Diario de Pepín. Día 121

Yo tenía seis hermanos, de eso sí me acuerdo. Y supongo que todos los perros que eran mis amigos, y los que no, también tendrían hermanos. ¿Cómo es posible que ahora todos los perros  hayan desaparecido? ¡Si debíamos ser muchísimos! ¡Si nos juntábamos en el parque hasta diez o doce a la misma hora y ahora no veo a ninguno! El caso es que sigo oliendo meadas en la calle, por eso pienso que en algún sitio deben estar, pero es como si se los hubiera tragado la tierra…

Lo único bueno de todo esto es que ahora juego más con mamá, como no tengo amigos para corretear, ella me tira un nudo de cuerda lo más lejos que puede en casa y yo corro como un loco a por él. Y, luego, nos peleamos los dos a  ver si es capaz de quitármelo de la boca. Y siempre gano yo porque cada vez tengo más fuerza.

Hoy me ha pasado algo extraordinario. Como yo había bebido mucha agua tenía unas ganas enormes de hacer pis, pero quería aguantarme para no hacerlo en casa y que mamá no me riñera. Pero es que aún no era la hora de salir y yo ya no aguantaba más, así que pensando en qué sitio sería el mejor, o el menos malo, se me ocurrió hacer pis en la ducha y no sé si es que mamá no se ha dado cuenta, o es que lo ha visto y no se ha enfadado conmigo, porque no me ha reñido. Temblando estaba.

Diario de Pepín. Día 114

Algo muy malo he tenido que hacer para que mamá no haya vuelto a llevarme al parque, con lo bien que yo me lo pasaba allí, corriendo y corriendo sin parar. Me he quedado sin amigos. Mamá dice que no es culpa mía, que culpa mía es destrozar a mordiscos la pata de la mesa, y que no vuelva a hacerlo, pero esto, no. Yo no sé qué pensar.

Mamá dice que no me preocupe, que vamos a salir todos los días a hacer pis y caca, y dentro de un tiempo, podré volver a jugar con mis amigos. Y seguro que es verdad, pero, mientras tanto, voy a procurar no morder los muebles, por si acaso tiene algo que ver con esto.

Diario de Pepín. Día 97

Podría decirse que tengo una pandilla. Todos los días, a última hora de la tarde, mamá y yo vamos al parque, y, mientras ella habla con los papás de los otros perros, nosotros corremos y jugamos sin parar. Bueno, la verdad es que mamá me suelta la correa a la entrada del parque y yo salgo corriendo como si no hubiera un mañana, tan de prisa que mamá no puede alcanzarme y llega mucho después que yo. Todos los papás me conocen ya y me saludan al verme y ya saben que mamá llegará después.

Max, Chico, Nieve, Pirata, Rayas, Browni, Boni, Bico, Escapi y Thor no fallan nunca. Yo soy el más pequeño, pero a ninguno le importa y, si toca correr, pues corremos igual que si todos fuéramos como Rayas, que es un galgo enorme. Casi siempre al final, llega Cayetana y algunos días también Gala, que es el perro más grande que yo haya visto nunca –dice mamá que es una perra mastín-. Flavia, Colate y Nora están algunos días, y a mí me gusta jugar, sobre todo, con Nora porque es la más parecida a mí en tamaño y podemos pasarnos horas –si nos dejaran horas- jugando a mordernos las orejas y el cuello. Nora también es adoptada, como yo, y, cuando ya es tan de noche como ahora que es casi invierno, su mamá y la mía nos vigilan gracias a que Nora tiene un abrigo rosa y yo uno rojo; así ellas nos ven cuando nos perdemos en medio de toda la pandilla. Jugamos tanto que Nora acaba con el abrigo todo desabrochado y yo con el mío todo lleno de barro. Supongo que a ella le pasará como a mí, que, de pronto, según vuelvo para casa, estoy deseando ya subirme al sofá y quedarme dormido. Aunque todavía queda eso de que mamá me limpie las patitas con una toallita –y hasta la barriga- porque dice que así no me puedo meter en la cama.

Diario de Pepín. Día 96

Dice mamá que ya ha caído la primera helada del invierno, sin ser invierno. Yo, hasta ahora, no sabía lo que era eso del invierno, pero ahora ya sé que quiere decir ese frío que me saca lágrimas de los ojos cuando ando por la calle. Yo no puedo ver los tejados de la ciudad porque soy bajito y, además, casi siempre voy mirando al suelo buscando qué olfatear, pero dice mamá que algunos tejados están blancos. Lo que sí he visto, y he probado –aunque mamá no me deja chupar- son unos granos blancos sobre el suelo mojado. Eso debe ser también cosa del invierno, como el abrigo rojo que mamá me pone desde hace días cada vez que salimos a la calle, que, bien es verdad, yo no lo quería al principio e, incluso, cuando me lo quita en casa, la ayudo a quitármelo mordiendo por un extremo para tirar de él, pero también es verdad que, el otro día, que llovía bastante, yo no quise salir hasta que mamá me lo puso, que parecía que estuviera dudando y maldita la gracia que me hace a mí ponerme pingando de agua.

