Diario de Pepín. Día 87

Cuando era pequeño todo mi afán era descargar la vejiga en el primer trozo de hierba que veía y luego me iba entreteniendo con todo lo que encontraba: una hoja, un papel, un trocito de pan… Pero ahora eso de mear con la pata levantada me ha abierto nuevos horizontes. Ahora tengo mucho que hacer, mamá apenas tiene que reñirme en la calle por quedarme pegado al suelo o salir disparado por cualquier cosa; ahora tengo prisa al caminar porque tengo que investigar a todos los perros que han pasado por allí antes que yo. Yo no tenía ni idea de cuántas farolas, papeleras y árboles había en el barrio, quizás porque siempre iba mirando a ras de suelo. Pero ahora voy de una en otro, deprisa y corriendo, oliendo y marcando como el que más. Bueno, en realidad huelo todas y cada uno, pero marco menos de la mitad porque la vejiga no me da para más. ¡Y mira que intento dosificarme, pero nada!.

Parejas rotas

Quizás no estaban seguros de que su amor fuera duradero, y por eso necesitaron esculpirlo en el árbol, para que perdurara incluso después de que ellos murieran.

Quizás temían que, con el tiempo, cualquiera de ellos quisiera alejarse del otro, y por eso cercaron sus nombres con un candado.

Quizás el árbol, más sabio por ser más viejo, les hizo un favor rompiendo ese candado y dejándolos libres.

 

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Asimetrías

No recuerdo cómo empezó todo, pero tengo la íntima convicción de que fui yo el primero. Desde el principio me di cuenta de que ella estaba allí, resuelta y ajena a todo y a todos, y, esa indiferencia fue la que me tentó, la que provocó que me acercara. Yo ya lo sabía, sabía de mi condición de polilla que, irremediablemente, vuela hacia la luz. Y me dejé llevar. Aún a riesgo de quemarme.

Pero en el mundo real las cosas suceden de otra manera. La gente muere en accidentes de tráfico, por un infarto o tras una larga enfermedad. Incluso algunos se suicidan porque nada hay en este mundo que les resulte más atractivo que la muerte. Pero nadie muere de amor. Ni siquiera las polillas.

Esa debe ser la razón por la que yo sigo vivo. La he amado desde siempre, tanto como he sabido hacerlo. Nunca le he pedido nada, sólo que no se alejara de mí. Y no lo ha hecho. He vivido con ella durante años. Ya es una parte de mí; hasta el punto de que ya no me reconozco sin ella. Sin las cicatrices que me ha dejado este amor asimétrico y cruel.

 

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Nunca

Podría dudarse de quién ganó –nunca debió haber guerras ni batallas-. Me has cosificado, me has puesto cadenas y has cercenado mis posibilidades de crecer, pero eso no me convierte en esclavo; esclavo, nunca. Aunque el dolor sea tan profundo que ya forme parte de mí, sigo vivo. Sigo vivo para poder cicatrizar mis heridas, para dar testimonio de mi rebeldía, para demostrarte que podrás destruirme pero nunca, nunca, podrás dominarme.

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La higuera

Le pareció torturado el tronco de la higuera, tan nudoso, tan retorcido, tan grueso que, de haberlo intentado, no habría podido rodearlo con sus brazos a pesar de ser un hombre alto –“largo”, le decían cuando joven, “larguirucho”, cuando adolescente-, y con aquellas ramas, tantas, desnudas y delgadas como varas que parecían huir ligeras de la pesadez del tronco. Tan falto de armonía estaba que habían aprovechado un cambio de rumbo, como a un metro del suelo, donde la higuera dejaba de subir para intentar crecer horizontal y arrepentirse en seguida, para abrigar allí, en aquel ángulo, un cobertizo pequeño, refugio del perro que guardaría la finca. Esto debió ser en otro tiempo, ahora todo parecía abandonado y no había perro en el refugio y tampoco se le presentía fuera.

