Diario de Pepín. Día 110

Cuando ya crees que lo has visto todo y los paseos se limitan a comprobar que todo sigue oliendo como debe oler, vas y te llevas una sorpresa. Debe ser porque soy joven y las cosas pasan lentas  y  necesitan de más tiempo que el que yo llevo aquí. ¿Cuántas cosas me quedarán por conocer aún? No sé si a mamá, que es muchísimo mayor que yo, le quedará algo por ver aún por primera vez, pero supongo que sí, porque yo no le veo cara de aburrida.

El caso es que esta mañana la hierba era casi toda blanca. Ha habido días en los que la hierba brillaba con lucecitas diminutas, casi transparentes, y estaba dura y fría, pero hoy, no; hoy estaba blandita y blanca, cubierta de una capa de algo frío que mamá dijo que era nieve. Nieve. Yo nunca había visto la nieve, pero me gusta. Me he pasado rato y rato oliendo –nada olía igual que otros días- y metiendo las narices en la hierba, pero, en vez de comérmela como otras veces, le he pegado unos buenos lengüetazos a la nieve que la cubría. Era como cuando mamá me deja chupar un palo de helado. Mamá ha esperado pacientemente viéndome disfrutar y luego se ha reído porque hasta mi morro se ha quedado nevado por un momento. Después hemos seguido caminando, como otros días, aunque un poco más lentos, porque dice mamá que ella ya se ha caído en el hielo y no quiere repetir.

Diario de Pepín. Día 96

Dice mamá que ya ha caído la primera helada del invierno, sin ser invierno. Yo, hasta ahora, no sabía lo que era eso del invierno, pero ahora ya sé que quiere decir ese frío que me saca lágrimas de los ojos cuando ando por la calle. Yo no puedo ver los tejados de la ciudad porque soy bajito y, además, casi siempre voy mirando al suelo buscando qué olfatear, pero dice mamá que algunos tejados están blancos. Lo que sí he visto, y he probado –aunque mamá no me deja chupar- son unos granos blancos sobre el suelo mojado. Eso debe ser también cosa del invierno, como el abrigo rojo que mamá me pone desde hace días cada vez que salimos a la calle, que, bien es verdad, yo no lo quería al principio e, incluso, cuando me lo quita en casa, la ayudo a quitármelo mordiendo por un extremo para tirar de él, pero también es verdad que, el otro día, que llovía bastante, yo no quise salir hasta que mamá me lo puso, que parecía que estuviera dudando y maldita la gracia que me hace a mí ponerme pingando de agua.

Además de esto del invierno, ha pasado algo extraordinario. Yo estaba comiendo un poquito de yogur que mamá me había puesto en el comedero pequeño y, cuando quise darme cuenta, Sofía estaba a mi lado, tan tranquila, bebiendo agua. Yo hice como que no me enteraba porque, si le digo algo, con la alegría que me dio, sale pitando a subirse a algún lado donde yo no la alcance. A ver si, al final, vamos a acabar siendo amigos… aunque aún es pronto, porque hace unos días me subí encima de ella para abrazarla y tardó nada y  menos en salir corriendo. Lo que sí hemos conseguido es dormir la siesta con mamá –Sofía en su pecho y yo en sus piernas- aunque, para eso, mamá tiene que repartir sus manos y tocarnos a los dos a la vez todo el tiempo. Y parece mentira, pero conseguimos dormir un ratito.

Invierno

Hace frío y el aliento dibuja volutas  que se desvanecen poco a poco a esta hora de la mañana. Ella es pequeña, menuda, y pliega y despliega un mapa de la ciudad mientras le mira a él, mucho más alto que ella y tan joven como ella, y le niega algo con la voz y con el gesto.

-¡Que no; que te digo que no, que no puede ser!

Él no responde; mientras ella habla comienza a desabrocharse el abrigo y se lo saca de encima, la sujeta suavemente por los hombros con ambas manos, la gira hasta que ella le da la espalda y le coloca el abrigo sobre el suyo. Ella sigue diciendo que no, pero se deja hacer.