Además de esto del invierno, ha pasado algo extraordinario. Yo estaba comiendo un poquito de yogur que mamá me había puesto en el comedero pequeño y, cuando quise darme cuenta, Sofía estaba a mi lado, tan tranquila, bebiendo agua. Yo hice como que no me enteraba porque, si le digo algo, con la alegría que me dio, sale pitando a subirse a algún lado donde yo no la alcance. A ver si, al final, vamos a acabar siendo amigos… aunque aún es pronto, porque hace unos días me subí encima de ella para abrazarla y tardó nada y  menos en salir corriendo. Lo que sí hemos conseguido es dormir la siesta con mamá –Sofía en su pecho y yo en sus piernas- aunque, para eso, mamá tiene que repartir sus manos y tocarnos a los dos a la vez todo el tiempo. Y parece mentira, pero conseguimos dormir un ratito.

Diario de Pepín. Día 56

Esta noche hemos dormido los tres en la cama, mamá, yo a su lado con la cabeza apoyada en su hombro, y Sofía a sus pies. Y, antes de dormir, vi a Sofía colocarse, por primera vez, en su camita de tela azul. En los dos meses que llevo yo en la casa, ni siquiera se había acercado a ella, y eso que era suya. Debía pensar que yo no la dejaba. Creo que, al final, seremos buenos amigos.

Esta mañana he jugado con Max. Nuestras mamás nos dejaron sueltos porque, si no, preparamos un barullo con las correas imposible de arreglar, y estuvimos corriendo un rato. Me he dado cuenta de que los perros pequeños tenemos una ventaja, y es que nos podemos meter  por sitios donde ellos no caben. Muy grandotes, muy grandotes, pero nosotros podemos ir por donde ellos van y también por donde ellos no pueden ir; además, a la hora de correr, no me gana nadie. Eso sí, cuando yo veía que él me iba a alcanzar, yo empezaba a chillar como si me pegara y, entonces, su mamá le reñía y Max se frenaba un poco. Vamos, que no hace falta ser más grande para ser más listo.

Después

Él murió una tarde gris de un triste día de otoño. Cuando dejaron de llorar, sus amigos fueron dando cuenta de sus cosas, unas porque no tenía sentido conservarlas, y otras, porque a él le hubiera gustado que se las quedaran ellos.

Y luego quedó la memoria de los que lo conocieron, para seguir viviendo en ella. Y la cuenta de Facebook. Su cuenta de Facebook quedó vagando en la red. Los primeros años, su muro recibió algunas felicitaciones de cumpleaños, de amigos que le creían perezoso pero no muerto, de amigos etéreos que nunca supieron de su olor, o de sus gestos, o de su voz quebrada. Y luego, ya nada, solo vagar, por los siglos de los siglos, como un alma en pena.

El sitio de cada uno.

Filiberto Pí se consideraba particular. Sus padres se habían esforzado, desde que el test de embarazo dio positivo, en buscar un nombre adecuado para el futuro retoño, convencidos como estaban ambos progenitores de que sería un varón, como debe ser; un nombre que compensara la brevedad del apellido –escasez del apellido, según algunos enemigos del Sr. Pi-. Quizás por todo eso, y porque en casa de Filiberto Pí nunca había faltado el dinero para educar al niño en colegios privados -en los públicos se enseña, y solo a veces, y en los privados se enseña y se educa, decía su padre-, ni para comprar en tiendas especializadas o, mejor, para hacer pedidos por teléfono -los mercados son para la plebe, con tanta chabacanería, decía su madre-, el caso es que Filiberto creció sabiéndose distinto y, no solo eso, creció sintiéndose mejor –suele pasar si al sentimiento de distinción le añades una desahogada capacidad económica-.

Sin embargo, a pesar de todos los futuribles, Filiberto Pi tuvo amigos normales –dícese de amigos cuyo padre no es rico de cuna o, incluso, ni siquiera tiene ingresos fijos, que estudian en colegios públicos y que disfrutan jugando al fútbol sin cambiarse la ropa de calle por un equipo deportivo y con unas zapatillas de supermercados donde afirman que la calidad no es cara- que le acercaron a otras realidades menos amables que la suya. No fueron muchos, no, tampoco es bueno convertirse en el hijo díscolo desde el primer momento, pero en su favor hay que decir que alguno de esos amigos llegó a ser íntimo suyo, tanto como para quitarse las novias uno al otro y contarse las polvos del fin de semana, o para que su amigo del alma frecuentara la casa bajo la atenta mirada de Doña Madre y la actitud distante y reservada de Don Padre, temerosos ambos de posibles contaminaciones, y satisfechos a la vez por la oportunidad de demostrar su generosidad.

Tras años de rigor y esfuerzo, Filiberto Pí consiguió sacar unas oposiciones a Registrador de la Propiedad –llegados a este punto, hay que aclarar que Filiberto Pí no tiene la culpa de que haya más gente que haya aprobado las dichosas oposiciones, no vayan a salpicarle los prejuicios que puedan circular por ahí sobre este asunto- de modo que esto le permitió instalarse definitivamente en la clase social considerada en su casa como la normal, es decir, la alta.

Filiberto Pí nunca sintió que tuviera que pedir disculpas por haber sabido aprovechar las oportunidades que el destino le había ofrecido –hay destinos peores, desde luego, pero él también podría haber dejado pasar el suyo de largo y no lo hizo; él, simplemente,  se esforzó y sus esfuerzos tuvieron justa recompensa.

No, Filiberto Pí nunca miró a nadie por encima del hombro, no lo fueran a tachar de prepotente, tan solo consiguió que los demás le miraran desde abajo. Pero eso era un asunto de los demás; allá ellos.