A esas horas la plaza aparece desierta, parece imbuida de un extraño sopor, aquietada y gris. Desde detrás del cristal de la pizzería, mientras espero, veo al hombre que sale al balcón y comienza a tender ropa en las cuerdas que atraviesan la fachada; debe tener unos cincuenta años, con gafas oscuras desde donde yo las veo, y vestido enteramente sin color. Tiende unas sábanas de matrimonio, de un único color apastelado, y con unos encogidos en la zona del embozo donde los bordados tiran de la tela húmeda. Pienso si el hombre tenderá la ropa porque vive solo, no es la primera vez que lo hace, a juzgar por la soltura y la destreza que impide que la ropa se le caiga, y me sorprendo a mí misma pensando en esta división de tareas entre hombres y mujeres, e, inmediatamente, pienso que, si no hay ahora una mujer, la ha habido en otra época, pues la sábana bordada sin duda es parte de un ajuar, no es una sábana que un hombre vaya a comprar por un estricto sentido de utilidad. Tiende también la sábana bajera y unas toallas tan mortecinas como aquella y después la ropa de trabajo, oscura y rígida aun estando mojada. El hombre entra en la casa y sale de nuevo al balcón con un barreño lleno; sujeta la pieza con una pinza y cuando la extiende para colocar la otra me parece reconocer un camisón, una camisa de dormir, más bien, sin forma ni detalles. Pienso entonces que quizás, sí; quizás haya una mujer en la casa, una mujer probablemente enferma, que no mancha la ropa de vestir porque permanece en la cama y por eso no es necesario lavar sus jerseys o sus pantalones o sus faldas, y solo la ropa de dormir requiere ese cuidado; una mujer enferma o impedida que, por ese mismo motivo, no puede salir ella misma al balcón a tender la colada. El hombre sigue tendiendo alguna camiseta masculina, tres o cuatro calzoncillos y dos sujetadores. Sí, en alguna parte de la casa debe haber una mujer.
El camarero llega con la pizza y me avisa de que el plato quema. Cuando alzo de nuevo la vista hacia el balcón el hombre ya no está. La puerta hacia la casa continúa abierta, lo que me anima a seguir observando, pero nada cambia ya, la ropa permanece expuesta en la calle, en un gesto impúdico y desvalido que me lleva a sentir un atisbo de vergüenza por ellos, por el hombre real y por la mujer imaginada.