Sigo caminando y les siento muy cerca detrás de mí; la escucho diciendo que hace muchísimo frío para ir así –imagino que mueve la cabeza de un lado a otro, negando aún- y él, muy tranquilo, responde que le basta con abrigarse el cuello. Me adelantan al momento, ella con el abrigo de él hasta los tobillos –¡es tan pequeña! – y él, con jersey y una gruesa bufanda anudada bajo la barbilla. Todavía le pasa un brazo por los hombros mientras caminan, muy deprisa y muy apretados, e, intermitentemente, vuelve su cabeza hacia ella y se agacha un poco para besarla en la frente.

Les veo alejarse, ajenos a mí y al resto del mundo, mientras la memoria y la ternura juegan al escondite en mi piel.

De miseria.

El pasado le brotaba por los ojos, cercados por miles de arrugas entrelazadas que  ese mismo pasado había ido escribiendo, machaconamente, a los largo de los años. A veces, cuando las angustias del recuerdo le anudaban la garganta, los ojos se le apagaban más, por secos.  Primero había dejado de llorar, cuando el su José y el hijo murieron -sobre todo, bien lo sabe dios, cuando el hijo murió-, no se puede sentir tanto dolor, tanto y tanta impotencia sin que se acaben  las lágrimas; después simplemente fue cuestión de tiempo que los ojos se le quedaran secos del todo, y que el frío de aquella casa vieja de pueblo se le metiera en los huesos y en el alma.

Tenía la costumbre de secarse las manos con el delantal; las manos nudosas como vides, constantemente mojadas y buscando constantemente en el regazo los pliegues del mandil para secarse; y luego se quedaban ahí, al amparo de la tela enrollada. Dejó retorcido el trozo de toalla que le servía de bayeta y salió al corral a por algo de leña para la chimenea;  lo oyó al remover los troncos, a pesar de que ya estaba dura de oído aquel sonido agudo le llegó perfectamente, y lo anotó en su cabeza como un gemido de animal, una cría desamparada y casi recién nacida. Rebuscó un poco, alargando las orejas, y encontró un gatito de poco más de una semana, con los ojos agrisados y mates aún en unos párpados perezosos. Lo cogió con dos dedos, pillándole por el cogote, mientras el animal chillaba muerto de hambre y tiritaba con los pelos de punta; se lo colocó a la altura de la cara y lo miró con curiosidad, recordó que la gata de la vecina había aparecido aplastada en la carretera el día anterior y dio por hecho que aquel bicho chillón era una de sus crías.

-¡Vaya, vaya! ¿qué tenemos aquí? –y el gatito permanecía colgado del aire sujeto por la pinza que, entre los dedos, hacía la mujer. –De modo que tienes hambre y por eso chillas… ¡Pobre, si estás muerto de frío!

No había decidido quedárselo, no tenía que hacerlo, las cosas, en la vida, le habían pasado, sin más. Conoció a José siendo joven y se casó con él porque él se lo pidió, tuvo un hijo porque dios así lo quiso –que ni él, y ella menos, por dios, sabían de modernidades para tener o dejar de tener hijos- y no quería pensar quién había querido arrebatarle a los dos, pero la vida se los había arrancado y ella no había podido opinar ni decidir en contra. Y cada día vivía porque era lo que tenía que hacer, y punto. Y ahora, aquel bicho chillón la había llamado para no morirse de hambre y de frío. Y punto.

-¡Vaya pareja hacemos, muchacho!- Lo metió en el refugio del mandil y lo acarició alisándole el pelo; se enderezó como pudo pero no se llevó la mano a la ringa, como otras veces, ahora ocupada en dar un poco de calor al gatito, que seguía gimiendo lastimosamente.

Entró en la casa y, sin soltarlo, se acercó al basar; cogió un platito y lo llenó de leche, hundió los dedos en el pan y arrancó unas migas que humedeció en el plato y cogió una pizca para dársela al animal. El gatito sintió el olor imperecedero de la lejía en las manos de la mujer y buscó con la boca más que con los ojos, sorbiendo con avaricia la miga empapada en leche.

-Miserias- dijo mientras la lengua rasposa le limpiaba la yema del dedo. Te llamas Miserias, porque eso es lo que nos ha tocado en suerte, a ti y a mí. Come, come…, sí que tienes ganas de vivir…

Algo se le esponjó dentro del pecho y un hormigueo le subió hasta la cara, tensando la piel, pero no sonrió. Le picaron un poco los ojos mirando al gatito que se afanaba en lamer sus dedos, y, de haber recordado cómo, se habría echado a llorar.

