Filiberto Pí se consideraba particular. Sus padres se habían esforzado, desde que el test de embarazo dio positivo, en buscar un nombre adecuado para el futuro retoño, convencidos como estaban ambos progenitores de que sería un varón, como debe ser; un nombre que compensara la brevedad del apellido –escasez del apellido, según algunos enemigos del Sr. Pi-. Quizás por todo eso, y porque en casa de Filiberto Pí nunca había faltado el dinero para educar al niño en colegios privados -en los públicos se enseña, y solo a veces, y en los privados se enseña y se educa, decía su padre-, ni para comprar en tiendas especializadas o, mejor, para hacer pedidos por teléfono -los mercados son para la plebe, con tanta chabacanería, decía su madre-, el caso es que Filiberto creció sabiéndose distinto y, no solo eso, creció sintiéndose mejor –suele pasar si al sentimiento de distinción le añades una desahogada capacidad económica-.
Sin embargo, a pesar de todos los futuribles, Filiberto Pi tuvo amigos normales –dícese de amigos cuyo padre no es rico de cuna o, incluso, ni siquiera tiene ingresos fijos, que estudian en colegios públicos y que disfrutan jugando al fútbol sin cambiarse la ropa de calle por un equipo deportivo y con unas zapatillas de supermercados donde afirman que la calidad no es cara- que le acercaron a otras realidades menos amables que la suya. No fueron muchos, no, tampoco es bueno convertirse en el hijo díscolo desde el primer momento, pero en su favor hay que decir que alguno de esos amigos llegó a ser íntimo suyo, tanto como para quitarse las novias uno al otro y contarse las polvos del fin de semana, o para que su amigo del alma frecuentara la casa bajo la atenta mirada de Doña Madre y la actitud distante y reservada de Don Padre, temerosos ambos de posibles contaminaciones, y satisfechos a la vez por la oportunidad de demostrar su generosidad.
Tras años de rigor y esfuerzo, Filiberto Pí consiguió sacar unas oposiciones a Registrador de la Propiedad –llegados a este punto, hay que aclarar que Filiberto Pí no tiene la culpa de que haya más gente que haya aprobado las dichosas oposiciones, no vayan a salpicarle los prejuicios que puedan circular por ahí sobre este asunto- de modo que esto le permitió instalarse definitivamente en la clase social considerada en su casa como la normal, es decir, la alta.
Filiberto Pí nunca sintió que tuviera que pedir disculpas por haber sabido aprovechar las oportunidades que el destino le había ofrecido –hay destinos peores, desde luego, pero él también podría haber dejado pasar el suyo de largo y no lo hizo; él, simplemente, se esforzó y sus esfuerzos tuvieron justa recompensa.
No, Filiberto Pí nunca miró a nadie por encima del hombro, no lo fueran a tachar de prepotente, tan solo consiguió que los demás le miraran desde abajo. Pero eso era un asunto de los demás; allá ellos.