Diario de Pepín. Día 96

Dice mamá que ya ha caído la primera helada del invierno, sin ser invierno. Yo, hasta ahora, no sabía lo que era eso del invierno, pero ahora ya sé que quiere decir ese frío que me saca lágrimas de los ojos cuando ando por la calle. Yo no puedo ver los tejados de la ciudad porque soy bajito y, además, casi siempre voy mirando al suelo buscando qué olfatear, pero dice mamá que algunos tejados están blancos. Lo que sí he visto, y he probado –aunque mamá no me deja chupar- son unos granos blancos sobre el suelo mojado. Eso debe ser también cosa del invierno, como el abrigo rojo que mamá me pone desde hace días cada vez que salimos a la calle, que, bien es verdad, yo no lo quería al principio e, incluso, cuando me lo quita en casa, la ayudo a quitármelo mordiendo por un extremo para tirar de él, pero también es verdad que, el otro día, que llovía bastante, yo no quise salir hasta que mamá me lo puso, que parecía que estuviera dudando y maldita la gracia que me hace a mí ponerme pingando de agua.

Además de esto del invierno, ha pasado algo extraordinario. Yo estaba comiendo un poquito de yogur que mamá me había puesto en el comedero pequeño y, cuando quise darme cuenta, Sofía estaba a mi lado, tan tranquila, bebiendo agua. Yo hice como que no me enteraba porque, si le digo algo, con la alegría que me dio, sale pitando a subirse a algún lado donde yo no la alcance. A ver si, al final, vamos a acabar siendo amigos… aunque aún es pronto, porque hace unos días me subí encima de ella para abrazarla y tardó nada y  menos en salir corriendo. Lo que sí hemos conseguido es dormir la siesta con mamá –Sofía en su pecho y yo en sus piernas- aunque, para eso, mamá tiene que repartir sus manos y tocarnos a los dos a la vez todo el tiempo. Y parece mentira, pero conseguimos dormir un ratito.

Diario de Pepín. Día 73

Mamá trabaja casi todo el tiempo que no estamos dando una vuelta por la calle o en el parque. Yo no puedo ayudarla en la oficina pero intento que no se le haga muy pesado. Es verdad que gran parte del tiempo lo paso durmiendo, pero me pongo justo al lado del sillón, lo más cerca que puedo de ella, de forma que, en cuanto se mueve un poco, doy un respingo y me incorporo por si me necesita. A veces salgo a recibir a la gente, y a todo el mundo le hace gracia ver a un perro como yo en un sitio como ese, y todos me acarician y me dicen cosas, pero alguna vez mamá me ha sacado del despacho porque dice que molesto. Yo creo que hago lo mismo de siempre y que el problema debe ser que se junta más gente y, además, hablan y hablan,  y entonces parece que molesto yo.

Lo que más me gusta, cuando mamá está sola en el despacho, es que me coja en brazos y  me deje quedarme sobre sus piernas mientras sigue trabajando. Es que me da el mimo y me pongo de pie a su lado llamándole la atención –dice que no le dé con las patas porque tengo las uñas muy duras y le hago daño-, y entonces ella me coge para abrazarme. Yo aguanto los achuchones sin pestañear, y si me deja un ratito encima de sus piernas, ni me muevo, a ver si ni siquiera se da cuenta de que estoy allí, pero siempre acaba bajándome, claro.

La muda de la serpiente

Se despertó empapado en sudor e, inmediatamente, añoró el otoño. El calor agotaba su ánimo como los días de sol agostaban los campos, pero en seguida se dio cuenta de que la desazón provenía de algo más profundo, como cuando era estudiante y le suspendían y se despertaba de la siesta con el alivio de una amnesia que duraba apenas unos segundos, dando paso en seguida al peso de una losa, la misma losa, que lo aplastaba todo de nuevo.

Se quedó paralizado, casi todo el día en el sofá o vagando por la casa como un autómata, sin más horizonte que su propio pensamiento, mientras analizaba como un hipnotizado hasta el detalle más pequeño de su nueva situación. Y, otra vez, aquel sabor amargo en la boca, el sabor de la ruptura, se dijo, cada vez que algo se rompe en mi vida me vuelve ese sabor a bilis, y casi encontró acogedora esa sensación en medio del desierto que ahora atravesaba.

Necesitaba dormir para vivir sin darse cuenta, para dejar que el tiempo hiciera su labor arrancando las hojas muertas hasta formar una mullida alfombra sobre la que pisar sin que le doliera el sonido de sus pasos. Desconectó el teléfono y se tumbó de nuevo, estirado, las piernas y los brazos abiertos como el Hombre de Vitruvio, y durmió, primero por necesidad y luego porque se obligó a hacerlo.

A la mañana siguiente despertó sin violencia, sin daño; como en la muda de la serpiente, sintió la necesidad de desprenderse de aquel traje de rígidas costuras que había sido su vida y que le aprisionaba hasta la asfixia y sintió, al desperezarse, cómo se le desprendía la piel muerta para dejar paso a un hombre renovado.