Contrastes

A las 6:02 sonó el teléfono del Centro de Salud, la hora crítica en los servicios de Urgencias, el momento en que pasan revista en las Residencias de ancianos y el momento en el que los que han aguantado de noche para  no molestar deciden que ya no es demasiado pronto, antes de que sea demasiado tarde.

Sonó al otro lado la voz de un hombre ni demasiado joven ni demasiado viejo, tranquila, dulzona y hasta algo relamida.

-¿Podría decirme, por favor, cual es la farmacia que está ahora de guardia?.

La pregunta no le extrañó demasiado, la gente acostumbraba a utilizar al personal sanitario de cicerone para ahorrarse el paseo hasta la puerta del Centro y mirarlo ellos mismos, pero esa pregunta a las seis de la mañana, buscando la farmacia sin pedir un médico, no le parecía normal.

El hombre siguió dando explicaciones: “El enganche del tubo al gotero se ha obstruido. Sin duda, con algún movimiento brusco, se ha doblado la aguja y le he sacado una fotografía para coger otro igual». El médico de guardia abrió los ojos más aún y, literalmente, sacudió el cerebro, a ver si era capaz de entender.

-Perdone, pero… ¿desde dónde me llama? Nosotros no dejamos puestos sueros en domicilio…

-No- dijo el hombre al otro lado encogiéndose, porque al médico le pareció sentir, por el tono, como se encogía un poco-. Es para mi gatita, que la tengo con suero constantemente para que no se muera. ¿Puedo pasar por ahí para ver si tienen ustedes uno igual?.

-¿A las seis de la mañana? Perdone, esto es un servicio de urgencias de personas; estamos atendiendo –recalcó. ¿Por qué no busca una clínica veterinaria que esté 24 horas?.

Todavía se oyó un “claro, claro” al otro lado antes de colgar.

A las 8:10 el teléfono volvió a sonar; una mujer avisaba de que un pariente suyo había aparecido muerto en casa. El médico preguntó el nombre del difunto y lo apuntó, preguntó la dirección y la mujer dijo solo un nombre sin número en medio de las dudas, pues ella estaba fuera y también la acababan de avisar; “a las afueras del pueblo”, comentó, y ya no supo darle más referencias. El médico se sentía ya impotente cuando, como por casualidad, la mujer comentó que alguien había avisado a la Guardia Civil. El cielo abierto.

A los treinta minutos de circular monte arriba detrás del todo terreno de la Guardia Civil, por un camino forestal de tierra apisonada –“menos mal que no ha llovido”, pensó en voz alta, y la enfermera movió la cabeza asintiendo mientras se agarraba al salpicadero para amortiguar un poco el bamboleo de los baches- llegaron a una casa, detrás de un recodo del camino. Salió a recibirlos un perro que no había ladrado al oír los coches y movía el rabo como si les conociera o como si estuviera deseando ver gente, y escucharon en seguida el balido de una cabra que les miraban atentamente desde detrás de una cerca. Un pariente del hombre muerto lo había encontrado boca abajo, caído en la entrada de la huerta que, a la vista estaba, había cuidado hasta el último momento de una forma primorosa. A su lado, sobre la tierra negruzca y blanda, una col y unas zanahorias con las hojas todavía tiesas le hicieron imaginar que el hombre estaba pensando en su comida cuando la muerte le atacó por sorpresa. Un chorro de agua canalizada llenaba una cubeta con ropa puesta a remojo y aún se notaba el calor en las cenizas de un hogar de piedras, junto a la entrada de la casa. No debía haber luz, desde luego no había bombilla en la puerta, porque el hombre llevaba una linterna de minero en la cabeza, que en aquel momento no lucía. El pariente que lo había encontrado comentó que el muerto vivía allí solo desde hacía más de cuarenta años, como un ermitaño, se apañaba con la huerta y el ganado –“una cabra, dos gallinas y un cerdo”- dijo, y solo bajaba al pueblo a por pan.

-De casualidad que he venido yo hoy; porque salí a por níscalos y pasé a decirle algo… y mira lo que me he encontrado.

