El olor

No lo vio pasar a su lado, pero el hedor que dejó tras de sí le hizo volver la cabeza.

Aunque asqueroso, mejor si hubiera dejado el típico olor a sudor, podría haber pensado que el hombre venía de trabajar duro bajo un sol de justicia, o habría estado cargando y descargando o poniendo ladrillos o, incluso, ya puestos a pensar sin caridad, podría ser el típico que no se pone desodorante por desidia, o porque él no se huele y cree que los demás tampoco le huelen a él. Pero no, aquel hombre había dejado tras de sí un penetrante olor a tabaco rancio, ese que se apodera de cada centímetro de piel a base de veces y de años y que todo lo ocupa, mezclado con un metálico olor a alcohol destilado.

Se le torció el gesto con una mueca de asco y ni siquiera lo miró, no quiso ponerle cara –suficientemente débil como para ser presa de, al menos, dos adicciones, pensó, como para no poder dominar sus impulsos, como para necesitar del alcohol y del tabaco para sentirse bien, o para no sentirse mal, o, sencillamente, para no sentir-.

Se le quedó en la nariz aquel rastro hediondo e imaginó sin querer una sala discreta de un piso sin lujos, donde un niño hace los deberes sentado a una mesa camilla mientras respira aquel olor rancio que le llega de las faldillas, del sofá, de las cortinas, del aire mismo que vicia la casa entera y que ya no le es ajeno. La madre sale de la cocina con la bandeja de la merienda en la mano y se sienta también a la camilla, un poco seria, un poco envejecida, un poco cansada y constantemente alerta por si llega él; respira profundamente pero no le llega bien el aire, el hijo ya está acostumbrado a oírla respirar así y ya no se angustia por eso. Al momento, se escucha el tintineo de las llaves en la puerta y los dos levantan la cabeza y se miran sin hablar. El olor, preludio del humor, entra en la casa por delante del sonido de los pasos y del hombre. Ninguno de los tres sonríe.

Impunidad

Tenía prisa; quizás por eso, cuando fue a abrir la puerta del coche y vio el espejo como desmayado, colgando de lado, no se acordó. Maldijo en voz baja y sacó del maletero la rueda de cinta americana para reparar el desaguisado, arrancó el vehículo y se alejó sin acordarse aún, maldiciendo de nuevo y con el enfado invadiendo su rostro como una ola de lava.

Una hora después conducía por la autovía, bajo la lluvia, sorteando coches fantasmales en medio de la neblina. Miró por el espejo retrovisor y solo vio un intenso aerosol de agua gris contra un asfalto y un cielo grises; miró por el espejo reconstruido y, aunque modificó su posición para ganar ángulo, no pudo ver nada en aquel cristal inútil. Aún entonces, siguió sin acordarse. No fue sino hasta el momento en que inició la maniobra de adelantamiento, cuando el camión que le adelantaba a su vez -y que él no había visto por el espejo roto-, lo arrolló como si fuera de juguete, y lo lanzó haciendo trompos contra los otros coches y contra el muro del arcén, cuando, mientras su cerebro se vaciaba de cualquier realidad y todo dejaba de tener sentido, recordó con total nitidez una madrugada de hace más de treinta años, cuando la panda salía a beber y a ponerse a tono y el alcohol ya les había soltado la lengua, primero, y los impulsos, después, y aquella chica de la disco le había hecho la cobra delante de todos, y salieron a la calle con los pies inseguros y los ojos brillantes, guaseándose de la gracia y de su desgracia, y le entraron ganas de vengarse de ella y demostrarles a ellos con quién se jugaban los cuartos, y se fue hacia el único coche que quedaba a aquellas horas en la calle con la misma resolución que si fuera el suyo, para colgarse de uno de los espejos hasta que un chasquido como de cuello roto le avisó, y lo dejó así, colgando de los cables, como desmayado.