Dice mamá que ya ha caído la primera helada del invierno, sin ser invierno. Yo, hasta ahora, no sabía lo que era eso del invierno, pero ahora ya sé que quiere decir ese frío que me saca lágrimas de los ojos cuando ando por la calle. Yo no puedo ver los tejados de la ciudad porque soy bajito y, además, casi siempre voy mirando al suelo buscando qué olfatear, pero dice mamá que algunos tejados están blancos. Lo que sí he visto, y he probado –aunque mamá no me deja chupar- son unos granos blancos sobre el suelo mojado. Eso debe ser también cosa del invierno, como el abrigo rojo que mamá me pone desde hace días cada vez que salimos a la calle, que, bien es verdad, yo no lo quería al principio e, incluso, cuando me lo quita en casa, la ayudo a quitármelo mordiendo por un extremo para tirar de él, pero también es verdad que, el otro día, que llovía bastante, yo no quise salir hasta que mamá me lo puso, que parecía que estuviera dudando y maldita la gracia que me hace a mí ponerme pingando de agua.
Además de esto del invierno, ha pasado algo extraordinario. Yo estaba comiendo un poquito de yogur que mamá me había puesto en el comedero pequeño y, cuando quise darme cuenta, Sofía estaba a mi lado, tan tranquila, bebiendo agua. Yo hice como que no me enteraba porque, si le digo algo, con la alegría que me dio, sale pitando a subirse a algún lado donde yo no la alcance. A ver si, al final, vamos a acabar siendo amigos… aunque aún es pronto, porque hace unos días me subí encima de ella para abrazarla y tardó nada y menos en salir corriendo. Lo que sí hemos conseguido es dormir la siesta con mamá –Sofía en su pecho y yo en sus piernas- aunque, para eso, mamá tiene que repartir sus manos y tocarnos a los dos a la vez todo el tiempo. Y parece mentira, pero conseguimos dormir un ratito.