Buscó con la mirada el fallo en la pared de piedra para poder entrar y  acercarse al árbol y recorrió unos metros hasta la portera de la finca; las botas se le hundían en la hierba, de un verde rabioso, y en la tierra blanda, empapada por el agua en que la escarcha de la mañana se había convertido. La entrada estaba acotada por un somier viejo, sujeto con gruesos alambres y cuerdas de nailon a sendos postes, como si fueran el cabecero y los pies, ambos escasos, de una cama vertical. Le costó desatar y desalambrar y, al avanzar un poco, vio debajo de un negrillo, ahora desnudo y cubierto de líquenes enmarañados, una bañera con desconchones, medio llena de un agua amarillenta, asentada sobre el terreno para servir de abrevadero al ganado. Pensó que, si había animales por allí, cosa que dudaba porque no estaba el perro que los cuidaba, deberían ser vacas, o caballos, quizás también en aquella zona, pero, sin duda, animales grandes y pesados, capaces de alcanzar a beber en aquel abrevadero improvisado y alto, y responsables de las enormes calvas que se veían en el tapizado de hierba a su alrededor.

Se acercó a la higuera y, casi con solemnidad, recorrió con la yema de los dedos los círculos abollados que rodeaban los nudos, casi le extrañó que el color acerado de la corteza no añadiera el tacto frío del metal; notó, en cambio, una tibieza impropia de aquel invierno, donde ya las cimas de la sierra, al fondo, aparecían cubiertas de nieve inmaculada, como la nata montada de una tarta de cumpleaños. Recorrió despacio los surcos del grueso tronco, profundos y retorcidos, y siguió con la vista el nacimiento de las ramas, lineales, casi paralelas al suelo la mayoría de ellas, todas cercenadas en los extremos por la poda. Le dolió aquella amputación. Sintió que aquel árbol, a pesar de su aspecto mortecino, lleno de palitroques, era capaz de transmitirle la fuerza de la tierra, su propia capacidad para sobrevivir, para resistir año tras año, minuto a minuto, el ciclo de la vida; para nacer y morir mil veces y resistir; resistir, siempre.

El agujero

 

-¡Tapen el puto agujero o pongan una señal! ¡Hagan lo que quieran, pero hagan algo! Y entonces se apoyó, de pie como estaba, en el borde de la mesa; sus brazos, rígidos, acabados en dos manos como palas, y sus ojos, saltones, abiertos como platos. -! O van a dar lugar a que algún viejo se tropiece en él y tengamos que pagarlo como nuevo! Y arrastró la “o” final, dejando tiempo para que el jefe de obras, que era su único interlocutor, pudiera dar rienda suelta a la imaginación y ver la que se lo podía venir encima.

El concejal de urbanismo, íntegro y concienzudo como el que más, no comprendía como podían pasar estas cosas; como era posible que la última manifestación hubiera dejado tras de sí aquel descalabro. La prensa de la oposición había escrito a voces que los impactos de los botes de humo de la policía habían provocado oquedades en el asfalto de la vía principal, probablemente, seguramente, porque la última mordida del asfaltado que se hizo en primavera había sido desmedida y el material utilizado era endeble como el betún, es más, sólo era betún. Ya se sabía lo que había, tenían que ser los botes de humo de los policías, no podían ser las piedras que lanzaban los manifestantes, que la policía no hacía más que defenderse de tanto vandalismo, y los agujeros salían siempre después de las lluvias, ya era cosa sabida y esperada, pero la prensa malintencionada sólo pensaba en mordidas. Por cierto, a ver si hablaba con Cosme y le abroncaba, que, esta vez, se había pasado, bien es verdad que se quejó desde el principio de que no iba a quedar dinero para hacer el trabajo, pero Cosme siempre andaba igual, y, al final, había para todos y nunca pasaba nada, no iba a ser ahora la primera vez.

El jefe de obras salió del despacho con las ideas muy claras sobre lo que podía pasar, no tanto sobre lo que podía hacer para que no pasara, e, inmediatamente, destinó una cuadrilla formada por los obreros más competentes para que rellenaran de arena el agujero, la apisonaran bien para que no repisara y lo dejaran a nivel, que alguno era capaz de meter el pie –que le cabía de sobra porque, hay que joderse, lo grande que se había hecho el agujero-, y tener un disgusto –el dueño del pie, y él, por añadidura, que, a ver qué cara le ponía él al concejal si fuera el caso-.

