Se despertó empapado en sudor e, inmediatamente, añoró el otoño. El calor agotaba su ánimo como los días de sol agostaban los campos, pero en seguida se dio cuenta de que la desazón provenía de algo más profundo, como cuando era estudiante y le suspendían y se despertaba de la siesta con el alivio de una amnesia que duraba apenas unos segundos, dando paso en seguida al peso de una losa, la misma losa, que lo aplastaba todo de nuevo.
Se quedó paralizado, casi todo el día en el sofá o vagando por la casa como un autómata, sin más horizonte que su propio pensamiento, mientras analizaba como un hipnotizado hasta el detalle más pequeño de su nueva situación. Y, otra vez, aquel sabor amargo en la boca, el sabor de la ruptura, se dijo, cada vez que algo se rompe en mi vida me vuelve ese sabor a bilis, y casi encontró acogedora esa sensación en medio del desierto que ahora atravesaba.
Necesitaba dormir para vivir sin darse cuenta, para dejar que el tiempo hiciera su labor arrancando las hojas muertas hasta formar una mullida alfombra sobre la que pisar sin que le doliera el sonido de sus pasos. Desconectó el teléfono y se tumbó de nuevo, estirado, las piernas y los brazos abiertos como el Hombre de Vitruvio, y durmió, primero por necesidad y luego porque se obligó a hacerlo.
A la mañana siguiente despertó sin violencia, sin daño; como en la muda de la serpiente, sintió la necesidad de desprenderse de aquel traje de rígidas costuras que había sido su vida y que le aprisionaba hasta la asfixia y sintió, al desperezarse, cómo se le desprendía la piel muerta para dejar paso a un hombre renovado.
Muy bueno, me gusta
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