Podría decirse que tengo una pandilla. Todos los días, a última hora de la tarde, mamá y yo vamos al parque, y, mientras ella habla con los papás de los otros perros, nosotros corremos y jugamos sin parar. Bueno, la verdad es que mamá me suelta la correa a la entrada del parque y yo salgo corriendo como si no hubiera un mañana, tan de prisa que mamá no puede alcanzarme y llega mucho después que yo. Todos los papás me conocen ya y me saludan al verme y ya saben que mamá llegará después.
Max, Chico, Nieve, Pirata, Rayas, Browni, Boni, Bico, Escapi y Thor no fallan nunca. Yo soy el más pequeño, pero a ninguno le importa y, si toca correr, pues corremos igual que si todos fuéramos como Rayas, que es un galgo enorme. Casi siempre al final, llega Cayetana y algunos días también Gala, que es el perro más grande que yo haya visto nunca –dice mamá que es una perra mastín-. Flavia, Colate y Nora están algunos días, y a mí me gusta jugar, sobre todo, con Nora porque es la más parecida a mí en tamaño y podemos pasarnos horas –si nos dejaran horas- jugando a mordernos las orejas y el cuello. Nora también es adoptada, como yo, y, cuando ya es tan de noche como ahora que es casi invierno, su mamá y la mía nos vigilan gracias a que Nora tiene un abrigo rosa y yo uno rojo; así ellas nos ven cuando nos perdemos en medio de toda la pandilla. Jugamos tanto que Nora acaba con el abrigo todo desabrochado y yo con el mío todo lleno de barro. Supongo que a ella le pasará como a mí, que, de pronto, según vuelvo para casa, estoy deseando ya subirme al sofá y quedarme dormido. Aunque todavía queda eso de que mamá me limpie las patitas con una toallita –y hasta la barriga- porque dice que así no me puedo meter en la cama.