De ferias y caballitos

A Bernardo se le puede tachar de muchas cosas, pero no de ser un blando; de eso, no. Ser feriante es un duro oficio; para llevarlo en la sangre, si no, nunca te adaptas. Cualquiera es más cómodo que éste de ir y venir sin descanso en una caravana, mirando siempre al cielo temiendo una tormenta y con la familia a cuestas, colaborando todos, que, cuando hay que montar y desmontar el tiovivo, ninguna mano sobra.

A Bernardo, en el fondo, no le extraña que el su Jonathan arrugue el hocico cuando hay que trabajar, casi le cuesta bronca que deje los libros y eche una mano, y dice ahora que quiere ir a la Universidad. Si lo viera el Tío Ramón, un disgusto se llevaba.

El Tío Ramón, que Bernardo recuerde según le han contado, fue el primero en andar por esos mundos de dios con un carromato, la mujer y una cabra que no había visto más riscos que la escalera a la que se subía mientras el Tío Ramón, su abuelo, tocaba la trompeta. La mujer reventó una noche en un parto que nadie atendió, y que a punto estuvo de costarle la vida también al niño, a Curro, a su padre. El Tío Ramón, entonces, se ocupó del niño aguando la leche de Blanquita, la cabra, y enterró a la Paca con ayuda de dos hombres del pueblo cercano, se negó a que al niño le pusieran el nombre del santo del día y no volvió a entrar en una iglesia en toda su vida, porque no podía haber un dios tan cruel que permitiera que la mujer más buena del mundo se hubiera muerto dejando huérfano a Curro y a él… con aquella desolación y aquella amargura. Curro no conoció otra cosa que la trashumancia de pueblo en pueblo y lo sabía todo sobre puestos de tiro al blanco. “Los muchachos son unos cabrones, hijo –le decía a Bernardo-, todos; vienen con esa cara de no haber roto nunca un plato y, en cuanto pueden se te cuelan sin pagar. ¡Tú, siempre al pie del cañón, hijo, siempre al tanto!”; y Bernardo componía el gesto para parecer una amenaza, aunque a ningún muchacho se le ocurriría engañar a un tiarrón que les sacaba casi medio metro, ceñudo y con una barba de tres días que bien podía afeitarse sin jabón. Desde que tenía el tiovivo, la cosa era más tranquila, los críos no tenían aún maldad y los padres se comportaban, pero no podía bajar la guardia.

Bernardo la vio llegar cuando ya era tarde, muy tarde, ya hacía más de quince minutos que nadie se acercaba por el tiovivo preguntando para subirse; un poco más, y a apagar las luces hasta el día siguiente. Cuando la tuvo delante, Bernardo vio que era una mujer vieja, muy vieja, menuda como un comino, impropia para aquel lugar y aquel momento, puesto que no llevaba a ningún crío de la mano, y tampoco ninguno la seguía de cerca. La mujer le dijo que quería subir al tiovivo y Bernardo pensó que se estaba riendo de él, pero insistió alargándole un billete con la mano derecha y moviendo la cabeza para animarle a cogerlo. “!Señora, esto sólo es para niños¡” “Discúlpeme –y su voz temblaba por la emoción-,  pero me ha costado mucho decidirme… quizás esta sea mi última oportunidad… Toda mi vida quise subirme a un tiovivo y subir y bajar en uno de esos caballitos, pero nunca pude… Nunca pude.” La anciana temblaba ahora toda ella, había cruzado los brazos alrededor de la cintura, a modo de abrazo, y se le habían llenado los ojos de lágrimas. Bernardo sintió que el suelo era menos firme bajo sus pies, para esto no le había preparado su padre; había pasado por situaciones críticas, había presenciado peleas con navajas y broncas empapadas en alcohol, pero no podía imaginar que le pasara una cosa así. Estuvo tentado a sostenerla porque le pareció que podía desmoronarse en cualquier momento, pero se contuvo, no podía perder la compostura él también. Haciéndose el interesante, dudó antes de acceder, rechazó el billete y casi la subió en volandas hasta dejarla cabalgando a mujeriegas. Se bajó del tiovivo para ponerlo en marcha y la vio sobre el caballito, algo rígida al principio, y como una pluma después, el rostro iluminado y con los ojos más brillantes que había visto en su vida. Bernardo notó que los suyos le escocían y se le nublaban y por un momento pensó que su padre debía estar removiéndose en su tumba.

El hombre del saco

 

A Sara.

Recuerdo ahora que, cuando niña, mis abuelos solían forzarme a obedecer bajo la amenaza de que, de no hacerlo, me pasarían cosas terribles como, por ejemplo, que iba a venir el hombre del saco y se me llevaría si protestaba porque no me gustaba la comida, o si comía muy deprisa porque me gustaba demasiado, o si lloraba, o si… Recuerdo también que mi padre se enfadaba con ellos y les decía que los niños debían crecer sin miedos, de modo que yo dormía plácidamente cada noche porque, cada noche, mi padre me leía un cuento y me daba un beso en los párpados cerrados y yo sabía que ningún monstruo se atrevería con él, tan grande y tan fuerte.

Recuerdo que, con cuatro años, mi padre me prometió llevarme a las Ferias y allá  nos fuimos los dos, él caminando a grandes zancadas y yo colgando de su mano y dando un brinco cada dos pasos para adaptarme a su camino. Yo le miraba de reojo y me iba contagiando de su ilusión, pero nada fue comparable a lo que sentí ante tanta algarabía y tantas luces de colores, castillos hinchables, tiovivos y trenes que subían y bajaban sin parar. A mí aquello me pareció otro mundo, y era un mundo maravilloso que no me cabía en los ojos.

Nos miramos los dos, y, sin ni siquiera decirme nada, mi padre me llevó de la mano hasta el tiovivo de los caballitos y nos quedamos los dos parados, mirando aquellas luces parpadeantes y aquel galopar pausado e interminable, mi mano en la suya y mi corazón alocado. Mi padre sacó un billete del bolsillo y se acercó a un hombre que estaba frente a nosotros y acababa de darle un manotazo en el hombro a un crío de mi edad que trotaba por allí sin hacer caso de sus llamadas. Recuerdo que en aquel momento pensé que aquel crío debía de ser su hijo, porque algo de padre debí de reconocer en aquella actitud, y me alegré íntimamente de que no fuera el mío. Aquel hombre oscuro masculló unas palabras que yo no entendí, cogió el billete que mi padre le ofrecía y sacó de un saco que tenía a sus pies unas fichas redondas que le entregó a mi padre mientras me miraba a mí con una mirada que me pareció de hartura, como si yo le estorbara, y el tiovivo y los otros niños también.

Aquella noche fui princesa a lomos de un corcel –en los cuentos de mi infancia no había caballos-, eso lo recuerdo tan nítidamente como mis miradas ansiosas buscando a  mi padre cada vez que el tiovivo daba una vuelta entera. Aquella noche me costó dormirme y soñé que alguien llamaba a la puerta de mi casa y, al abrir, aparecía aquel hombre del tiovivo, gris y mal encarado, con un saco al hombro, preguntando por mí.