La fotografía

Alguien compartió la foto en Facebook. Una foto en blanco y negro de un hombre anciano, con la cabeza girada hacia su izquierda, mirando a un crío de unos tres años que estaba sentado a su lado, absorto ante la cámara, los pies cruzados en el aire, colgando, y un cochecito de juguete sujeto entre las manos.

El niño parecía ajeno al viejo, concentrado solo en la magia de la fotografía. El viejo había pasado un brazo por los hombros del crío y apoyaba blandamente su mano izquierda sobre el hombro del pequeño.

No sabía quién era el anciano ni quién era el niño; ni siquiera conocía a la persona que había compartido la fotografía. Pero sintió de nuevo aquel cosquilleo detrás de las orejas, el cuerpo como ahuecado -quizás eso era la felicidad, no notar el peso de tu cuerpo, no notar que has de esforzarte para caminar, levantas ahora un pie y luego el otro y te despegas del suelo levemente-, y sintió sobre su hombro adulto la mano protectora del abuelo que nunca conoció.

Después

Él murió una tarde gris de un triste día de otoño. Cuando dejaron de llorar, sus amigos fueron dando cuenta de sus cosas, unas porque no tenía sentido conservarlas, y otras, porque a él le hubiera gustado que se las quedaran ellos.

Y luego quedó la memoria de los que lo conocieron, para seguir viviendo en ella. Y la cuenta de Facebook. Su cuenta de Facebook quedó vagando en la red. Los primeros años, su muro recibió algunas felicitaciones de cumpleaños, de amigos que le creían perezoso pero no muerto, de amigos etéreos que nunca supieron de su olor, o de sus gestos, o de su voz quebrada. Y luego, ya nada, solo vagar, por los siglos de los siglos, como un alma en pena.