No había signos de violencia, no había por qué molestar al Forense, de modo que cumplieron el protocolo habitual y regresaron monte abajo. El frío les dolía en los pies. A lo lejos se oían los tiros de los cazadores.

Verano

El verano nos enseñó el vello masculino censurado o semejando una barba de tres días; rosarios de venas amoratadas, como gusanos asfixiados bajo la piel, o redes de finos hilos rojizos y violáceos que se desparraman desde las corvas, arriba y abajo, como si dibujaran un mapa de ríos, afluentes y arroyuelos; pies desfigurados con juanetes y dedos que se agarrotan arqueados; uñas que alguna vez estuvieron pintadas de vivos colores y otras que perdieron la partida contra el calzado martirizador y se quedaron mermadas y contrahechas; barrigas que se escapan de las cinchas, o muslos tan ceñidos que parece que fueran a estallar … El verano es impúdico y falto de prejuicios, carente de la hipocresía del invierno, que todo lo disimula con la disculpa del frío. Todo lo disimula el invierno, para seguir siendo verano en nuestra íntima soledad.

Lluvia y chocolate.

Ya se lo avisaron; que en el extranjero no ataban los perros con longanizas.

-No te vayas a pensar que allí las cosas son fáciles –le había repetido hasta la saciedad su madre, y, más o menos, lo mismo le habían dicho sus amigos. Pero le resultaba tan insoportable continuar en aquella situación que cualquier salida le parecía mejor que seguir así, muriendo por inanición…

-Tengo que intentarlo- argumentaba él como única respuesta. –Tengo que intentarlo.

Habían pasado ya tres meses desde su salida, o desde su llegada, según se mire, y ya había comprobado que, efectivamente, las cosas no eran fáciles allí, tampoco allí. Las oportunidades de trabajo no eran tales, se trabajaba a destajo en tareas de baja o nula cualificación, con un mínimo salario y azuzado por la urgencia de conseguir entender y hacerse entender en un idioma que, de momento, era tan hostil como el clima.

-Joder, si aquí llueve un día sí y otro también, si no he visto el sol desde que he llegado!

-Mira, no le des más vueltas- insistía en conversación con otro español que fregaba platos a su lado – un país donde el chocolate es una leche teñida de cacao no puede ser un buen país. Joder, con la de chocolates con churros que me he tomado yo en el Café de Oro, de esos que se quedan como con nata negra por encima cuando se van enfriando, que necesitas un buen vaso de agua detrás!

-Te lo digo yo, en España el trabajo estará jodido, pero sol y tapas en los bares y chocolate de verdad no nos faltan. Si, hasta cuando llueve, llueve diferente, con más luz!.

-Que por eso vienen todos estos a vernos; que estos tíos no pueden disfrutar de la vida con este cielo gris, hombre!- concluía hablando en presente, como si siguiera en España.

El otro asentía sin dudarlo, se hacía muy cuesta arriba levantarte cada día, abrir la ventana y ver aquel cielo de color “panza burro”, y a los cinco minutos, y, para el resto del día, lluvia, lluvia, lluvia…y frío. Y, para remate, si decidías pedir un chocolate para reponerte un poquito, te servían aquel beberajo en vasos de poliespán con tapa de plástico y pajita. Casi una ofensa, un sin sentido para alguien que hubiera disfrutado de un chocolate con churros como es debido.

-Te digo yo que si pusiera una chocolatería aquí, sería un éxito, porque lo es en cualquier parte, joder, y aquí, con el frío que hace y lo que llueve, más. Que a lo bueno se apunta todo el mundo, y estos, tontos no son.

-Ya, ya –terciaba el otro-, seguro. Y decía “seguro” en el mismo tono en el que puedes decir “hoy hay luna llena”, es decir, como algo evidente pero ajeno a tu voluntad.

Si no fuera porque los miraban mal cuando iban a pedir trabajo porque ya había demasiados españoles ayudando en las cocinas y limpiando wáteres, si no fuera por tener que trabajar 12 horas para pagarse la comida y la cama,  si no fuera por el problema del idioma, si no fuera… serían capaces de demostrar que allí quizás no ataran los perros con longanizas, pero ellos iban a conseguir que lloviera lluvia de chocolate.

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