan cicatrices en la piel y en la memoria, como le ha pasado a Bro.

Diario de Pepín. Día 85

Bro no ha vuelto por el parque. Es un perro grande de patas largas, muy juguetón y muy mimoso. Bro es todo marrón,  excepto una media luna que tiene en la paletilla izquierda, grande y sin pelo, y una raya ancha en el cuello, casi tapada por el collar. ¡Ah!, y le falta un trozo de rabo, pero se apaña muy bien para mover  lo que le queda cuando está contento. Mamá dijo que lo que no era marrón eran cicatrices.

Bro apareció un día con otra mamá diferente y dijo que se llamaba Brownie en realidad y que lo sacaba ella al parque porque sus mamás de otros días lo habían devuelto.  Otra vez. Si mamá no hubiera preguntado yo nunca me habría fijado en eso, en si era la misma mamá o era otra mamá, porque yo voy al parque y bastante tengo con correr como un loco y pedirle galletitas al papá de Cayetana, que, cuando llega, se queda quieto y en seguida le salen de los pies ocho o diez perros como yo –bueno, como yo, no, mucho más grandes que yo, pero yo me pongo de manos y llego al mismo sitio, y, a veces, hasta me da dos a mí porque le hago mucha gracia-.

El caso es que Bro, o Brownie, no ha vuelto por el parque, quizás haya encontrado unos papás en otro parque que no vayan a dejarlo nunca. Pero yo no puedo olvidarme de sus cicatrices y de su rabo cortado.

Diario de Pepín. Día 84

Hoy he visto otra vez a mi papá de antes. Mamá me había llevado a un sitio que no conozco, donde había gente que tampoco conocía. Menos mal que al cabo de un ratito apareció Byron, mi hermano mayor –aunque todos nacimos el mismo día él era el más grande y el más parecido a mamita Alba-. Luego llegó Linda, pero apenas jugamos hasta que llegó Bri. Bri ahora se llama Luca, y no ha cambiado nada desde que se quedó en casa con Vicky y conmigo, hasta que me vine con mamá y con el chico de la gorra. Estuvimos juntos los tres –Bri, o Luca, o como quiera que se llame ahora- Vicky y yo mucho tiempo después de que se fueran todos los demás, con familias que llegaban a vernos y que se iban enamorando de todos. De todos ellos.

Hoy querían hacernos unas fotos y a mí me tocó con Luca. Se empeñaban en que nos sentáramos y nos estuviéramos quietos, pero es que eso es prácticamente imposible. Mamá sabe que yo solo me siento cuando veo a otro perro venir desde lejos. Yo me siento y me quedo observando  hasta que se acerca lo suficiente como para ponerme de manos y bailar delante de sus hocicos. Pero sentarme para estarme quieto, sin más, me parece una tontería de las grandes.

El caso es que, cuando salimos a la calle, mi papá de antes estaba allí. Yo no sabía cuánto les quiero, a él y a mi mamá de antes, hasta que lo vi allí, junto a la puerta. Empecé a mover el rabo y a contonearme y me fui derechito a meterme entre sus piernas. Y él me acarició como siempre, como si no hubiera pasado el tiempo.

Diario de Pepín. Día 83

Yo no sé qué ha pasado hoy.  Salimos temprano, como siempre, y, de pronto, ha empezado a caer agua del cielo como si estuvieran regando todo desde arriba; que a mí, alguna vez el riego me ha pillado descuidado sobre la hierba y me ha echado un roción de agua encima, pero es que, esta mañana, era un no parar; ni descuidos ni nada. Mamá dijo que había empezado a llover, yo nunca había visto tal cosa. Yo caminaba pegado a las paredes de las casas, pero me seguía mojando por encima y, por supuesto, me mojaba también las patitas con el agua que corría calle abajo. Estuvimos un rato enorme debajo de un balcón, supongo que mamá esperaba a que dejara de llover y yo esperaba a que mamá siguiera caminando, pero creo que a ella tampoco le gusta mojarse…

Tengo la esperanza de que, si esto de llover no había pasado nunca hasta ahora, pueda tirarse un tiempo parecido sin volver a hacerlo, pero no sé yo, porque el cielo sigue gris y las calles siguen mojadas.

Diario de Pepín. Día 82

Me asombro de que me quedan muchas cosas nuevas por conocer. Me pregunto cuándo acabaré de ver todo por primera vez.

Y es que, de pronto, salgo a pasear por la mañana temprano y me doy cuenta de que, durante la noche, le han salido un montón de cosas amarillas y marrones a la hierba. Y, cuando me acerco, me doy cuenta de que son hojas, como las de los árboles, pero sueltas, y que no pesan y se mueven –algunas- en cuanto me acerco y si corre un poquito de aire ya casi ni las alcanzo. Son hojas secas que cubren toda la hierba, y hacen montones en los recovecos donde el viento no llega, y, cuantas más hay en el suelo, menos hay en los árboles. Yo nunca había visto esto, y lo miro con una cierta desconfianza porque mamá pisa los montones amarillos –¡dice que le encanta!- y suena como si algo se rompiera debajo de sus pies, y entonces yo me separo de un brinco, que no sé lo que va a salir de allí.

Si lo pienso bien, hay cosas que, aunque sea la primera vez que las veo, yo ya sé lo que son, o lo que no son. Como si alguien me lo hubiera contado hace mucho tiempo sin yo darme cuenta. Porque, por ejemplo, hoy he visto unos hongos enormes y blancos entre la hierba y yo sé ya, porque sí, que no son comida. Por eso paso de ellos y sigo rebuscando a ver si encuentro un cachito de pan que alguien se haya dejado caer o que hayan puesto para los pájaros. ¡Al pan qué más le da que se lo coma un pájaro o que me lo zampe yo…! A mamá es a la que no le da lo mismo, a juzgar por cómo me riñe cuando cojo comida del suelo. Que un día la voy a morder sin querer y vamos a tener un disgusto, que me mete los dedos en la boca para sacarme lo que estoy comiendo, y yo no soy capaz de abrirla y tragar a la vez.

Diario de Pepín. Día 81

Algunos días no tengo fuerzas para cenar. Llego tan reventado del parque que solo quiero sofá; bebo unos tragos inmensos de agua, espero a que mamá me quite el arnés y me limpie las patitas y me enrosco en el sofá esperando a que ella se siente conmigo después de cenar. Y es que, en el parque, corro sin conocimiento. Corro detrás de alguno de mis amigos como si tuviéramos que dar la vuelta al mundo en una tarde, o delante, como si huyera de un fuego. El caso es correr como corren las liebres escapando de un galgo, porque también hay galgos en el parque, y también corro delante o detrás de ellos; ¡cómo no voy a cansarme!  

Yo creo que en este mundo debe haber varios modelos de felicidad. Una de las mejores es saber que está mamá, y que me quiere tanto que nunca va a abandonarme, y estar con ella es una de las cosas más bonitas que pueden pasarme; y otra diferente  es correr y correr y correr como si no hubiera un mañana. Esta felicidad también es muy buena, pero es mucho más cansada.