Me asombro de que me quedan muchas cosas nuevas por conocer. Me pregunto cuándo acabaré de ver todo por primera vez.
Y es que, de pronto, salgo a pasear por la mañana temprano y me doy cuenta de que, durante la noche, le han salido un montón de cosas amarillas y marrones a la hierba. Y, cuando me acerco, me doy cuenta de que son hojas, como las de los árboles, pero sueltas, y que no pesan y se mueven –algunas- en cuanto me acerco y si corre un poquito de aire ya casi ni las alcanzo. Son hojas secas que cubren toda la hierba, y hacen montones en los recovecos donde el viento no llega, y, cuantas más hay en el suelo, menos hay en los árboles. Yo nunca había visto esto, y lo miro con una cierta desconfianza porque mamá pisa los montones amarillos –¡dice que le encanta!- y suena como si algo se rompiera debajo de sus pies, y entonces yo me separo de un brinco, que no sé lo que va a salir de allí.
Si lo pienso bien, hay cosas que, aunque sea la primera vez que las veo, yo ya sé lo que son, o lo que no son. Como si alguien me lo hubiera contado hace mucho tiempo sin yo darme cuenta. Porque, por ejemplo, hoy he visto unos hongos enormes y blancos entre la hierba y yo sé ya, porque sí, que no son comida. Por eso paso de ellos y sigo rebuscando a ver si encuentro un cachito de pan que alguien se haya dejado caer o que hayan puesto para los pájaros. ¡Al pan qué más le da que se lo coma un pájaro o que me lo zampe yo…! A mamá es a la que no le da lo mismo, a juzgar por cómo me riñe cuando cojo comida del suelo. Que un día la voy a morder sin querer y vamos a tener un disgusto, que me mete los dedos en la boca para sacarme lo que estoy comiendo, y yo no soy capaz de abrirla y tragar a la vez.