Estaba acostumbrada. Desde niña lo había visto aparecer y desaparecer muchas veces. Al principio lo veía desde lejos, casi lo adivinaba, difuso en la distancia, pero en seguida volvía a perderlo de vista hasta la siguiente vez. Porque siempre había una siguiente vez. Poco a poco, a lo largo de los años, sus idas y venidas se habían ido haciendo más frecuentes y se demoraban más en la partida hasta el punto de que ella ya se había ido acostumbrando a su presencia, a esa segunda sombra que la acompañaba en silencio, sin estorbar, saludando de cuando en cuando, como un viejo conocido con el que te cruzas en la calle.
Así fue hasta hace algo más de dos años. Un día, la vieja aparición llamó a su puerta de nuevo y la miró, al abrir, con unos ojos tan francos, tan limpios, tan entregados, que ella se sintió desnuda, naturalmente desnuda. Esa vez la sombra se le acercó muy despacio y rozó suavemente sus labios con los de ella, tan sólo fue un contacto leve, una promesa de lo que podría venir.
Al poco tiempo él regresó y ella se dio cuenta de que lo había estado esperando. Él le tomó la cabeza entre las manos y la besó poco a poco, con cuidado, como si no hubiera tarea más importante que hacer en el mundo, y ella sintió que el suelo cedía bajo sus pies y se mantenía a flote colgada de esa boca que ya era su destino. Se dio cuenta de que no podía seguir huyendo, de que no quería seguir huyendo de sí misma y, sin siquiera proponérselo, se dejó llevar hacia un mundo apasionante.
Nota del autor: Ella sigue escribiendo, no puede ya dejar de escribir; sigue meciéndose en los brazos de su destino y ya no existe para ella otro lugar donde poder vivir.