La crisis había acarreado la penuria económica de los constructores de obra pública –no sólo de ellos, pero también- y, por ende, de los concejales de urbanismo que participaban de los desvelos de los constructores y de los de los ciudadanos, a pesar de que éstos, la mayoría de las veces, no se lo merecían, pero la vocación de servicio público era así y bastaba con la satisfacción del deber cumplido. Sin embargo, también había que reconocer que la crisis había traído algo bueno y era que, después de tantos años, generaciones incluso, intentando doblegar a los segundos –los primeros nacían doblegados ya-, por fin, poquito a poco, sin prisas pero sin pausas, éstos se habían ido dejando apoderar por un sentimiento de fatalidad que, ¡oh, milagro!, les había llevado a dejar de protestar, a dejar de quejarse. ¿Para qué quejarse, si la situación era irremediable? ¿Cómo si no,  explicarse que, después de quince meses sin tapar el agujero nadie viniera a quejarse por el Ayuntamiento?

El concejal de urbanismo, próximas las fechas de la campaña electoral, decidió darse un baño de popularidad –populismo según la prensa amarilla- y se dedicó a recorrer los barrios, los periféricos, que el centro ya se lo caminaba él cada día para ir a su despacho, pero sin pasarse, que los del extrarradio podían esperar a la siguiente campaña y, según como se viera él de seguro. Dudó hasta el final de si sería juicioso pasar también por aquella calle agujereada que llevaba tantos meses sin arreglar, pero en seguida decidió que era el momento, que él siempre daba la cara y no tenía la culpa si el Ayuntamiento no había destinado presupuesto para aquello, al fin y al cabo también podía explicar, si alguien se ponía borde, que la culpa la tenía el concejal de cultura, que era de la oposición, que pidió destinar el dinero a contratar al personal de la biblioteca, que, por cierto, cerrada, no había generado ningún gasto en siete años,  pero como el de cultura tenía fama de subversivo, hubo que ceder y dejar el agujero para mejor ocasión.

No podía dar crédito a lo que veía. Mira que ya iba mosqueado porque parecía que nadie quería pararse a hablar con él, quizás el fotógrafo que le seguía a todas partes les intimidara un poco, estaba claro que no se merecían que un político se molestara en conocer de viva voz cuales eran los problemas del barrio, pero aquello ya era el no va más; después de quince meses, del famoso agujero de los botes de humo emergía un arbolito, y en la valla alguien había escrito “Proyecto árbol” y, además, los vecinos paseaban por allí cerca sin quitarle ojo, a ver si resulta que ahora temían que el Ayuntamiento asfaltara la calle. Dio por terminado el paseo y enfiló encorajinado hacia su despacho. Al día siguiente llamó al jefe de obras y, aunque intentó sosegarse, a medida que hablaba, se enfurecía cada vez más.

-¡Me importa un carajo si el árbol ha nacido sólo o alguien lo ha plantado allí! ¿Pero, qué se ha pensado la gente que es esto? ¡Ahora mismo vas allí y lo arrancas; tú, personalmente! Solo nos faltaba que viniera alguien enarbolando banderas de ecologismo, y de vida en la muerte, y tonterías por el estilo…

-Señor… piénselo usted bien, mire… El hombre le tendió el periódico local y le señaló la fotografía que venía en la segunda página. El fotógrafo que llevaba en la campaña le había sacado una foto cuando se inclinaba sobre el arbolito y el agujero, de modo que se veía el gesto, pero no la gesticulación, y su jefe de prensa había aprovechado la oportunidad para explicar cómo el concejal de urbanismo, defensor de las zonas verdes en su ciudad –“su ciudad”, textualmente- había alabado la feliz iniciativa de los vecinos, que se turnaban para regar y proteger del vandalismo el germen de lo que podría llegar a ser un parque.

El concejal intentó tragar saliva para aliviar la presión de la garganta, se sujetó en el borde de la mesa para no caer y pensó, antes de perder la conciencia, que el oficio de político estaba lleno de sacrificios y sinsabores.

IMG-20140719-WA0001-001Foto cedida por Raúl Rodríguez Acedo.